Domingos. Días de descanso y olvidar la rutina de la semana. Los primeros rayos de sol caen y despiertan a los habitantes de Bucaramanga. Son las 6:00 de la mañana y la ciudad ya se encuentra activa. Las primeras personas en iniciar el día son los campesinos que trabajan arduamente en las plazas de mercado para abastecer la ciudad con alimentos frescos extraídos del campo. El olor de la mañana parece estar perfumado por los camiones que transportan las verduras y frutas a los mercados y tiendas.

Algunos se disponen a madrugar para realizar el mercado semanal, otros, se preparan para asistir a la Iglesia, mientras que algunos aprovechan el séptimo día para hacer reuniones familiares o pasear en sus bicicletas y correr por los emblemáticos parques de la ciudad. Pero, para otras personas, implica un día corriente en el que las actividades cotidianas no deben detenerse, como es el caso de los trabajadores del restaurante ‘El palacio del sabor’ ubicado en la calle 50 en el barrio la Concordia.
Las agujas del reloj que está colgado en la entrada de la cocina ya marca las 9:50 de la mañana. Maribel González se pregunta por qué el encargado que trabaja en la plaza no le ha traído las mazorcas que encargó, le preocupa la tardanza porque retrasa la preparación del almuerzo. Mientras espera sentada en la silla que está al lado de la nevera, doña Mary – como prefiere que la llamen -toma su ‘carcacha’, refiriéndose a su celular, y sintoniza la radio para animar el ambiente.
Claudia, Sandra y Pablo, los empleados del restaurante, acaban de terminar su descanso y se disponen a renovar sus actividades. En la mesa de aluminio que está en una esquina de la cocina se encuentra todo lo necesario para empezar la preparación. Los vegetales están picados y ubicados por secciones en una taza roja formando una combinación llamativa de colores. Doña Mary procede a vaciar los ingredientes en el agua que había puesto a hervir minutos atrás, agrega: la papa criolla y pastusa, el frijol verde, la arveja, las arracachas, los garbanzos y la zanahoria. Las burbujas de agua caliente la salpican un poco pero al parecer ya se acostumbró a esto porque parece no afectarle.
“Hay muchas formas de hacer un mute, pero todas llevan un orden específico. Primero debe agregarse de los más duro a lo más blando y siempre antes de poner el plato en la mesa, se le echa toquecito de perejil, cilantro y pan tostado; esto se sirve con arroz, yuca y aguacate, eso es universal”, cuenta la cocinera.
Pasados los 15 minutos le agrega las carnes que ya había preparado de antemano en las ollas de presión. En la estufa tiene tres ollas destapadas que despiden una combinación de olores, cada una de ellas contiene pata mano de res, callo picado y costilla. Doña Mary vacía una por una en el caldo básico que hierve a toda temperatura.
En el recipiente se mezcla el sabor de las verduras, las carnes, los granos y demás alimentos. La combinación de olores se desborda por el lado del recipiente qué no cubre la tapa de aluminio -mucho oler bueno el mute de hoy- dice Claudia. En ese momento se dan cuenta que ya está listo. Sandra saca la colección de tazas de madera y los platos desechables. Son las 11:40 de la mañana y los chefs del ‘Palacio del sabor’ se preparan para recibir a los comensales.
Esta es una forma de preparar el tradicional mute santandereano, uno de los platos típicos del departamento que ha alimentado a generaciones y que casi siempre está presente los domingos en los restaurantes tradicionales de la ciudad.
Es ‘la reina de las sopas’. “En voz quechua, muti significa maíz. Se decía que el mute era un caldo de maíz cocido o tostado que comía la gente del común, este se hacía aprovechando las topografías y las siembras que se producen en la región”, asegura Wilson Arturo Cáceres, profesor de gastronomía. “Las comidas típicas de una región se originan por la abundancia de alimentos que exista en ese sector. Santander se caracteriza por tener tierras aptas para la agricultura, por eso cuando se realizaban este alimento, la personas usaban lo que tenían a su alcance”.
Este es uno de los relatos del origen de este caldo espeso y amarillo, cuya preparación también se debe a la llegada de los españoles y sus costumbres. “En América poco se veía el consumo de tripas, sin embargo, cuando llegaron los españoles muchas de sus tradiciones se adaptaron a la nuestra. En España es muy tradicional comer callos y cocidos a la madrileña, este resulta ser el mismo ingrediente que se debe echar al mute”.
Sin embargo, en Santander también se cree que el nombre de la sopa insignia del departamento lo recibió en honor a José Celestino Mutis (hermano de don Manuel Mutis, uno de los fundadores de la ciudad de Bucaramanga). “Casualmente el poeta y escritor Aurelio Martínez Mutis, escribió una biografía para su hermana Helena Mutis. En este escrito el poeta cuenta que las personas decían que la mejor sopa era la de los Mutis y esto se fue degenerando hasta llamarse mute”, cuenta Cáceres.
“El mejor mute es preparado en fogón de leña, de eso no hay duda”, cuenta Odilia Morantes mientras se sienta en el sofá naranja que resalta en la sala de su casa, “para que el mute quede bien hecho, todo debe cocinarse en una misma olla”, manifiesta la señora que se encarga de preparar el mute en cada reunión, paseo o fiestas de la familia Morantes.
Así como las hormigas culonas, los bocadillos, la arepa amarilla, el caldo de huevo y los tamales, el mute es una manifestación cultural de la gastronomía bumanguesa. Esta emblemática sopa no se escapa del menú de los restaurantes típicos, tampoco pasa por alto en la lista de alimentos que debe probar cualquier foráneo que pisa tierra santandereana y mucho menos los domingos por tarde en la ciudad bonita.
Ana María Velásquez López
avelasquez697@unab.edu.co