Por: María José Parra Cepeda y Laura Flórez Alba / mparra191@unab.edu.co – lflorez451@unab.edu.co
“La sociedad solo cuida de uno mientras éste resulte rentable» – Simone de Beauvoir.
El vínculo entre profesor y estudiante es inevitable y fundamental en las instituciones educativas. Esta dinámica vertical y de poder es un arma de doble filo cuando se establecen relaciones que sobrepasan la enseñanza.
En Colombia, según el Sistema Nacional de Información de la Educación Superior (SNIES), el 52,92% de estudiantes universitarios son mujeres, ellas persiguen el sueño de ser profesionales en un ambiente masculino. De acuerdo con SNIES, la participación de la mujer como docente es de 38.67%, a diferencia de los hombres cuyo porcentaje es de 61,33%.
En los últimos años, estas instituciones enfrentan una oleada de denuncias y discusiones sobre si realmente las aulas son lugares seguros para las mujeres. Y si los docentes, encargados de garantizar la enseñanza, están preparados para prevenir y enfrentar estas violencias.
Desde hace 81 años, la mujer colombiana puede acceder a la educación superior. Hoy tan solo el 13,2% de las rectorías de universidades e instituciones universitarias están en cabeza de una mujer. Por ejemplo, en la institución en la que estamos estudiando, nunca hemos tenido una rectora, igual sucede con el resto de las universidades de Bucaramanga, al menos, en este 2023 ninguna tiene rectora. Sin representación femenina en los cargos de decisión, no extraña que se hayan retrasado discusiones acerca de los riesgos que enfrentan las mujeres en su vida académica, dentro de los que están el acoso por parte de profesores o directivos.
Según Dejusticia, de 44 universidades revisadas en el país, 28 no cuentan con un protocolo sobre acoso sexual en las aulas. Un comentario fuera de lugar, un roce sugerente, una conversación subida de tono son el pan de cada día de las estudiantes. Sucede todo en espacios que tenían perfectamente normalizadas las relaciones sexo-afectivas entre profesores y alumnas. Frente a esto, las denuncias de quienes se atrevían a señalar tratos machistas y denigrantes eran acalladas o cuestionadas.
Un caso que expone este tipo de situaciones es el ocurrido en la Universidad Nacional de Colombia, donde Alexi Viviana Amaya acusó al docente José Guillermo Castro Ayala, de tocamientos sin consentimiento y comentarios morbosos e inapropiados. El accionar de la universidad, a todas luces ridículo, consistió en una reunión donde Castro Ayala le pediría disculpas, pero la mujer se negó a aceptarlas.
En 2019, el caso se archivó con la justificación y conclusión que los mensajes del profesor hacia la víctima eran “chistes, bromas y comentarios propios de una amistad, en la que se observa un amplio margen de confianza de ambos extremos”. Con este resultado, se negó cualquier acoso, abuso y relación de poder.
Otro episodio, esta vez en una universidad privada, ocurrió en el 2020 y transcurso de 2021, cuando Juan Carlos Rueda, docente del departamento de Literatura de la Universidad de los Andes, fue acusado de acoso y de comentarios inapropiados hacia sus estudiantes. Por medio de chats de Whatsapp, se pudo constatar que el maestro enviaba mensajes subidos de tono donde discutía temas de índole personal y privado.
Al ser un acoso virtual, es más difícil de identificar y denunciar, pero hay que tener claro que la jerarquía se impone y no es una relación horizontal, y por estar detrás de una pantalla no es que no exista.

Lo qué nos “tocó hacer”
Colectivos de mujeres se han organizado para denunciar y exigir que se reconozca el acoso sistemático hacia las estudiantes, se haga justicia y se creen políticas institucionales. En Santander, instituciones como la Universidad Industrial de Santander (UIS), debido a situaciones de violencia simbólica, psicológica y sexual presentadas en el campus, se han visto forzadas a reevaluar, asumir la responsabilidad y correctivos por la ausencia de herramientas de acompañamiento para las víctimas.
En 2018 se creó un protocolo de atención a hechos de violencia basada en género. Al respecto, la integrante de la plataforma Coordinadora 8M, Daniela Olaya Celis menciona: “Hay buena intención, pero en la práctica siempre se van a presentar situaciones. Existe un tema de presupuesto, de calidad en las atenciones. El primer equipo que conformó el protocolo tenía estudios en género, pero carecía de un enfoque humanista”.
La existencia de un protocolo que vele no solo por atención psicológica de las mujeres afectadas es crucial. Sin embargo, se debe contemplar el desgaste emocional que conlleva el escrutinio público una vez las mujeres se atreven a denunciar. El acompañamiento no es suficiente, cuando el señalar a la víctima es más contundente, mientras que el trato con el victimario es más leve.
La organización estudiantil se ha centrado en actos de justicia feminista. No solo se trata de identificar y escrachar a la persona que causó el daño, sino señalar el contexto en el que estas violencias se generan y buscar medidas preventivas para evitar nuevos actos.
La Corte Constitucional colombiana reconoce que las mujeres denuncian a través de medios no institucionales, porque hay una falta de credibilidad de sus testimonios y también una falta de acción por parte de las instituciones donde se presenta el denuncio. Hay diferentes formas de hacer efectiva esta justicia, entre ellas, el “escrache”. Esta manifestación consiste en exponer al agresor que actúa de forma sistemática y mostrar cómo ejerce poder hacia sus víctimas.
“Presencié las asambleas, las movilizaciones y cómo se visibilizó este tipo de situaciones. Nadie espera un acoso, es difícil reaccionar ante una situación violenta”, cuenta la docente UIS, Lina Constanza Diaz Boada, quien lleva dos décadas en la institución.
Para la mayoría de las víctimas, el sistema de justicia no opera frente a las violencias de las mujeres, si no que las revictimiza. Es por esto, que dentro de los colectivos y organizaciones se ha reconocido el escrache como sistema para visibilizar. Ante el silencio, escrachar es la opción. Referente a esto, Tatiana Amaya Borrero, quien hace parte del Colectivo Aquelarre, afirma: “Este es el papel que se hace desde la justicia feminista: es ponerle nombre, hablar de abuso, hablar de acoso, no es un piropo, es acoso. No es un favor sexual que me pidió el profesor, es abuso. Reconocer que hay un poder que se ejerce hacia mí, por ser mujer”.
De acuerdo con el colectivo Tamboras Insurrectas en su “Guía para el escrache feminista” esta modalidad se da “en respuesta al deficiente acceso a la justicia y los alarmantes niveles de impunidad en los sistemas jurídicos al momento de reparar las vulneraciones a los derechos”. En algunos procesos, las denuncias recogidas y presentadas ante las instituciones se quedan “cortas” como material acusatorio.
Frente a las denuncias, las universidades marginan a docentes para evitar un escándalo que afecte la reputación de la institución. ¿Pero qué cambia realmente para las estudiantes, si las universidades no admiten la responsabilidad del docente y las sanciones disciplinarias no existen?
Las medidas que “toman”
Como el tema definitivamente tiene trascendencia nacional, el Ministerio de Educación, un poco obligado, emitió “los lineamientos de prevención, detección, atención de violencias y cualquier tipo de discriminación basada en género” en las Instituciones de Educación Superior. Con esta medida, se busca fortalecer las acciones relacionadas a la equidad de género por medio de protocolos para que el sector universitario logre construir espacios seguros dentro de su comunidad educativa.
Otras instituciones de educación superior de la ciudad, como la Universidad Autónoma de Bucaramanga, de manera voluntaria, en 2021, decidieron iniciar procesos de investigación que les permitieran reconocer las formas de violencia de género que se pueden presentar en las aulas.
La asesora jurídica del comité de género, Ana Patricia Pabón Mantilla, destacó la importancia de velar porque se cumplan las acciones y planes estratégicos para identificar las violencias y prevenir situaciones de acoso y hostigamiento basadas en género. Por medio de estas acciones, se busca proteger la integridad de las estudiantes y que su aprendizaje no se vea afectado por acciones intrusivas por parte del plantel académico de la institución.
Ninguna universidad está exenta de contar con abusadores dentro de sus aulas. El machismo está en todos los aspectos de la sociedad. No hay que esperar que la bomba atómica del constante rumor verificado explote en nuestras caras.
¿Cuántas denuncias son necesarias para que las instituciones se den cuenta que ya no es rentable hacerse los de la vista gorda?