
Por María Camila Duque Z./ mduque413 @unab.edu.co
Diocelina Borges de Álvarez es una venezolana trigueña, tiene contextura gruesa, mirada fuerte, voz firme y seca. A sus 56 años tuvo que migrar de su país por motivos económicos y llegó este año a Colombia junto con su hijo Mario Álvarez y esposo José Álvarez. Además de sostenerse en la ciudad, los tres deben enviar dinero a dos hijos que quedaron en Venezuela.
José Álvarez es vendedor de Bonice, su hijo es barbero y ella vende dulces, tintos y minutos de celular en la calle 36 con carrera 15. El punto en el cual se ubica es una esquina, de las más transitada y conocida por los bumangueses, junto a la empresa de telefonía Movistar, donde un día funcionó el Palacio del Correo.
Al llegar las cosas no fueron fáciles, comenzó trabajando como empleada de servicio en la casa de una señora llamada Marina Gómez. “Me trató bien y me ayudó mucho”, afirma Diocelina sobre su primera jefe en Colombia, pero este trabajo no duró mucho, pues Gómez tenía cáncer, enfermedad avanzada que no le permitía determinar su tiempo de vida; razón por la que decidió despedirla y darle la oportunidad de conseguir un empleo que le garantizara un salario.
La venezolana, una de las 61.769 migrantes que han llegado a Bucaramanga entre octubre del 2018 y mayo de este año, se vio en apuros. No pensó que seguir los pasos de una amiga que le recomendó venir al país le costaría al punto de solo encontrar trabajo vendiendo en esa esquina. En diciembre del año pasado 2018 inició en la calle como vendedora informal.
Antes estuvo varias semanas sin trabajo, empezó nuevamente en una casa multifamiliar en donde pasó los peores días durante su paso por la capital santandereana. “La señora de la casa me trataba horrible; frente a sus hijos y esposo era bien, pero cuando ellos no estaban se desquitaba”, cuenta mientras acomoda la mercancía en el coche que se transformó en una chaza. Duró un mes en ese lugar y prefirió salirse y buscar otro empleo.
Encontró un coche desvestido, solo tubos que, según el vendedor de este, podrían sostener una la mercancía o algo no tan grande, ya que las divisiones de esta maleta de madera eran pequeñas. Al no tener muchas opciones lo compró por 80 mil pesos. Luego le hizo una modificación y lo surtió con dulces, cigarrillos, tinto y con la venta de minutos de celular.

Diocelina Borges de Álvarez asegura que quiere regresar a su país, que su paso por Bucaramanga es por un tema económico. / FOTO MARÍA CAMILA DUQUE ZULUAGA
Ultima caída y la depresión
Cuando sentía que todo estaba mejorando encontró un problema mayor, descubrió que el punto en donde se ubicaba le pertenecía a una mujer santandereana que llevaba años trabajando allí y que solo se había ausentado por un corto tiempo mientras vendía frutas en una carreta. “Eso es sagrado, entre nosotros los de la zona nos cuidamos los puestos y ya todos saben que el puesto del otro no se toca y cuando eso pasa, hay pelea segura”, afirmó Alexander Ramírez, vendedor ambulante de la carrera 15.
Después de un acuerdo entre las dos mujeres, la venezolana pudo continuar con su venta solo con una condición: devolver el punto a su primera ocupante si deja de ejercer como vendedora informal.
Como demostró la segunda caracterización de la población migrante adelantado por el Instituto de Estudios Políticos de la Universidad Autónoma de Bucaramanga (Unab), el 48 % de los venezolanos anhelan regresar a su
país. Esta mujer y su familia no son a excepción. “Todos los días le pido a mi Dios que Venezuela se acomode porque muchos que- remos irnos, porque yo no soy de acá y no puedo moverme, no tengo papeles, no es igual que estar en su tierra”, expresó Borges de Álvarez.
Su rostro refleja tristeza al hablar de su situación y comenta que padece depresión. Según el IEP de la Unab, el 75% de los migrantes expresan padecer dicha enfermedad “debido al cambio drástico y de repente de sus vidas”, además, en la mayoría de los casos “pierden bienes, comodidades y familiares, aspectos, determinantes y radicales que provocan enfermedades, y cam- bios a nivel personal”, afirmó la psicóloga Silvia Manrique.
Dentro de las 10 ciudades de Colombia con mayor número de informalidad se encuentra Bucaramanga con un 56,6 %, seguida de Cúcuta, con el porcentaje más alto, 69 %.
Las personas bajo estado de informalidad son más conocidas como “vendedores ambulantes”, individuos que trabajan 12 horas al día para así ganar el sustento de sus familias.
El abogado Gustavo Puentes Prada afirma que hay una ley que ampara y respalda a los prestadores de un servicio, sancionando y siguiendo la respectiva conducta hacia las personas que maltraten o atenten contra la dignidad de sus empleados, “En 2006 surgió la ley 1010 del articulo 2 en Colombia, la cual estipula una sanción hacia el empleador en caso de atentar de manera violenta, ya sea física o verbal a un empleado”.
Los casos de abuso contra los empleados han aumentado considerablemente, en especial con la llegada de los venezolanos al país, las personas se aprovechan de la necesidad para hacer contratos a muy bajo precio y demandar más trabajo del permitido legalmente.
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