Frente a la pantalla del cine, el espectador escucha la voz pausada de Daniela Abad Lombana que cuenta la historia de Tito Lombana Piñeres, un hombre con el que tuvo contacto solo una vez, a sus 11 años, y cómo dos décadas después, a través de los relatos familiares, se dejó llevar y conmover por lo que este fue, una especie de pez de colores, como los que se ven en el mar Caribe: enigmático, escurridizo, ágil y cautivador. También por lo que este hizo, nadar en contra de la corriente, con su rebeldía y picardía a cuestas, que le permitieron sonreír cuando el resto solo podía llorar al intentar descifrarlo y conocer sus secretos.

Todo ocurrió en una época en la que la sociedad colombiana se dejaba abrazar y deslumbrar por la ‘vida fácil’ que ofrecía la economía del narcotráfico, años en los que se creó la división entre clases sociales que, incluso, hoy día, aún se culpan, se discriminan y debaten entre si fueron víctimas o victimarios, como asegura la documentalista.

Quedaron varios interrogantes en su vida, asegura Abad al otro lado de la línea telefónica. Contar la historia de su abuelo materno, artista cartagenero y escultor de los primeros ‘Zapatos viejos’ que tuvo esa ciudad, también la puso en la tarea de preguntarse cuánto daño le hizo el narcotráfico a Colombia y cómo destruyó las relaciones familiares y amorosas entre esposos, padres e hijos, como ocurrió en la suya. Sin embargo, como lo expresó en su entrevista para Periódico 15, la satisface el hecho de saber que “The smiling Lombana”, su segundo largometraje, no ha causado rechazo en el público y menos hacia su familia.

Después de “Carta a una sombra”, inspirado en el libro “El olvido que seremos”, de Héctor Abad Faciolince -su padre-, y que contó la vida de su abuelo paterno, el médico y defensor de Derechos Humanos, Héctor Abad Gómez, la directora se une con su amigo y productor Miguel Salazar para llevar al cine la historia de su abuelo materno, Tito Lombana Piñeres, quien además, como lo muestra en esta producción, se convirtió en el diseñador de casas y caletas para narcotraficantes y fue detenido en una cárcel de Estados Unidos por tráfico de drogas.

Su familia no supo detalles de lo ocurrido y por esto, en medio de la sorpresa y la indignación, la historia de este hombre se convirtió en un tema del que no se hablaba.

¿Cómo fue el proceso creativo previo a la producción del documental?

Fue una película que se me ocurrió cuando estaba todavía en la universidad. Inicialmente, lo que buscaba era hacer un corto de ficción e investigando la historia me acordé de la única vez que conocí a mi abuelo -Tito Lombana-, la tarde que pasé con él y el sobre de dólares que nos entregó al final.

Con la intención de saber un poco más sobre quién era y pensando en el corto de ficción, empecé a hablar con mi mamá, mi tía y mi abuela. Me empezaron a contar la historia y me di cuenta que podía adaptarse al documental. También porque los personajes estaban vivos y eso es tentador. Me pareció que era un personaje fascinante, cinematográfico, detrás había una historia increíble de un hombre que podía ser la metáfora de un país.

Fue algo que hice en paralelo a “Carta a una sombra”, con Miguel Salazar. Nos ganamos una beca para seguir investigando y luego nos ganamos otra de producción. Ese proceso duró tres años, pero desde que surgió la idea tardó unos cinco.

¿Cómo logró conciliar con su familia para contar la historia cuando desde el principio su mamá y abuela rechazaron la idea?

Mi mamá nunca accedió, pero es la persona que me entrega el archivo fílmico de 8 y 16 milímetros que es la mitad de la película, y siempre he creído que, a través de eso, de alguna manera, me dio el premiso de hacerlo, aunque no apareciera. Con mi abuela (Laura, la esposa de Tito Lombana) sí fueron muchas conversaciones en las que no quería, me decía que tenía miedo, que la historia no les parecía relevante para los espectadores, que cuál era el interés.

Al final también me ayudó. Para mí el personaje sí tiene importancia porque fue ver cómo vuelve el arquetipo de una sociedad y cómo mi familia fue el ejemplo de muchas familias colombianas. Esto sucedió en un momento que creo fue clave para la historia de Colombia, y del que poco se ha contado.

¿Era la primera vez que se acercaba a las fotografías y el archivo fílmico sobre su abuelo o lo había visto antes?

Veíamos las películas de cuando mi mamá y mi tía eran niñas. Solo me fijaba en ellas, nunca en Tito, fue después que me di cuenta el valor que tenía para mostrarlo a él. Otra cosa que me parecía fascinante de ese archivo era que daba a conocer otra época de Colombia, porque no existe mucho archivo de los años 50 y 60 de nuestras ciudades, era poco común tener una cámara de cine en esa época.

Daniela Abad Lombana, directora y guionista de “The smiling Lombana”, y Miguel Salazar, productor de esta película. El documental inauguró el Festival de Cine de Cartagena (Ficci), en 2018, y ese año también estuvo en el Festival de Cine de La Habana. / FOTO CARLOS TOBÓN

¿Qué tipo de debates dio en la intimidad antes de lanzar el documental? ¿Lo hizo sola, acompañada, la asesoraron?

Trabajé de la mano de Miguel Salazar, que es el productor de la película, y también trabajé con Daniel Villa que me ayudó en parte en la investigación. Su figura fue importante en el proceso de escritura previo a las filmaciones, porque es mi mejor amigo, es documentalista también, tiene más conocimiento que yo. Hablé con Andrés Porras. Cuando nos sentábamos a editar en realidad nos sentábamos era a filosofar, a preguntarnos sobre Tito, lo que sentía, lo que pasaba en Colombia.

Las reflexiones que salen en la película son reflexiones que yo escribía, unas cosas eternas, unos ensayos, que me parece los hubiéramos podido recortar un poco más.

¿Se dejó llevar por lo que le ofreció la historia y el relato de los protagonistas, o dio giros de forma voluntaria?

Como mucha gente me dijo que no, mi mamá y mi abuela no querían salir, entonces la manera que encontramos con Miguel de narrar la historia fue involucrándome. Sabía que la película tenía que reflexionar, más que un documento histórico, quería que fuera una reflexión histórica. No me gusta hacer cosas complejas que solo pocas personas entiendan, me parece que el cine debe ser democrático en ese sentido.

El espectador puede salir bravo y decir “por qué me estás diciendo todo lo que tengo qué pensar, por qué no me dejas elaborar solo”; ese puede ser un defecto que tiene la película, pero para mí sí era importante que la gente reflexionara sobre lo que yo quería que reflexionara. Me parece que cuando intervengo no estoy exigiendo. La idea era generar una conversación que no fuera hermética, sino que todo el mundo se involucrara y pudiera conversar conmigo.

Del documental llama la atención la decoración y caletas construidas por los narcotraficantes y mafiosos en casas de Medellín, y que ustedes utilizaron como metáfora para contar el trabajo que hizo Tito Lombana. ¿Qué hubo detrás de esta búsqueda?

Por lo que sé y me contaron, él hacía casas en muchas partes, incluso, en la Costa. Lo contrataban porque hacía caletas en esculturas y existe el mito que en algunas aún hay dinero o droga. Nunca pude conocer ninguna de las casas de Tito porque fueron destruidas o pertenecen a personas a las que no tuve acceso. Por ejemplo, la última casa donde él vivió, que fue a donde fuimos a visitarlo, se la regaló a la empleada doméstica de toda la vida y ella nunca quiso hablar conmigo.

Supongo que pensó que le iba a reclamar el apartamento (risas). Para mí fue difícil acceder a su historia, muchas personas no me dejaron acceder y tampoco me dejaron sacar esa información en la película. La casa que filmamos como metáfora de toda esa estética de la violencia fue la de Carlos Castaño, en Medellín, que sirvió como metáfora de esa ética pervertida.

Para las grabaciones del documental, el equipo se desplazó hasta Carrara, Toscana (Italia), para recoger el testimonio de personas
cercanas a Tito Lombana. / FOTO SUMINISTRADA

¿Qué es para usted la estética de la violencia?

Hablando con Alonso Salazar hubo una discusión entre si existe o no una estética mafiosa, y él decía que ese es un juicio que podría ser despectivo y clasista, porque muchas veces se atribuye esa estética a personas que no tienen buen gusto o a personas que vienen de clases sociales humildes. En eso estoy de acuerdo, pero mi teoría en la película es que sí existía una estética mafiosa. A la conclusión a la que llegué después de conversar con Alonso es que se puede hablar de una estética de la violencia.

¿Dónde está la obra de Tito Lombana?

Buscamos durante mucho tiempo el San Sebastián que fue con la que se ganó el IX Salón Nacional de Artistas (1952) y nunca logramos localizarla. Al parecer alguien que vive en los Estados Unidos, en Miami, la compró, pero nunca logramos llegar a esa persona. Los ‘Zapatos viejos’ (Cartagena) ya no existen; los que están ahí son una copia. Mi familia tiene algunas esculturas de Tito, bustos y retratos en arcilla. Recuerdo que cuando era niña teníamos en la casa una escultura de él en mármol, y eso también se perdió. Hay dos personas en Cartagena de esa élite que lo acogió y lo apadrinó que tienen todavía sus esculturas.

Es una obra que está regada, es muy poca. Su imagen de artista cuando empezó, que era prometedora, se fue desvaneciendo, también porque él lo quiso. Se dedicó a hacer otras cosas que se pueden considerar arte, pero que él no consideraba así; el se consideraba más un artesano que un artista.

¿Le han hecho alguna crítica a su familia por la relación que tuvo su abuelo con el narcotráfico?

La película no genera rechazo hacia Tito, ha despertado más nostalgia y curiosidad. El personaje de Tito tiene encanto, es por un lado atractivo y cae bien por su picardía, y uno se vuelve cómplice de él. Me habría encantando conversar con Tito, tomarme un trago, y hablar sobre su vida. Al parecer era muy rebelde en sus posiciones, estoy segura que era una persona que no pensaba igual que el resto de la gente, le gustaba generar polémica y decir cosas que iban en contra de lo tradicional.

Los textos que usted escribió para este largometraje y que el espectador escucha en el transcurso de la película muestran otra faceta de su vida, la de escritora. ¿Tiene en mente serlo?

Me gusta escribir, lo encuentro agradable, y estoy acostumbrada a hacerlo, porque toda la vida he escrito diarios, y es la manera en la que saco muchas conclusiones. No soy tan buena lectora, soy mejor cinéfila, pero ojalá me contrataran para hacer algún trabajo periodístico, me encantaría.

¿Qué tan diferente es la Daniela que comenzó con esta historia a la que la concluyó?

Los cambios han sido más desde el punto de vista laboral, y cómo
enfrentarse y los procesos que pueden seguir. Aprendí la paciencia;
en el cine y la vida es muy importante cierta lentitud a la hora de hacer las cosas, con rigor y calma. Creo que el cine necesita de mucho tiempo. Sacar una película en un año, no sé si se lo recomendaría a alguien. Esta me enseñó que no hay que tener afán.

¿Contribuye su película a la construcción de memoria de la guerra que durante décadas ha vivido este país?

Creo que las películas colombianas sí están cercanas a construir memoria, y tenemos que hablar de lo que nos avergüenza para hacer memoria. También estamos aprendiendo que, para que a la gente se le queden las historias, no es suficiente con hacer un documento, es necesario emocionar. Uno aprende a través de la emoción, y no solo de la información. La información pasa primero por el corazón y luego por las tripas.

Por Xiomara K. Montañez M.
xmontanez@unab.edu.co

Universidad Autónoma de Bucaramanga