A los diecinueve años, un campesino chucureño llamado Joaquín Blanco Calderón viajó hacia Egipto. No iba de excursión, lo hacía por trabajo: era soldado. La noticia de su viaje le llegó durante su patrullaje habitual en la vereda Palestina, en San Vicente de Chucurí, como si el destino lo conectara con el Medio Oriente. Recuerda emocionado cuando memorizó las instrucciones, aún se las sabe, las enuncia una por una.
Debía llegar al Batallón “Coronel Luciano D’elhuyar” en el menor tiempo posible. Para 1994, el sector que custodiaban Blanco Calderón y sus compañeros era zona roja; había presencia del Ejército de Liberación Nacional (Eln). A sabiendas de que podía quedar atrapado por el enemigo, prefirió persignarse y bajar a su destino, la selva tupida lo esperaba. Burlando toda trampa rival, reconoce con cierta gracia, que no fue mucha la demora: tardó cinco horas en llegar. “Menos mal estaba cerquita”, asiente con cierto tono de ironía.
Luego de los trámites, estaba listo para conformar el relevo número 50 del Batallón Colombia Nº 3 en la península del Sinaí, lugar custodiado por las Fuerzas de Paz, ejércitos del mundo coordinados por la Organización de Naciones Unidas (ONU) que garantizan el cumplimiento del acuerdo de paz firmado en 1982 entre Israel y Egipto.
Orgulloso de esta experiencia ostenta dos menciones de honor por su participación destacada en la misión. Los diplomas están enmarcados y reposan en las paredes de la sala. En pocos días serán acompañados por el diploma de bachiller de su hijo mayor.

Blanco no olvida ese ‘viaje’. Para él fueron ocho meses de enseñanzas personales, más que militares. Allí padeció las inclemencias de los 50ºC del desierto. Mientras recrea esas escenas pasa, con cierta rapidez, ese trago amargo: “Fue difícil, en esos calores y no había ni un árbol para tener una sombra”.
En ese momento lo embargó la nostalgia por su país, pero específicamente, por la finca en la que nació y creció. Tenía grabado en su mente cada rincón de las 7,5 hectáreas que componían la parcela de sus padres. Desde entonces tiene claro que su vida está en el campo.
En esos pasajes trae a colación su infancia. Cumplidos los 12 años de edad se le medía a las labores del campo. Recuerda cuando, por órdenes de Urpiano, su padre, y en compañía de su hermano, tumbaba los árboles nativos para extender los cultivos de lulo criollo. Con cierta parsimonia comenta que su entretención de niño era correr por los bosques y “bajarse” uno que otro pájaro que merodeaba la zona. Sin querer se convirtió en una biblioteca andante de la fauna y la flora de la zona norte del hoy Parque Nacional Natural de los Yariguíes.
Siendo un niño, estaba lejos de creer que en 2005 el sector en el que se divertía y trabajaba se convertiría en zona de protec ción forestal. No dimensionaba sus actos. “En ese momento no éramos conscientes del daño que estábamos causando”, sostiene Blanco Calderón, en un momento de confesión y perdón con la naturaleza. Es aquí donde pasa a ser un campesino consciente que trabaja desde las 4 de la mañana en su finca, apostándole a los cultivos sin químicos, buscando la manera de hacer armónica su estancia en la tierra.

El día que vendió la finca
Diez años después de haberse casado con Elizabeth Hernández, terminó de pagarle la finca a don Urpiano Blanco, su padre. El hogar de los Calderón Hernández era un remanso de tranquilidad hasta que la ola invernal de 2011 los dejó sin vías de acceso. Aunque eran caminos de herradura, la fuerza de las quebradas borró todo rastro de carretera. Consciente de las dificultades, junto a su esposa decidieron reflexionar sobre su futuro y el de sus dos hijos: Jonathan y Duván.
La decisión estaba tomada; los Blanco Hernández fueron los primeros en vender su finca a Parques Nacionales de Colombia, en la zona norte del Parque de los Yariguíes. Su parcela representa el 0,00012 del área total del Parque, pero ese no es su máximo aporte. Aunque para unos pueden ser 7,5 hectáreas que poco le suman a las vastas 59 mil, el valor simbólico que tiene para Joaquín es saber que fue la tierra de su padre, que allí vio crecer a sus hijos, que en ese lugar inicio del romance con su esposa. Nada de esto se puede medir en hectáreas. A Joaquín le va mejor con gestos: frunce el ceño como ahuyentando el llanto.
Reparar el daño
Como parte del plan de compensación ambiental, Isagén -empresa privada debía responder por los daños causados en la construcción de Hidrosogamoso. Para cumplir esta meta fue necesario la articulación de oenegés, Parques Nacionales y empresa privada, pero sobre todo el aporte de los campesinos; el conocimiento empírico que tienen quienes habitaron este sector.
Con cierta frescura, admite su sapiencia sobre árboles y especies animales del sector; conocía cuáles se habían tumbado para ampliar los potreros y sabía de primera mano, cómo era la topografía del sector, qué plantas eran las que más talaban. De algo habría de servirle el ingenio que tenía en su infancia para asignarle nombre a lo que, según ellos, no tenía. “Nosotros ya sabíamos qué especies eran las más perjudicadas. Nos colaborábamos con la bióloga. Así fue más fácil recoger semillas”, sostiene mientras recuerda emocionado las largas jornadas de trabajo.

Germán Camargo Ponce de León, director técnico de la fundación Guayacanal, quien fue uno de los encargados en liderar el proceso de restauración, cuenta que el aporte de los campesinos fue vital. Tanto así que le dio el título ad honorem de científico a Joaquín, el hombre que entendió el equilibrio entre la naturaleza y el ser humano. Ese mismo personaje que causó daño a los bosques con sus hachazos, entendió la trascendencia de preservar el hábitat. Hoy trabaja para ello.
Un nombre a la medida
Desde la cabecera municipal de San Vicente de Chucurí hasta la nueva finca de los Blanco Hernández llamada Vista Hermosa, hay cuarenta y cinco minutos de recorrido en carro. Una vía angosta y lisa con plantas de cacao y arrayanes a los costados, trazan la hoja ruta hasta la finca. Un camino empinado abruman a los aventureros que intentan subir a pie. Parece mentira o exageración, pero es cierto: vale más llegar en taxi –un Renault 9 modelo 82’– que pagar un pasaje en bus intermunicipal de Bucaramanga a San Vicente de Chucurí. Menos mal la finca queda en la vereda ‘Centro’.
En un desvío súbito está la entrada de la finca. Como primera línea de defensa sale ‘Lu’, el perro de la casa, criollo, alto con orejas largas. Justo antes de ingresar, una orquídea que está a punto de florecer capta la mirada. Joaquín saluda e invita a seguir.
Cuenta que en su finca tiene 72 especies de aves. Una de color negro y amarillo roba la atención. “Es un toche”, dice Joaquín. Así es, es un Icterus chrysater, ese es su nombre científico. Nos ubicamos en el comedor de la casa, frente a un ventanal que deja correr la brisa y permite apreciar el porqué la finca se llama “Vista Hermosa”.
Al degustar un tinto, él y Elizabeth cuentan su historia, parece que tuvieran un guion acordado: fijan la mirada el uno al otro, cuando no saben algo se miran y sonríen, cuando quieren reflexionar acomodan su butaco y fijan el recuerdo en la siguiente postal: montañas verdes y tupidas a la izquierda marcan la vereda Cantagallos (bajo); en la central parte baja la cabecera municipal de San Vicente de Chucurí; hacia la derecha se contempla parte de la represa de Hidrosogamoso; el único elemento que varía es la ubicación del sol. Con esa mano amigable con el ambiente, han logrado que esta finca sea el hogar natural de 72 especies de aves, once especies de escarabajos y de vertebrados como: conejos salvajes, zarigüeyas, zorros y armadillos. Vista Hermosa se ha convertido en el resguardo de esas especies.

Sostiene, con sumo cuidado, las hojas de un ‘Panela quemada’ que tiene tres años de sembrado y no supera los 60 centímetros de altura. “Este árbol en máximo tamaño no lo veremos nosotros, se demora cien años”, asegura Blanco con una sonrisa tenue. La postal es engañosa. Para algunos, este hombre no ha hecho mucho, simplemente dejar sembrado los bosques del futuro; como si eso fuera poco.
Es el inicio de una apuesta en grande: reconciliar el medioambiente con las prácticas agrícolas.
Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, más conocida como FAO, la agroforestería se da “donde la siembra de los cultivos y árboles forestales se encuentran secuencialmente y en combinación con la aplicación de prácticas de conservación de suelo”, como si la repasara todas las noches, la familia tiene claro ese concepto, lo ejercen a diario. Para ellos, no es solo el significado formal de la palabra, es su futuro. Cultivar café, cacao, duraznos, moras, aguacates y hasta maíz, en armonía con la naturaleza, con el crecimiento de los árboles nativos de bosque, esa es la meta. El progreso es evidente.
Esa es precisamente la apuesta de la familia Blanco Hernández. Sus integrantes están inmersos en las dinámicas de agroforestales como si quisieran devolverle a la naturaleza todos los favores recibidos.
Los senderos escurridizos de los cultivos están plagados de hojas marchitas. Es el equilibrio entre bosques y cultivos: que los frutos se puedan dar sin ningún tipo de químico. Eso compone el rastrojo, es el primer paso para tener bosques. Joaquín ha destinado dos hectáreas de su finca para, lo que él llama, “mi ‘bosquecito’”. Es ahí donde espera reponerle a la naturaleza los embates que le ha propiciado, es su retribución.
Por Luis Álvaro Rodríguez B.*