Son las 8 de la mañana y las puertas del cementerio ya están abiertas, es domingo y cientos de feligreses asisten a la eucaristía más importante de la semana, familias con la intención de recibir la palabra de Dios, desde los más pequeños hasta los más ancianos, todos reunidos en una capilla con 328 años de antigüedad.
Una placa ubicada en la entrada al cementerio, sobre una pared blanca de pulcritud, versa: “No son los muertos los que en dulce calma la paz disfrutan de la tumba fría, muertos son los que tienen muerta el alma y sin embargo… viven todavía”. Brindando una cálida bienvenida a sus visitantes y… usuarios. Personas de todas partes del área metropolitana de Bucaramanga asisten para visitar a sus familiares y amigos; flores, cintas, velas y recuerdos acompañan esta tradición, sin embargo, no todo es lo que parece.
Soledad
Son las 9:30 y los 54 panteones se encuentran a rebosar, con capacidad de albergar a 600 cadáveres. Al sur del camposanto yacen los muertos que no son recordados, sin lápidas, sin flores, sin recordatorios; solo les acompaña una cubierta de cemento, muertos olvidados bajo el nombre “N.N.”, unos garabatos inentendibles o de plano, nada. Una vista gris y abandonada del cementerio.
En aquel lugar, una mujer de edad llora sobre la tumba de algún ser querido, sus temblorosas y delgadas manos reposan sobre la tumba, murmurando oraciones y suplicando perdón. Una frase salió de ella, con la voz quebrada dijo: “Ya casi, ya casi…”, alejándose de la tumba mirando hacia el tosco suelo de aquel sitio.

Alrededor de 138 tumbas están deshabitadas, tan solo al sur del cementerio, en la esquina “inexistente”; huecos vacíos de 2,50 de largo y 1,0 de ancho, esperan el infortunio de algún mortal. Algunas conservan restos de ropas de algún cadáver anterior; en un estrecho pasillo estaba una familia, en conflicto, discutiendo por el dinero que se invirtió en la sepultura de su ser “amado”.
“Pagué 3 millones de pesos por la lápida, necesito que me paguen”, dijo un hombre sumamente estresado. “Nadie le va a pagar, hágalo por su mamá”, dijo una señora con actitud indignada. Luego de un par de minutos y un silencio incómodo, aquella familia decidió irse, sin voltear la vista a la tumba que les generó tantos problemas.
Son las 11:30, el sol se hace más fuerte. Esto no impide que los visitantes se vayan. Una eucaristía se realiza en la capilla “La plenitud”, una misa en honor y despido a alguien, alguien que ya no se encuentra en este plano; llanto se escucha por la partida, condolencias y gritos desesperados, pidiendo que vuelva. Mientras tanto, como si de una turbina de un Airbus A330-300 (avión de vuelos internacionales) se tratase, el horno crematorio se enciende y su sonido ensordecedor llama la atención de todos al interior de la capilla, anunciando que ya es hora de dejar partir su forma física. Entretanto, una canción cristiana suena al fondo, es “Entre tus manos” de Franco, que versa: “hay que morir para vivir entre tus manos yo confío mi ser”.
Un nuevo panorama
Muchas cosas han cambiado, eso afirman los lugareños. “Desde hace diez años que se han estado remodelando el cementerio, por ejemplo, los mausoleos llevan cinco y diez años aquí”, afirmó Jairo Parra, vigilante del lugar desde hace quince años.

Un estilo actual renueva su estructura, haciendo de su recorrido y visita más amenos, más tolerables. Los pasadizos de los nuevos mausoleos, “La Resurrección” y “Del Carmen”, al igual que aquel lugar olvidado al sur del cementerio, se encuentran desolados, cientos y cientos de hoyos en columnas grises; pocos nombres yacían en aquellos lugares, en lápidas de mármol blanco, sin ninguna abertura para posar las flores o recuerdos de sus familiares.
Una melodía clásica acompaña estas estructuras, música de aquellos artistas ovacionados por su trabajo y que brillaron en vida: Bach, Chopin, Strauss, Wagner (compositores, barrocos, organistas, directores, poetas, eminencias de música clásica); sin embargo, a las personas no les parece importar en lo absoluto, caminando de un lado a otro, algunos con la mirada perdida, unos acompañados, otros en completa soledad; emociones y sentimientos encontrados dentro de cada uno de ellos, varios con un dolor inmenso demostrado en sus rostros y otros aliviados por aquel que se fue.
“Aquí reposan lo que fue nuestros seres queridos [sic], ahora gozan de la alegría del cielo”, frase que acompaña a un reciente y pequeño panteón, personas lo visitan y dejan en su base múltiples flores, en nombre de aquellos que solo ellos conocen. A su vez, pasillos y escaleras subterráneos acompañan al cementerio, osarios antiguos en los que descansan las cenizas de personas que ya no están, bajo columnas desgastadas por el tiempo.
El Cementerio Central Arquidiocesano desprende de sí un sinfín de recuerdos y tradiciones de los antepasados santandereanos, como don Facundo Mutis, que brindó sus tierras para la construcción del cementerio en el siglo XVII. Las memorias de muchos bumangueses yacen en aquel sitio, desde el más reconocido hasta el que nadie conoce, su tradición de celebrar la eucaristía a sus muertos en el mismo lugar donde se enterrarán ha permanecido, siendo este un lugar de memoria histórica para Santander.

Por Jorge Ismel Gamboa Rozo*
jgamboa140@unab.edu.co