Por Paula Galvis Jaramillo – pgalvis@eafit.edu.co
La mañana era cálida en el barrio Tarragona de Bogotá. Era el primero de mayo de 1997, un jueves festivo por el Día del Trabajo. Los habitantes del lugar se encontraban en los jardines frente a las casas amarillas de dos pisos. Era un conjunto residencial muy agradable en el que cada edificación era igual a la anterior.
Diana y Germán se habían criado entre esas paredes de diferentes tonos amarillos. Habían corrido por esas mismas calles, se habían conocido y enamorado en ese conjunto de casas. Esas aceras y esas personas los habían visto crecer y ahora tenían la oportunidad de verlos formar una familia.

Ese día llegaron temprano a la casa de los padres de Diana. Solían pasar todos los fines de semana allí y cada minuto libre que tenían. A Germán le encantaba pasar sus días con sus suegros: como trabajaba unas cuantas horas al día, disfrutaba molestando a su “suegra” (como solía llamarla) y espiando a su pequeño hijo Juan Camilo de cinco años, el cual iba al jardín infantil que estaba cerca. Era un padre realmente sobreprotector.
Trabajaba como piloto en la empresa Líneas Aéreas Petroleras L.A.P. que realizaba vuelos chárter a ciudades donde había explotaciones del llamado “oro negro”. Era alto y delgado. Tenía una piel clara, pero debido al sol que recibía en los vuelos su cara y manos estaban bronceadas. Sus ojos y su pelo eran de un café oscuro.
Diana trabajaba en la fiduciaria Alianza. Era alta y no muy delgada, de piel clara, pelo negro y ojos café claro. En ese momento se encontraba embarazada de cuatro meses, a la espera de un segundo hijo.
***
Leonisa, la madre de Diana, regaba las flores del jardín cuando llegaron. Entraron por la puerta de madera del garaje con Juan Camilo detrás. Este apenas llegó, salió corriendo a saludar a sus abuelos y después fue a buscar sus juguetes en la casa, para sacarlos al patio y jugar.
El niño pasó corriendo por la sala donde se encontraba una mariposa negra, la cual había aparecido en la casa hacía ya una semana. Era una de esas grandes, que parecen tener ojos sobre las alas.

Según un augurio que tenían en la familia, estas eran un mal presagio, pues solo aparecían cuando algo malo estaba a punto de suceder. Leonisa trató de espantarla varias veces con la escoba, pues su presencia la inquietaba. La mariposa se iba y a las pocas horas regresaba.
Trató de dejar de lado sus supersticiones y se rindió, pero nunca se imaginó que esos cuentos que existen en las familias en ocasiones pueden ser reales y que sus vidas estaban a pocas horas de cambiar, tras la aparición de ese escalofriante animal.
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Todos se quedaron afuera disfrutando del agradable clima. La abuela salía y entraba de la casa, pues preparaba el almuerzo. Ese día era mondongo, uno de los platos preferidos de Germán. Él no se había estado sintiendo bien y, como tenía que trabajar por la tarde, prefería no comer, pues tenía un fuerte dolor de estómago que le quitaba todo el apetito.
– No quisiera ir a trabajar hoy, no me estoy sintiendo muy bien –dijo Germán con pesar, pues realmente disfrutaba volar.
Las horas pasaron y el malestar no desapareció. A las doce y media y sin haber almorzado, Diana fue a llevarlo al aeropuerto El Dorado. Se montaron en el Mazda 323 blanco y salieron rápidamente, pues antes de irse Germán quería mostrarle a su esposa algo en lo que había estado trabajando durante las últimas semanas.
Llegaron en menos de diez minutos, pues la casa quedaba cerca; pasaron por la entrada 1 y se fueron rumbo a los hangares. Parquearon el carro y se bajaron.
Ubicada en medio de todas las grandes y huecas construcciones, entre aviones y avionetas, había una pequeña bodega. Tras esta había un plástico negro.
Sin mencionar palabra, Germán se dirigió al gran objeto y al descubrió un antiguo y acabado Jeep. Esa era una de sus más profundas pasiones a parte de la aviación.
Dedicaba sus tardes libres a arreglar ese viejo chatarro, el cual una persona común habría dado por perdido hace ya muchísimo tiempo. Era blanco, con detalles negros. Duraron unos minutos inspeccionando cada cosa del carro, Germán iba señalando todo aquello que ya había realizado y lo que quedaba por hacer.
Diana lo escuchaba y asentía a todo lo que decía. Estaba acostumbrada, pues él amaba hablar de sus grandes juguetes. Era como cuando iban en el carro o caminando y él señalaba un avión en el cielo y le decía que sabía cuál era por el sonido y la forma del motor. Ella nunca supo si eso era cierto, ni tampoco entendía muy bien cuando le hablaba de conexiones eléctricas y repuestos, pero sabía que eso era algo importante para él.
Se despidieron con un abrazo y un beso. Él se fue a preparar el avión, ella se montó en el carro. Él llegaría por la tarde y eran muchas las cosas que ese día Diana y Leonisa planeaban hacer. Así que, sin mirar atrás, encendió el motor del pequeño carro blanco y se fue rumbo a la casa, sin saber que su vida estaba a punto de cambiar.

Por la tarde las dos mujeres fueron a visitar al hijo recién nacido de una familiar. De camino a su casa pararon en un almacén del centro comercial Bulevar para ver que llevarle al pequeño de regalo. En el momento en el que entraron Diana se enamoró de un coche color rosado, que estaba en promoción. Sin pensarlo dos veces, lo tomó y se fue a pagarlo.
– ¿Cómo vas a comprar un coche de ese color cuando no sabemos si es niña? –decía su madre. – Germán se va a poner bravo, pues es un gasto innecesario.
Sin prestarle atención a su madre, Diana pagó el coche prometiendo que llegaría a la casa y lo escondería en el ático. Su esposo no tendría por qué enterarse.
La tarde pasó rápido y después de la visita madre e hija retornaron a casa. En cuanto llegó, Diana subió corriendo al segundo piso a esconder el coche. Prefería dejarlo allí donde nadie pudiera encontrarlo.
Como ya se hacía tarde, decidió irse para su apartamento. Germán no se había reportado en toda la tarde, lo cual era raro pues él siempre llamaba apenas llegaba a un destino. Diana creyó que ese día se le había olvidado, así que como estaba tan cansada y no tenía cómo comunicarse con su esposo, decidió llamar a control vuelos para que ellos después hablaran con Germán cuando llegara de nuevo a Bogotá.
– Iván, dígale a Germán que esto muy cansada y que ya me voy para el apartamento. Que por favor se consiga a alguien más que lo pueda llevar.
– Doña Diana, espere un momento. Voy a ver si consigo confirmación de la llegada del vuelo –contestó con voz monótona y un poco inquietante la persona al otro lado de la línea. Colgó el teléfono sin decir nada más.
Ella decidió sentarse en la sala a descansar y esperar por la llamada. Los minutos pasaban y nada sucedía. Cuando no aguantó más, fue por teléfono para volver a llamar a control vuelos. Cuando iba a cogerlo este comenzó a sonar. Diana contestó y se dio cuenta que era Fernando Izquierdo, uno de los mejores amigos de su esposo, quien también era piloto.
***
Diana y Germán se conocieron cuando ella tenía 14 años y él 21. La mejor amiga de Diana, Claudia, era la novia del mejor amigo de Germán, Andrés.
Un día las dos amigas fueron a Modelia, un barrio cerca de la casa, a comprar unas cosas para el almuerzo. En el camino, Claudia se encontró con su novio y se detuvo a hablar con él. En ese instante llegó Germán en su moto Yamaha 125. Diana se enamoró a primera vista, pero no del hombre que allí estaba, sino de la deslumbrante moto en la que iba montado.
Siendo ella como era, le dijo a Andrés que le dijera a su amigo que la llevara a dar un paseo. Sin ninguna vergüenza, se montó detrás del joven desconocido y se fue junto a él a darle una vuelta a la cuadra.
A los dos días, los jóvenes aparecieron por el barrio. Diana y Claudia se encontraban afuera, sentadas en el andén. Andrés salió del carro y fue a hablar con su novia, mientras Germán se quedó sentado frente al volante del pequeño carro Renault 6 de color blanco. Diana se acercó y comenzó a hablarle. Después de unas pocas y cortas frases, este sacó una libreta color café, de caldos Maggi, y se la regaló.
– ¡Dígale lo que le tiene que decir! – gritó Andrés desde el otro lado de la calle.
Diana, impaciente por saber, le preguntó qué era eso que le quería decir. Germán parecía incómodo y no pronunció palabra. Sin esperar respuesta por parte del tímido joven, se abalanzó a decir: “¿Qué es lo que me quiere decir? ¿Qué quiere que sea su novia?”

tenía 21 años. FOTO/ Bitácora EAFIT
Él se quedó callado y se limitó a asentir con la cabeza. Así fue como empezó ese particular noviazgo que duró más de diez años.
La pedida de matrimonio no fue mucho más pretenciosa, ni tampoco más romántica que esa rara declaración de amor. Era el 10 de marzo de 1988 y Diana se estaba graduando de administradora en la Universidad Javeriana. Había invitado a su novio a la ceremonia y este nunca apareció.
Su mejor amiga había quedado por fuera del evento, pues fuera de los padres solo se permitía un acompañante más. Cuando salieron se dirigieron hacia el parqueadero que quedaba al otro lado de la Carrera Séptima para irse a la casa. Fue ahí cuando apareció Germán al otro lado de la calle.
Ella estaba tan enojada que no lo quería ni ver. Le gritó a todo pulmón diciéndole que lo suyo se había terminado y que jamás en la vida quería volver a ver su rostro.
En medio de la presión y del pánico de perder a la única novia que había tenido en su vida, Germán pronunció esas palabras que tanto lo asustaban y que no estaba listo para decir.
– ¡Casémonos! –fue lo único que se le ocurrió, pues sabía que era la única forma de solucionar el problema que él mismo había creado.
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