Por Laura Perilla Ramírez
lperilla@unab.edu.co

Después de 33 años sigue en su memoria el recuerdo de su pueblo y en su casa guarda un trozo de roca de parque Fundadores, ese que recorría todos los domingos para llegar a misa en la iglesia San Lorenzo. Para Janeth Ramírez Enciso, el dolor de la tragedia de Armero sigue fresco, como si esta hubiera ocurrido tan solo ayer. Sin embargo, el paso de los años le ha recordado lo valiosa que es la vida, y las sonrisas de sus dos hijos le han dado la fuerza para evitar la soledad y el olvido.

“Armero, ciudad de luz”, como fue plasmada en los versos del maestro Fabio Castro Gil y su hija Elena Patricia Castro, era un importante centro agrícola, productor de algodón, café y arroz, reconocido por los alfareros y la industria de gaseosas “La Bogotana”. Ubicada a 47 kilómetros de la capital del departamento del Tolima (Ibagué), fue arrasada el 13 de noviembre de 1985 por una avalancha de 350.000 millones de metros cúbicos de lodo, árboles y rocas que, en 47 minutos, acabó con la ‘ciudad blanca’ y la vida de aproximadamente 30.000 armeritas, entre ellos, la familia y amigos de Janeth.

Entre colinas de plata

Ella vivía en el barrio Yavid, ubicado en la calle 17, era una zona tranquila. Cerca de su casa pasaba una acequia, donde se bañaban y hacían paseos en familia los fines de semana. Recuerda que eran un hogar humilde, una vivienda de una sola planta y en una misma habitación, adornada por una ventana, estaba un palo atravesado para colgar la ropa, una pequeña mesa que hacía el papel de comedor, la máquina de coser: el lujo más preciado de su mamá, y tres camas. Ella y su hermano Ricardo tenían cama propia, mientras que su hermano Fernando, a quien ella denominaba “mi niño grande” por su discapacidad cognitiva, la compartía con su mamá, Daysi Enciso.

La casa también vivía su tía Odilia González y Hernando Rodríguez, un primo. Al salir de la habitación, al lado izquierdo, había una estufa de petróleo con dos puestos y a unos 50 pasos de distancia estaba, al aire libre, un baño y la ducha, “esas que tienen un chorro de agua fría”. También había una alberca grande, que solo se podía llenar a la mitad porque si se pasaba un poquitico, la tía Odilia se ponía brava.

Ricardo, hermano de Janeth Ramírez Enciso, días después de la avalancha junto a una de las cruces que pusieron en honor a sus familiares. / FOTOS ARCHIVO PERSONAL FAMILIA RAMÍREZ

A una calle (la 18 con 73) vivía su papá, Gerardo Ramírez, quien años atrás se separó de Janeth y conformó otra familia: tres hermanos menores; Rolando, Adriana y Mónica Ramírez Pinto; y su nueva pareja, Helena Pinto. En el barrio El Mango, al otro lado del pueblo, vivía uno de sus amigos más cercanos. Reconocido en el pueblo como “avispa”, Héctor Santos Ríos, más adelante la ayudó a reconstruir lo que fue la noche del 13 de noviembre. Él compartía su vivienda con Dora Torres, su hijo recién nacido, Joan, y su esposa de ese entonces.

Días antes a la noche del 13 de noviembre, Janeth salió con su madre y Fernando a dar un paseo por las calles de Armero: “Caminamos por el estadio, bajamos por el parque infantil (barrio donde vivió su niñez y adolescencia), hablamos un rato y nos reíamos mucho, ella me dijo que llevaba muchos años sin pasar por ese lado y yo respondí: jum, ni que estuviera recogiendo los pasos… y al parecer así fue”.

Un día antes de la tragedia, recuerda que hacía mucho calor, más del normal. Llevaba algunos días de vacaciones y su mamá la envió a Ibagué para buscar una casa ya que los planes de mudarse venían de tiempo atrás. “Ella no despreciaba su pueblo, pero se quería ir, sentía que algo malo iba a pasar”.

Antes de salir de su casa, tuvieron una conversación que recordará para siempre:

–No ponga la bufanda así en el bolso que se le va a caer.

–¡Ay, no canse, mami! Eso no se cae.

Después de un fuerte abrazo, la acompañó hasta la puerta y se quedó mirándola mientras se alejaba. Cuando Janeth iba a doblar la esquina, escuchó el llamado de su mamá quien la alertaba porque se le había caído la bufanda. A sus 19 años, le dijo adiós por última vez, mientras sonreía y movía su mano en son de despedida.

Cielo de esmeralda, una nube se dilata

Estas imágenes hacen parte de los recuerdos que Janeth conserva de su familia antes de la tragedia./ FOTOS ARCHIVO PERSONAL FAMILIA RAMÍREZ

A las 3:05 de la tarde, del 13 de noviembre de 1985, la ceniza empezaba a cubrir la ‘ciudad blanca’ de Colombia. El miedo, la incertidumbre y el desasosiego se apoderaban de los habitantes. Para Héctor Santos Ríos, quien se desempeñaba como secretario de la Oficina de Planeación en Armero, no era normal lo que pasaba: “Era raro porque en Armero nunca caía ceniza”. Para otros armeritas, como Dora Torres, la ceniza que caía, era fina. Sin embargo, la voz de calma del padre, en la iglesia San Lorenzo tranquilizó la situación: “Decía que no nos asustáramos, solo que nos teníamos que cuidar con un trapo húmedo por si había olor a azufre, y ya, estar tranquilos”.

 

Días antes, el presidente Belisario Betancur, y el ministro de Minas de la época, Iván Duque Escobar, pedían calma a los habitantes; para ellos era “apocalíptico y dramático” invertir en alarmas preventivas por el costo elevado que tenían. Tampoco buscaban que los armeritas emigraran de la ciudad y vendieran sus predios, ya que la economía del municipio y el país se vería comprometida.

Después del panorama que se presentó en la tarde, a las 6:00 p. m. cayó una llovizna, lo que para algunos fue el aviso de que algo malo pasaría. Pese a esto, Héctor se sentó a tomar aguardiente con sus compañeros en la esquina del parque Fundadores, donde María Jesús.

A las 11 de la noche el pueblo quedó en completa oscuridad (la avalancha que empezaba a descender, ya había arrasado con los transformadores de luz). Héctor se dirigió a su casa y se acostó a dormir. A los minutos escuchó voces que lo despertaron: “¡Se vino el Lagunilla!”. Se levantó con la intención de ir a ayudar a las personas en la acequia (esa que quedaba cerca a la casa de Janeth) porque estaba la posibilidad de que esta creciera y se debía alejar a las personas de 100 a 200 metros de la zona.

Estas imágenes hacen parte de los recuerdos que Janeth conserva de su familia antes de la tragedia./ FOTOS ARCHIVO PERSONAL FAMILIA RAMÍREZ

Lo máximo que esperaban los pobladores era una pequeña inundación por la acequia. Héctor salió de su casa en pantaloneta y botas, pero la presencia del agua, lodo, rocas, ceniza y lava no se hicieron esperar. Su vecina Dora Torres lo montó en una camioneta junto a su hijo y esposa que lo dirigieron a Morroliso, un sector alto cerca del cementerio donde la avalancha no generó ningún estrago.

Dora Torres no corrió con la misma suerte. Salió con su esposo para intentar huir de la avalancha, mientras se escuchaban gritos, llantos y en el ambiente el sonido de un “monstruo de lava y barro” que se acercaba, adornado por las voces de una de sus vecinas, quien ya resignada decía: “hasta aquí llegamos, hermanos”.

En un lapso de 40 minutos, no recuerda cuántas veces se hundió, tampoco los gritos y las ganas de vivir que tenía; no sentía dolor físico. Lo último que quedó en su memoria de esa noche antes de perder la consciencia, fueron las personas que estaban a su alrededor, entre ellos su esposo.

Tu pecho que tiene forma de cruz

Al amanecer, Héctor divisaba desde Morroliso el playón en que se había convertido Armero. Las personas traían de vestimenta una capa gruesa de barro porque la avalancha también se llevó su ropa. Algunas personas quedaron enterradas en el lodo y otras que esperaban en el techo de las casas estaban en pie, clamando por ser rescatadas.

A las 6:00 de la mañana, Ibagué y el mundo se despertó con la noticia de que el municipio había sido arrasado por el “León dormido” (Nevado del Ruiz). Ricardo, el hermano de Janeth, hablaba con sus cuñadas en un tono de voz bajo, ellas le decían que llamara a Armero para averiguar qué estaba pasando realmente, ya que lo que estaban escuchando en la radio era confuso para ellos. Cuando llamaron, la respuesta fue nula, no había recepción telefónica en el lugar. Todo se volvía cada vez más desconcertante.

Aspecto de lo que quedó de Armero después de la tragedia del 13 de noviembre de 1985. Ese día, la avalancha cobró la vida de cerca de 30 mil personas. / FOTOS ARCHIVO PERSONAL FAMILIA RAMÍREZ

En la casa donde se estaban quedando, el equipo de sonido tenía el volumen muy alto, sintonizaba el noticiero y era el momento de la entrevista que le hacían al piloto que sobrevoló Armero, Fernando Rivera. Janeth salió de su habitación y desconcertada preguntó a todos sobre qué había pasado en su pueblo.

 

Nadie le respondía, pero todo pasó en cuestión de segundos. Volvió a preguntar: “¿Qué pasó en Armero?”. En ese momento, sucedió como si ella tuviera la conversación con el piloto que estaba hablando con el periodista Yamid Amat: “De Armero no queda nada, no se ve la cúpula de la iglesia San Lorenzo”. Su reacción fue preguntar de nuevo. “¿Qué?”, el piloto repitió: “De Armero no queda nada”. Antes de que su mundo se disolviera por completo, sus palabras fueron: “¡Dios mío, mi mamá no!”

Silencio. Mente en blanco. La última imagen de su progenitora en su cabeza. Desconcierto. Despertar. ¿Será una pesadilla?

Cuando Janeth despertó, veía que su hermano se estaba alistando para dirigirse al pueblo y conocer realmente qué estaba pasando. Miedo. El miedo consumía a los dos hermanos, a Ricardo porque no sabía con qué se encontraría y a Janeth porque no quería perder también a su hermano, sin saber realmente cuál había sido el destino de sus demás familiares.

Tres días pasaron sin saber nada de su hermano. Se dedicó a buscar a su mamá entre los heridos que llegaban a Ibagué. No pasaba, nadie le daba razón. El dolor en su corazón se hacía cada vez más grande y hoy, entre lágrimas lo recuerda: “Lo más duro era perder la esperanza cada vez que se bajaba la última persona del bus y no era ella”.

Del desespero de no tener razón de ninguno de sus familiares, viajó a Armero, pero el paso no era permitido. Todavía era peligroso pasar por allí, estaban realizando los rescates y el piso estaba lodoso. Logró llegar a Lérida, ese día llevaba unos tenis prestados, eran de hombre, le quedaban grandes y esto le costaba más al caminar. El calor predominaba y se mezclaba con la angustia y el desespero de no tener razón de nadie y de ver el panorama que se iba dibujando cada vez que parpadeaba. Fosas, muertos, lágrimas, sollozos, brazos, piernas, troncos, cabezas y demás partes del cuerpo sueltas, sin su dueño. Muchos eran papás, hermanos, hijos y esposos. Su vida quedó resumida en una fosa donde permanecieron abrigados por las capas gruesas de lodo.

Se descompensó, duró varios días sin comer, se dedicó a ayudar a los heridos. Cada cosa extraña que le pasaba, pensaba “cuando me encuentre con mi mamá, se lo voy a contar”.

Aspecto de lo que quedó de Armero después de la tragedia del 13 de noviembre de 1985. Ese día, la avalancha cobró la vida de cerca de 30 mil personas. / FOTOS ARCHIVO PERSONAL FAMILIA RAMÍREZ

Venas de alfarero

Después de los meses y años trágicos, se puede decir que Janeth, Héctor, Dora y los personajes que pasaron por este escrito, encontraron su lugar de calma. Los recuerdos de su pueblo están plasmados en su memoria y los transmiten a sus hijos por medio de historia.

Los armeritas tienen su encuentro cada 13 de noviembre, lo hacen en el parque Fundadores, aquel que se logró destapar al año de la tragedia. Héctor Santos Ríos y los demás ayudaron a reconstruirlo con ayuda de algunas entidades del Gobierno de Guayabal y Lérida (municipios que acogieron a los sobrevivientes), también con implementos que prestaban diferentes entes particulares.

Las calles y lugares que hoy se encuentran en el denominado Campo Santo, se fueron destapando con lo que recordaban sus habitantes. La cruz que se puso para la visita del papa Juan Pablo II (cuando besó el piso del pueblo, el 6 de julio de 1986), se ubicó alejada del centro del parque, pues en se momento era difícil identificar los sitios tradicionales del municipio.

“Parque a la vida” es el nombre que recibió los Fundadores, aquel que hoy día se llena de turistas y donde Janeth en uno de los aniversarios se encontró con algunos de sus vecinos, compartieron anécdotas y recogió una piedra pequeña que guarda en uno de sus cofres. Cada 13 de noviembre se realiza una misa y después de esto llega el momento simbólico de la jornada, la caída de rosas sobre el pueblo que se lanzan desde una avioneta.

Con el objetivo de que las personas que visiten Armero pasen por Guayabal, se construyó el Centro Conmemorativo ‘Omayra Sánchez’, en 2013, bajo el marco de la ley 1632 Honoris Armero. Hernán Darío Nova, su director, ha estado comprometido con el manejo de esta institución: “Fue creada para la recopilación y difusión de la historia de Armero y también para la promoción y difusión de la cultura de la prevención del riesgo de desastres”.

Omayra Sánchez fue una de las víctimas de la avalancha, tenía 13 años y permaneció tres días atrapada entre el lodo y los escombros de lo que fue su casa. Los intentos por rescatarla con vida fueron infructuosos. Murió el 16 de noviembre de 1985 y su rostro se convirtió en el símbolo de la tragedia.

A la fecha, los sobrevivientes y pobladores siguen luchando por ser reconocidos por el Estado colombiano y que se tengan en cuenta estrategias de prevención de desastres, ya que no se está preparado para otra tragedia de esta magnitud y no dejar que el “León dormido” vuelve a despertar y se lleve nuevas vidas.