Haciendo el ruedo y fileteando el cambre con el que hace las bolsas que le dan para comer, María Marly Martínez Quintana, una madre venezolana cabeza de hogar, trabaja durante ocho horas en la casa de su abuela en el barrio La Independencia, en Bucaramanga.  Tras la crítica situación en el país vecino, Martínez decidió dejar su patria el 12 de diciembre de 2017 y cruzar la frontera entre Cúcuta y Ureña, junto a su familia.

Durante 17 años, la familia Martínez Lozada mantuvo como sustento un taller de costura el cual contaba con cuatro máquinas industriales y un espacio propio en el barrio San Diego, en la ciudad de Valencia. Esto les permitía comprar ropa, comida e incluso, “compré una casa y un carro en unión a mi esposo Eduardo”, señala María.

Con tan solo dos máquinas familiares y dejando guardadas sus cuatro grandes pertenencias en la casa de su madre, debido a falta de solvencia económica, la venezolana llegó a la capital santandereana con el fin de darle un mejor futuro a su hija Victoria Lozada, quien para esa época tenía mes y medio de nacida. Además, poderle brindar una mejor calidad de vida a sus otros dos hijos, Oliver de 10 años, a quien describe como un niño dulce y travieso, y Stefany, de 16, una adolescente que perdió todo su cabello a los siete años debido a su condición de síndrome de Down, pero no ha dejado de sonreír ni un día desde el momento en que nació.

La partida

Hacía ya 15 meses que María Martínez había perdido un bebé luego de practicarse una cesárea y ahora debía dar a luz nuevamente. Durante nueve meses el embarazo de Victoria Lozada fue de alto riesgo, por tanto, el nacimiento de la niña no podía darse de manera natural.

Actualmente su hijo estudia en el colegio Santander, su hija Stefany se educa en casa y su esposo labora como ayudante de construcción. /FOTO GERALDINE LEÓN

El parto de esta mujer fue costeado con cuatro cremas dentales, una caja de cigarrillos, cuatro tortas y cuatro cafés. “Cuando fui a tener a mi niña en Valencia, los doctores me decían que tenía que parirla de manera natural, simplemente porque a ellos se les daba la gana de atender la cesárea y porque no habían suficientes recursos para el procedimiento. Sabía que si accedía una de las dos iba a morir, así que agarré un carro con mi esposo y viajamos cuatro horas hasta Caracas. Allá los doctores accedieron a operarme y esterilizarme a cambio de darles comida, vicio y cosas para el aseo”, comentó la costurera.

Al ver esta situación y sin poder conseguir leche para la recién nacida, la familia tomó la decisión de dejar todo lo construido durante 15 años y volver a comenzar en una ciudad desconocida y en un nuevo país.  

Coser para vivir

Conseguir trabajo para esta amante de la costura no fue un problema al llegar a Colombia, pero el pago por su trabajo la desmotivó. “Trabajé cerca a la Cárcel Modelo. en la calle 45, pero me pagaban la prenda a 80 pesos la más cara. Después trabajé en una fábrica en la calle 10 con carrera 20 donde confeccionaban ropa de deporte, allí me pagaban 28 mil pesos diarios, llegaba a las 6:30 de la mañana, pero al final querían que trabajara hasta las 9:30 de la noche. Lo último que les dije fue que no trabaja así, porque tenía hijos y un esposo por quien velar, después  de eso no volví a ir”.

Luego de pasar por estos trabajos en los cuales tenía experiencia, se lanzó al “rebusque” como lo hacen los migrantes de su país. “Cuando quede desempleada mi hermano compró una ‘zorra’ y  reciclábamos en la noche. La verdad eso no nos daba; el día que más nos hacíamos nos daba 25 mil pesos, lo dejamos y empezamos a trabajar en los semáforos, ahí fue cuando la esperanza volvió a mí”, asegura mientras hace las costuras.

Mientras vendían caramelos conoció a integrantes de la fundación Entre Dos Tierras, la cual fue creada en agosto del 2017 con el fin de ayudar al exilio venezolano. Una de las dirigentes de la organización llamada Alba Pereira hizo parte a la costurera de los programas de beneficencia que allí se ofrecen. Fue ahí en donde consiguió el trabajo que actualmente le da para que sus hijos no se acuesten sin nada que comer.

Hacer bolsas como sustento

A aunque su especialidad es netamente lo textil, pues trabaja  la máquina plana, la fileteadora y la collarine con las cuales le ha hecho ropa a su bebé e incluso, los uniformes a sus hijos, esta mujer tuvo que entrar en un campo diferente de la costura.

“Un día Alba me llamó y me dijo que necesitaban bolsas para entregar mercados durante cuatro meses a 30 familias. Me pidió una muestra y le gusto, de ahí en adelante soy la que me encargo de hacerlas. En la hechura de cada bolsa tardo 20 minutos y por cada una me pagan 2.500 pesos, son aproximadamente 75 mil pesos por las 30 bolsas mensuales, no es mucho, pero es algo que al menos se que además de ayudarme a mí, les ayuda a mis hermanos venezolanos”, explica.

Las bolsas que María fabrica son lavables y resisten hasta 20 kilos. Las elabora con la máquina familiar que logró traer desde Venezuela y que guardaba en la casa de su abuela, debido a que el sitio donde vive actualmente le pidieron no usar una más sofisticada pues el el cobro de la luz es alto.

Colombia les dio esperanza

Para esta familia de cinco venezolanos quienes viven en una pieza en el barrio La Independencia, cerca al norte de la ciudad bonita, Colombia ha sido un nuevo aire de esperanza para ellos.

“Tenemos el permiso de permanencia de dos años, pero yo les puedo decir que si Venezuela se acomoda no me voy, me gusta mucho este país a pesar de que es caro, acá no hay tanta delincuencia. Se puede salir en la madrugada y no pasa nada. Allá, a la esa misma hora, se escuchan tiros, hay enfrentamientos y atracos”, añade.

También aspira a que las máquinas industriales puedan recuperarse para así conformar un taller en la capital santandereana. “Estamos buscando la manera de regresar a Valencia para recuperar las máquinas, es una esperanza para la familia”, concluye.

Por  Geraldine León

gleon55@unab.edu.co

Universidad Autónoma de Bucaramanga