Lesly Katherine Pérez/ Lperez299@unab.edu.co
Floridablanca ha escrito la historia de la cultura alfarera en la región. Hace 40 años, en el barrio Palomitas, se encontraban alrededor de 47 talleres de alfarería, ahí laboraban, más o menos, 282 trabajadores. Gran parte de la demanda de artesanías hechas con barro se elaboraba allí. Pero, con el paso de los años, este oficio dejó de ser tan influyente en la zona. Las ventas de las cerámicas disminuyeron y algunos dueños abandonaron la labor para ejercer nuevos trabajos. Aún así, en el barrio siguen existiendo seis de estos locales.
Rubén Salazar Vega es el propietario de uno de los talleres que subsiste en Palomitas. Tiene 66 años y 48 en el oficio. Su historia en la alfarería comenzó cuando le hicieron brujería: “me pusieron un mal que duraba dos años. Yo llevaba año y medio padeciendo dolores que no me dejaban moverme. Se sentía como si me clavaran puñaladas en la espalda. Un sabio me dijo que al completar dos años me moriría, que para evitarlo comprara huevos de gallina criolla y me los restregara por todo el cuerpo, y tomara agua de sopa de pato”. El tratamiento duró 15 días. Al finalizar, lo dejó débil y postrado en cama por otras dos semanas.
Mientras se encontraba en su hogar, veía cómo su madre y hermanas pasaban todo el día en el taller de la casa realizando cerámicas, mismas que eran vendidas, tiempo después, en las ferias alfareras del país. En ese momento se interesó por esta labor y le pidió a su madre que le enseñara. Ella le dijo que todo estaba en las manos, por lo que él se quedó horas mirando fijamente el movimiento para entender cómo ellas hacían, con la magia ancestral de sus manos, las artesanías.
Rubén se unió al taller familiar, y en ese mismo lugar sigue laborando cuatro décadas después junto a su esposa, Graciela Flórez Hernández. Ella menciona que sus trabajos se complementan “uno hace un trabajo y el otro lo perfecciona para que queden mejor los detalles”. En la sala de la casa se realiza la fabricación, y luego de seca, cada pieza pasa al almacén, donde se venden. También cuentan con un depósito, con un inventario de productos, como macetas, sartenes, copas, ollas, tapas, platos, jarrones, entre otros.

Cada mañana, Rubén se sienta alrededor de su torno que funciona haciendo girar una rueda con los pies. Así, logra que se mueva la base en la que se encuentra el barro, y con sus manos da forma a cada artículo. “La clave está en coordinar y crear una sincronía entre las manos y los pies”, resalta. Sus manos rugosas y con algunas callosidades denotan años de trabajo. Han sido estas las encargadas de moldear lo que él cree son más de 50 mil piezas.
Rubén menciona que en la técnica está la calidad para que la cerámica no se dañe fácilmente y soporte el calor. Es una de las partes más difíciles: “después de la horneada si se totean las cosas, el barro queda inservible. Porque ya no se puede volver a usar y todo eso se pierde. Se pierde el trabajo y se pierde el material”.

La magia de la alfarería
Rubén trabaja tres clases de arcilla: blanca, amarilla y caolín rojo. Cuando estas llegan, lo primero que se debe hacer es prepararlas. Las “asolea” por dos días y, posteriormente, las mezcla en una pila para humedecerlas. Luego, las deja reposar y las saca. Las pone en un saco y las pisa. Después, se tiene que pegar el barro en la pared, si se sostiene, se vuelve a amontonar en un saco para posteriormente ser rallado para extraer las piedras que puedan dañarlo.
Aquí está listo para moldear. Al terminar de darle forma, la pieza se pone en unas repisas que hay en el taller y se deja secar. Algunas cerámicas se pintan con piedra mineral, por lo que se espera un tiempo a que estas estén secas y se suben otra vez al torno para realizar el pintado. Por último, se lleva a cabo la quema del barro. Cuando la cerámica está completamente seca por el sol, se ejecuta el quemado de estas en el horno para que queden completamente duras. Las quemas se hacen una vez al mes, debido a que se tienen que llenar todas las repisas del taller para poder llevarlas al horno. Este se caldea por aproximadamente 3 horas y se demora entre 8 y 10 en finalizar.
Rubén menciona que su arte es propio y que no busca copiar las técnicas de nadie más, pues se siente cómodo haciendo las cosas que le gustan sin necesidad de complicarse para que estas queden iguales a las de las otras personas. Siempre ha tenido clientes y esto es lo más importante para él. En el talento de sus manos mantienen viva una tradición, que por años ha sido el sustento de su familia.
Cualquiera puede conocer sus artesanías en su taller ubicado en la carrera 21 No. 153D – 85 en el barrio Palomitas, contactándolo al 318 8959615 o visitando cualquier almacén El Bosque del área metropolitana de Bucaramanga.