El recorrido en bicicleta desde el barrio Café Madrid hasta Claveriano (Comuna 1, norte de Bucaramanga) dura aproximadamente 15 minutos. Álvaro Silva Carvajal lo realiza todos los días para llegar a su arenera a las 8 de la mañana.

Se dirige al rancho de ‘Don Santiago’, justo al lado de su lugar de trabajo, y saca de allí tres palas y dos carretillas para iniciar con las labores. Viste pantalones cortos, buzo a rayas que suele remangarse, gorra y sandalias o chanclas.

Así comienza su trabajo, “a echar pala”, dice Silva Carvajal, quien toma rumbo hacia el río Suratá. Lleva 28 años desempeñando el oficio. Recuerda que lo conoció a los 40 por un compañero que lo invitó a trabajar en el río y que en ese tiempo era bueno, pues cargaban hasta cuatro volquetas.

Todo ocurrió entre 1990 y 1998 en una arenera ubicada en el sector conocido como La Cemento, en inmediaciones de Claveriano, donde hoy día permanece a los 68 años de edad. “Ya no dan trabajo en las empresas, entonces, ¿qué hace uno? Toca en esto”, dice Silva.

La arenera o ‘charca’ de este hombre tiene 60 metros de largo. El río Suratá es el que trae la arena en época de invierno, pero la creciente también lo puede dejar sin sustento, incluso, afectar el material, pues el agua trae basuras que lo contaminan.

Es por esto que en su terreno acomodó una fila de bambúes y otras plantas para proteger el arenero y no volver a repetir la experiencia de hace siete años, cuando el río además de llevarse la arena, por poco desaparece el barrio.

En verano la situación es diferente. Al bajar la creciente no hay arena y no se puede trabajar. La espera no solo les roba la calma sino el dinero para el sustento.

“El 2009 no fue un buen año. Cuando no hay arena, la charca queda desocupada. Todo el espacio se llena de piedras y no se consigue ni un grano”, cuenta este hombre.

Es entonces cuando él y sus compañeros se ven obligados a desempeñarse como maestros de construcción o “en lo que salga”, aunque reitera que, por la edad, se le dificulta.

“¿Qué me quedo haciendo en la casa?”

Claudia Patricia Ruiz dice que esta labor no es solo para hombres, cualquier mujer la puede desarrollar. Junto a su esposo, Teófilo Martínez Román, trabaja en la arenera de Álvaro Silva y viven en una finca de la zona. / FOTO LAURA FERNANDA BOHÓRQUEZ

En la arenera de Álvaro Silva también laboran Claudia Patricia
Ruiz Díaz y su esposo, Teófilo Martínez Román. Él cumple dos años sacando arena, ella tres días. ¿La razón?, “para ayudarle a usted un rato porque, ¿qué me quedo haciendo yo en la casa?”, dice la mujer mientras él lleva la carreta con el material que ella ha extraído.

La pareja cumplió nueve años juntos, no tiene hijos y vive en la finca de ‘Don Nelson’, también en el barrio Claveriano. En temporada baja de quehaceres en el río, Martínez se emplea en construcción. “No nos cobran arriendo, nos deja quedarnos ahí para hacerle compañía al dueño del lugar”, dice Ruiz.

Aunque su esposa piensa que ser arenero es pesado, asegura que una mujer puede dedicarse a esto sin problemas. Cuenta que se levanta temprano, hace el desayuno para ambos, deja la sopa lista para los perros, así como el almuerzo. Al lugar llegan a las 7 de la mañana, a las 11 regresan a la finca y retornan a la arenera a la 1 de la tarde.

Antes de sacar arena, lavaban oro en Suratá, una práctica que se sigue desarrollando y que, según Álvaro Silva, consiste en el uso de un ‘canalón’, una tabla larga parecida a un cajón, en el que se introduce el material que se encuentre y se lava hasta hallar fragmentos del metal precioso.

Sin embargo, la práctica ha disminuido, especialmente por la sedimentación que presenta el afluente y el uso de mercurio, elemento prohibido por el impacto que causa en el medioambiente.

Cuando se depende de la demanda

El material que entra a la charca se clasifica por metros cúbicos y está dividido en tres clases: arena fina, pareja y gruesa. La primera está ubicada en la superficie, es suave y brillante.

En construcciones se utiliza para frisar las placas. La segunda, mezcla entre pareja y fina, es utilizada para frisar paredes y muros. La última, que se encuentra al fondo, se caracteriza por llevar piedras y se usa para instalar o “morterear’” pisos y vigas, entre otros.

Un metro de arena equivale a 12 carretas, es decir, 24 costales que se venden entre 18 y 20 mil pesos. Silva explica que el valor se debe a que existen varios puntos de venta en la zona, los cuales compiten a la hora de llegar los clientes.

“Los clientes no solo la compran para el pegue de ladrillo, friso, pegar piso y pulir placas. También se la llevan quienes tienen depósitos para distribuirlas en costales o carretadas”.

En algunas semanas solo logra vender tres metros cúbicos. Recibe 60 mil pesos. Asegura que son pocos los carros que visitan el lugar. Es una espera constante, pues luego de amontonar la arena y clasificarla solo le queda esperar, y si no llega nadie, “hay que esperar”, reitera el vendedor mientras recoge los hombros. “A veces la función es esa, descansar mientras alguien llega y necesita material”.

A las 11 de la mañana retorna a su casa para almorzar y descansar. A la 1 de la tarde está de nuevo en su lugar de trabajo en el que labora hasta las 5 p.m.

Por María Paula Rincón M.
mrincon673@unab.edu.co

Universidad Autónoma de Bucaramanga