Por: María Camila Tapias Bedoya / mtapias691@unab.edu.co
Primer intento
Mucho antes de cantar victoria y aplaudir junto al gentío que se arrumaba en el callejón del barrio, yo ya había hecho un intento en vano de ir un día antes a tantear terreno. Mi misión era narrar lo que sucedería en el «Festival de Graffiti y Cumbia: La comuna 14 está aquí». Tomé mi cámara, una tarjeta SD y una batería del escritorio. Agarré un morral y subí al carro. Durante el camino revisé el mapa una y otra vez: Morrorico, tecleé para encontrarme con un resultado genérico de Maps que a la final sentía que no me decía mucho: “dirígete a la derecha por la circunvalar”. Inicia el recorrido.
En el fondo lo que esperaba era una pista, una mano amiga o una voz fantasma que solo me ubicara: “mira, por aquí es, cuando llegues caminas una cuadra, subes por las escaleras a mano derecha y ahí encuentras al grupo”. Al no tener la solución a mis preguntas, decidí familiarizarme con la música que habitualmente se escuchaba en la comuna: cumbia. Fui desde “Antofogasta de la Sierra” de Lagartijeando hasta “Guajira Sicodélica” del grupo peruano Los Destellos para ir variando. Qué cosas, pensé: “un barrio tan familiar para mis oídos, pero ajeno al resto de mis sentidos”.
Pasados unos quince minutos, ingresé a una callecita angosta. “Has llegado a tu destino”: Maps concluyó el recorrido. Había varios Renault 9 parqueados de lado a lado en la entrada de la vía con el baúl abierto ofertando aguacates, naranjas, plátanos, yucas y limones. En la licorera más cercana, retumbaba, con mucho gusto, el folclor vallenato de Diomedes. Hasta el momento, ni cumbias… ni graffitis. Solo gente trabajando y motorizados saliendo de prisa. Ingreso al barrio y me encuentro con que la callecita resulta ser un embudo donde un carro difícilmente podría pasar. Doy media vuelta como puedo y me voy sin saber nada.
La segunda es la vencida
Tres días después de la operación fallida, la segunda vuelta va acompañada de una pequeña hoja guía: llegar al parque Morrorico y unirme a la ruta organizada para recorrer la comuna. Llegado el momento, ingreso al parque y me encuentro con el reto de subir decenas de escaleras que prometían llevarme finalmente al Festival de Cumbia y Graffiti de la comuna 14.
En el camino, me tope con varias personas, entre ellas un soldado aparentemente solitario, quien luego de una breve pregunta, se limitó a responderme con su tradicional acento militar y sin mirarme. “Suba más que es por allá arriba”. Entre más escalones subía, más me convencía de estar cerca de rascar el cielo. A la expectativa de encontrar lo que tanto buscaba, mi ilusión se desmorona al hallar un grupito de personas reunidas mirando silenciosamente a un sacerdote meditando. Ni las cumbias, ni el graffiti estaban presentes en aquel evento sacro que a mis ojos contrariaba todo lo que mi cabeza imaginaba.
De regreso, el soldado seguía en la misma posición en la que lo había encontrado cuando subí, era inmutable. Molesté con un interrogatorio más o menos riguroso a cada persona que veía pasar. Mis primeras víctimas fueron un par de señoras a las que les interrumpí la foto para preguntarles: “¿dónde está la gente pintando y lo de las cumbias?” Se rieron apenadas y una de ellas me dijo: “baje y siga derecho que ahí los encuentra”. Caminé hasta llegar al lugar por donde había ingresado al parque y otra persona terminó apresada con mi pregunta: “¿dónde está el evento de los graffitis y las cumbias?”. Me repitió la misma instrucción y me indicó que bajara más. Finalmente, me acerco a un grupo de hombres tomando cerveza en una tienda y sin pensarlo mucho me apresuro a preguntarles lo mismo: “¿dónde esta la gente pintando, ¿dónde está la cumbia?” Milagrosamente cambian el discurso y señalan al cielo: “ahí están, suba por las escaleras de colores”.
Claro que ahí estaban. A lo lejos podía divisar a la peregrinación. Una mujer y dos hombres de camisa naranja guiaban la multitud.
Subí rápido para ver si les alcanzaba.
Un evento que se hace con las uñas

Ya en la cima, agotada y con la cara juagada de sudor. El par de hombres con camiseta naranja que había visto a lo lejos se acercan y me preguntan entusiasmados si todo estaba bien. Sin responderles y con una sonrisa más de cansancio y nerviosismo, les devuelvo: “¿aquí es lo del graffiti y la cumbia?”. Se rien. Se miran, Me responden: “Sí, ¿desde dónde viene que no la vimos?”. Les explique mi pequeña travesía. Me hicieron un cumplido por haber hecho el esfuerzo, pero más agradecida estaba yo al encontrarlos y escuchar esas palabras.
Luego del ameno recibimiento, uno de ellos se adelantó, para liderar el grupo. Era Elkín Díaz, quien se subió a una banquita de cerámica para dar unas palabras. La gente lo miró y Elkin con timidez sonreía mientras su compañera le pedía que hablara más duro. “Este es el barrio donde yo me crie. Siempre jugamos acá y veíamos la delincuencia. La acogimos nosotros también…”. Suena el timbre del teléfono que llevaba en el bolsillo. Silencio momentáneo. Lo saca y lo entrega a su compañera. Luego de unas explicaciones, exhala y dice: “trajimos el arte y la música para mostrarle a los niños otras cosas. Construimos esta cancha improvisada porque no nos podíamos desplazar por las barreras invisibles. Con todo este proyecto que hicimos hemos tratado de destruir esas barreras y ya nos podemos desplazar por otros sectores”. La gente, atenta, lo seguía con la mirada. Unas personas sonreían, otras murmuraban y a otras tantas se les entreabría un poco la boca por lo bello e impactante de la historia. Yo, sin duda, soy del tercer grupo.
Luego de la bienvenida de Elkín al barrio, continuamos bajando por las escaleritas de colores hasta llegar a otra parada. Nos recibió un par de músicos que aseguraban ser parte de la Escuela Municipal de Artes de Bucaramanga EMA. Ahí empecé a escuchar las cumbias. Tocaron cerca de cuatro a cinco minutos mientras eran acompañados por otros músicos. Uno tenía unas maracas y otro una guacharaca. Me alegré y mi cuerpo bailó un poco. Ahí fue cuando entendí lo que mi hermano intentó decirme aquel fin de semana luego de llegar del trabajo. Intentó mostrarme las bellezas que se escondían en la cumbia, pero que yo por terca y en ese momento cansada, decidí ignorar.
Bienvenides a “Morro”
Hubo una parada más antes de ver los murales que se habían pintado en días anteriores. Un grupo de niños vestidos de obreros corrían de un lado a otro buscando sus lugares mientras la profesora los animaba a moverse con la sabrosura que lo hacían cuando nadie los miraba. Sonó el redoble de tambores en el parlante y empezó la cumbia otra vez. Los niños se balanceaban de un lado a otro y daban saltos mientras hacían giros y pasos rápidos hacia adelante y hacia atrás, de derecha a izquierda. Mientras bailaban iban buscando unos cubos de pintura que luego iban poniendo el suelo a medida que los instrumentos en la canción ya avisaban de un cierre próximo. Terminada la canción y con los niños organizando rápido los cubos y rectificando, se mueven y dejan ver que en ellos dice “Morro” en diferentes colores. El cierre es una presentación fina hecha por niñas mayores vestidas de negro y lentejuelas plateadas. La gente corre a tomarle fotos a los niños obreros y a las niñas de las lentejuelas. Los actores infantiles estaban inundados de felicidad porque los vieron.

El respeto al mural
El recorrido por los grafitis fue rápido y concreto. Las artistas estaban concentradas en terminar su mural, apenas veían la multitud venir, giraban su cabeza, saludaban, posaban para algunas fotos y continuaban con su tarea. El sol estaba en su punto más alto.
Aquí, hay que precisar que no es común conocer la identidad de los autores materiales de un grafiti o mural urbano. En la comunidad grafitera, el anonimato sigue siendo un asunto sobre la mesa debido a que esta expresión sigue ligada a un comportamiento incívico que sobrepasa los márgenes de la legalidad. Sin embargo, el tiempo y la inclusión del grafiti en el entorno cultural, ha traído consigo una profesionalización y respeto al oficio por su complejidad y atractivo turístico. Esto se ve reflejado a nivel mundial con la incursión de las obras de Bansky en los museos, aunque esta ultima decisión aun resulta controversial para la comunidad de artistas urbanos.
Entre los artistas convocados que estaban pintando en diferentes sectores de la comuna, estaba Pinky, miembro de Tres Perros, colectivo que lleva años en la tarea de promover y organizar eventos culturales en la ciudad. Pinky lleva marcando distintas zonas de Bucaramanga con su personaje de nombre homónimo: un hombrecito de ojos grandes, gorro y camiseta rosada que siempre centra su mirada en quienes están fuera de la pared en la que su autor lo dejó pintado. Entre su ajetreo, cuenta que el evento tardó cerca de tres meses en ser planeado y uno más en ser organizado. Su objetivo es claro: “expresar mediante el arte y la cultura todas esas manifestaciones que representan al barrio como tal, dejando a un lado el conflicto y la violencia que hay de por medio”. Razón por la cual el evento fue realizado en la misma comuna junto con Explora BGA, colectivo que lleva tiempo haciendo recorridos ecológicos en diferentes comunas. Su intención es que el sur de Bucaramanga voltee la cabeza a las montañas del norte.
Una despedida amable y coqueta
La ultima parada que se hizo antes de comenzar con el nuevo circuito del recorrido, fue en un bolsillo de la comuna. Las personas bajaban de sus casas y se arremolinaban mientras los matachines aparecían para dar su espectáculo. Una tarima con instrumentos aguarda a sus músicos. Aparece un hombre que la gente admira y aplaude. Es Richi Oviedo, uno de los artistas más reconocidos e importantes en la escena cumbiera bumanguesa. Inicia su presentación con una bienvenida corta y procede a tocar una melodía muy familiar para mi. La tenía en la punta de la lengua, pero mis ideas iban corriendo de un lado a otro intentando organizarse como los niños vestidos de obreros que había visto paradas atrás. ¡Eureka! Perú vuelve a mi. Era una melodía de Los Wembler´s de Iquitos. Morrro fue real y maravilloso.
