Ender José Villarreal Santiago y sus tres primos, que salieron de Venezuela el pasado jueves 25 de julio, ahora hacen parte del conjunto de rostros cansados y maletas al hombro que se ven con más frecuencia en las carreteras de Colombia. Salieron de su país sin dinero en los bolsillos, no les queda de otra que caminar los kilómetros necesarios a su destino, dormir en las calles y resistir al éxodo. Tardaron siete días en llegar a Bucaramanga, y aún les falta el 85% del recorrido, pues la meta final es la ciudad de Lima, Perú. “Fue un destino que agarramos de repente”, cuenta Ender, resignado.
La travesía de los cuatro hombres indocumentados inició tras dos días de no encontrar trabajo en la ciudad de Cúcuta, Norte de Santander, por lo que decidieron emprender la marcha. Ender tomó la iniciativa: “Como no conseguimos trabajo yo les dije, ¿lo toman o lo dejan? No nos podemos quedar estancados, aquí no estamos haciendo nada”. La parada siguiente, Bucaramanga, estaba a 195 kilómetros de distancia, casi cinco horas de recorrido en carro; pero ante la falta de dinero, Ender Villarreal Santiago de 38 años, José Villareal de 39, José Luis Palencia Villarreal de 42 y Enrique Palencia Villareal de 19, recorrieron 14 horas hasta Pamplona y allá se refugiaron en un albergue por dos días. El lunes 30 llegaron a La Laguna, atravesaron el páramo de Berlín, ubicado a 3.180 metros sobre el nivel del mar, mientras sus cuerpos resistieron las bajas temperaturas y sus piernas no se doblegaron ante el cansancio. Un camionero les dio un ‘aventón’ desde un lugar que llaman La Nevera hasta la entrada de Bucaramanga. Llegaron a las siete de la noche a las afueras del Parque del Agua, donde había, antes que ellos, cerca de 60 migrantes venezolanos y aún faltaban más por llegar. Es martes 31 de julio y en los diarios del mundo es noticia el mea culpa de Nicolás Maduro por el fracaso de su modelo productivo.
Ender José Villarreal tiene dos mudas de ropa en la maleta, una cobija y dos pares de zapatos entre estos unas chanclas que ha tenido que utilizar cuando se le hinchan los pies de tanto andar o cuando no soportan el encierro por el asfalto caliente. Solo le queda una camiseta limpia y espera que los zapatos que trae resistan el viaje que continuará la mañana siguiente con la esperanza de llegar a Lima en unos días. La cifra de ciudadanos venezolanos en Perú, donde a la fecha hay 353 mil desde el 2016, según el Organismo Internacional para las Migraciones (OIM), aumentará cuando Ender, sus primos y los demás migrantes que van llegando al Parque del Agua con el mismo destino, atraviesen los 3.408 kilómetros que hay entre Bucaramanga y Perú, unas veces a pie y otras ‘en cola’, como dicen ellos cuando los conductores los acercan a algún peaje.
Pernoctar en la calle
Ya se instalaron en el improvisado resguardo, tienen suerte porque donde están no llega el olor de los orines que se desprende de los muros o los árboles. El parque está alumbrado por altas farolas y hay movimiento constante de buses y busetas, de viajeros y vendedores de minutos o tinto. Parece un lugar seguro y el clima es favorable, pues no hay indicios de lluvia.
Llegaron a Bucaramanga con el frío del páramo metido en los huesos, así que Luis Enrique, uno de los primos de Ender, dispuso su morral como almohada y se arropó con una cobija de lana. Minutos más tarde, una familia de bumangueses llegó al lugar a compartir una aguapanela caliente y unos panes. Se acercaron corriendo hombres, mujeres y niños, pero Ender se quedó sentado. La fila se iba haciendo más larga. Entre quienes esperaban su turno para recibir la comida habían dos meseros de un restaurante que quebró por la inflación, y un peluquero sordomudo de 24 años que viaja con una copia del alfabeto a la mano para que los demás puedan comunicarse con él. Hoy, todos ellos dormirán a la intemperie a las afueras del Parque del Agua, sobre cartones o alguna colchoneta si tienen suerte, y cubiertos por una sábana que les ayudará a combatir el clima de la madrugada.

Altibajos del éxodo
Hay cerca de 100 venezolanos sentados o acostados, conversando en pequeños grupos. Aunque no se habían visto en su vida, hablan con confianza porque saben que todos están ahí por lo mismo y que el camino ha estado lleno de altibajos. A un par de hermanas les robaron las pertenencias en el páramo cuando pedían comida en un restaurante. A otras dos jóvenes, de 20 y 22 años, les cambiaron el equipaje por bolsos con ropa de bebé. Algunos, como a Ender y sus primos, les ha tocado caminar por largas horas y tienen los pies lacerados. Paradójicamente, la situación se les hace más fácil, al encontrar que sus historias coinciden con otras: grandes distancias recorridas a pie, maletas perdidas o robadas, restaurantes en los que les brindan más comida de la que conseguían en su país; y conductores que los acercan hasta los peajes. Sin embargo, cuando consiguen hablar o enviar un mensaje a sus familiares que se quedaron en Venezuela sucede lo contrario. A Ender, por ejemplo, se le hizo un nudo en la garganta mientras mandaba un mensaje por el WhatsApp de alguien que le facilitó un celular: “Dígale a mi mamá que estamos bien, que no se preocupe…que no estamos llevando ‘tanto rejo’ como ella dice”. No le contó más detalles a su esposa. No le dijo que esta noche va a dormir en la calle y que se está resistiendo a la tristeza.
Aproximadamente 925 mil venezolanos han emigrado en los últimos dos años forzados por la situación económica de su país, dejando en sus hogares a las personas mayores, a las esposas y a los niños porque el Estado expropia las casas vacías. Estos viajeros de a pie saben que pueden regresar a su hogar aunque sea difícil. A ellos no los desplazó de su territorio la violencia de las guerrillas o los ‘paras’ como en Colombia ha sucedido históricamente. Ellos tienen su casa, pero también es cierto, que las necesidades básicas deben cubrirse de alguna manera, deben buscar comida para no morirse de hambre, y para eso emprenden la travesía en busca de mejores oportunidades. La gran mayoría tiene planeado continuar su rumbo la mañana siguiente, así como están: sin dinero en los bolsillos o sin maletas. Otros piensan quedarse en Bucaramanga, a vender dulces.
Ender José Villareal Santiago era vendedor de frutas y verduras en Timotes, un poblado del Estado Mérida en Venezuela. Sus ojos están rojos, tiene sueño. En pocas horas, Ender y sus tres primos, deben reiniciar su marcha hacia Perú, con las maletas al hombro y los pies cansados.
Por María Fernanda Palencia Alba
mpalencia336@unab.edu.co