Jhon Elio José Díaz González es uno de los 8 mil migrantes registrados en la capital santandereana y su área metropolitana, en el proceso de caracterización que adelanta el Gobierno Nacional y Local.

Todos los días, a las 12:15 del mediodía, inicia su jornada laboral. Entra al primer restaurante en el Paseo del Comercio, con la confianza de que esta vez las canciones que entone le van a cambiar la poca suerte que ha tenido hasta ahora y va a obtener no solo aplausos, sino más monedas de las que usualmente recibe.

Mira a todos con unos ojos suplicantes buscando en sus 30 espectadores cautivos algo de atención, y por qué no, comprensión. Él, así como los cerca de 316 mil trabajadores informales que residen en la ciudad, solo espera que le ayuden con dinero para pagarle a Alejandra Gómez, administradora de Sueños en París, los 20 mil pesos que le cuesta pasar la noche en aquella residencia, ubicada en la carrera 21 con avenida Quebrada Seca.

‘Tyburcio’ es su nombre artístico. Canta canciones del folclore llanero y vallenatos, y aunque algunas son alegres, están matizadas por el dejo de tristeza que inconscientemente refleja su voz.

“Buenas tardes gente buena, sin pretensión de incomodar vengo a compartir unos breves minutos musicales con ustedes, con todo respeto, espero sea de su agrado”, dice el hombre de 37 años antes de encender el parlante que utiliza como instrumento para reproducir las pistas de sus interpretaciones musicales.

Sin aplausos, con 300 pesos y un vaso de jugo, salió Díaz González del primer restaurante. “Bueno quedan 11 sitios por visitar, vamos a ver si logro aunque sea reunir lo de la pieza y para dos panes de 500 pesos para la negra y para mí”, expresa luego de un suspiro.

La estadística del registro nacional de ciudadanos del vecino país reflejan que 98.516 son mujeres y 105.285 son hombres. / FOTO XIMENA HERRRERA MONGE.

El amor cruza fronteras

La cita para el encuentro con González Díaz fue en el parque Antonia Santos, el lugar donde la prostitución callejera se vive las 24 horas del día.

Jueves 17 de mayo, 9:20 de la mañana. Habían pasado 20 minutos de la hora acordada y protagonista de esta historia no llegaba; mientras tanto en la zona ocho trabajadoras sexuales de distintas edades esperan a sus clientes, al menos dos docenas de hombres llenan crucigramas, seis niños ven ardillas y tres policías del CAI custodian el área, emblemática en ‘la ciudad de los parques’.   

“Disculpa haberte citado aquí, pero es el sitio más cercano al lugar donde duermo, vamos ‘pana’(amiga), allá están mis negras esperándonos”, dijo al arribar con 40 minutos de retraso. Fue entonces cuando acudimos al encuentro con Desiree Alcalá Díaz y la bebé Amapola Romelia, de un año.

Al escuchar el ‘toc, toc, toc’ en la puerta, la mujer abre la puerta y saluda con una sonrisa. Viven en la habitación 103 hace seis meses.

El primer capítulo de esta historia de amor fue hace 15 años, según lo recuerda la pareja que proviene de Caracas, Venezuela. Sus rostros se iluminan cuando se les pide que cuenten cómo se conocieron. “Me encantó su cuerpo y su color de piel, y todos los días me enamoro más de ella, porque todos los días descubro cosas que me hacen sentir afortunado de tenerla a mi lado”. Más que una declaración de amor, las palabras de Jhon Elio son una sentencia para Desiree que no teme a dar una respuesta cargada de ilusión: “Fue su apariencia física la que me cautivó. Además de ser un hombre atractivo, su trato amable, esencia cariñosa y detalles hicieron que él rápido fuera el dueño de mi corazón”, recuerda mientras amamanta a su hija.

El segundo capítulo en su relato incluye tres personajes más: Jean Kelver, Jhon Elio y Apolonia del Carmen, de 13, cinco y dos años, respectivamente, quienes se quedaron en su país natal, bajo el cuidado de Romelia del Cármen González, la abuela paterna.

Del amor, la pareja salta a la nostalgia. Lo dicen sus miradas. Con un nudo en la garganta dice el padre, “habla tu amor, yo no puedo, no logro hablar de ellos ahora”. Ella sonríe y dice “el ‘Tybur’ (como cariñosamente lo nombra) es más sentimental. Me vine dejando a tres pedacitos de mí, allá, es difícil pensarlos y no tenerlos todos los días, no hay un día en que no quiera irme a Venezuela, el simple hecho de morir por abrazarlos”.

A pesar de la tristeza que se siente en aquella habitación, Jhon no puede aguantar mucho tiempo e interviene: “mi mamá me cuenta que Apolonia juega con un teléfono y habla con un interlocutor imaginario. Dice que su mamá se vino, que la dejó allá a ella y a sus hermanos llorando, que sus papás están en Colombia y ellos sufriendo aquí (Venezuela)”.

Hace un año los niños González Díaz se despidieron de su padre. Los abrazó y con la voz entrecortada anunció que les tenía algunas noticias. Mientras sus miradas inocentes se anclaron en el rostro del padre, este les explicó que iba para Colombia donde podría buscar sustento para la familia. Cuatro meses después se despidieron de su mamá.

La angustia de una familia inmigrante

El primer reporte del proceso de caracterización para venezolanos adelantado en Bucaramanga muestra que, de las 203.000 personas inscritas, cerca de 53 mil aseguraron tener ingresos económicos gracias a un empleo no formal.

Desiree Alcalá Díaz está dentro del conteo mencionado. Si bien su profesión es ser estilista, especializada en cabello afro, no puede ejercerla en Bucaramanga por falta de oferta. Entonces, cambió sus tijeras y peines por una caja de chicles que oferta en un semáforo.

“Todavía me cuesta acostumbrarme, nunca imaginé tener que salir con mi hija en brazos a rogarle a la gente que me compre un chicle para poder comer y enviarles dinero a mis otros hijos”, cuenta ella con un tono melancólico.

“Generalmente desayunamos y almorzamos un pan de 500 pesos y una avena y a mi hija casi siempre le regalan una sopita”, remata su esposo. Y la mujer complementa, “cada dos días tratamos de enviar 15 mil pesos para que los niños puedan comer”.

A corto plazo su meta es lograr reunir 700 mil pesos para poder ir a ver a sus hijos a Caracas y estar tranquilos, al menos 15 días, disfrutando con los niños. “Le dije a ‘Tybur’ que en julio sí o sí me voy a verlos, ellos necesitan a su mamá y no aguanto, la depresión suele arrastrarme y por más que intento ser fuerte mi sentimiento de madre me deja como una hoja al viento”, acota Alcalá Díaz.

Por Ximena Herrera Monge

sherrera380@unab.edu.co

Universidad Autónoma de Bucaramanga