
Por María Daniela Duarte Garzón* / mduarte826@unab.edu.co
El “Palacio de la fritanga o del colesterol” como muchos suelen llamarlo es un lugar lleno de historia, no solo por los momentos que han pasado por ahí, sino también por las personas que, de una u otra forma, terminaron involucradas allí.
El momento perfecto para llegar y observar el movimiento de los puestos de comida es un domingo a las doce del mediodía, no hay alma que le quepa. Los empleados andan de un lado a otro ofreciendo la mejor opción para almorzar, los comensales que ya tienen su puesto favorito van directo al mesón que queda libre, saludan a la dueña –porque entre los puestos que quedan son solo mujeres las que lo dirigen– y piden su plato fijo. Una fritanga cargada de colesterol puro y una jarra de refajo, para calmar el bochorno del domingo en un típico día de Girón, donde la temperatura llega a los 30 grados centígrados o incluso más.
Cuando se llega a los puestos “del colesterol” en el Malecón, quien tiene buen ojo para observar detalles del movimiento en el lugar, reconoce el característico color de las vitrinas; una paleta de colores que va del amarillo sudado de las papas criollas, hasta el rojo quemado del chicharrón carnudo. También puede notar los puestos estratégicos en donde los centinelas de carros y motos cuidan los vehículos de los clientes. Y ojeando hacia los comensales, se puede deducir que hasta en bicicleta o en bus, se llega a comer.
Entre esos detalles que caracterizan los puestos, también hay recuerdos encontrados. Para quienes han crecido en este lugar, la avalancha del 2005 es un momento inolvidable en sus recuerdos.
“Llovió todo el día, pero suavecito y duró toda la noche lloviendo, pero suavecito suavecito, y como a las cuatro y pico a cinco de la madrugada, se desbordó el río y empezó”, cuenta Rosa Mendoza, una de las hijas de ‘La pelirroja’, dueña del puesto llamado “La tía Lola”. Rosa creció con la fritanga como la fuente principal de ingresos en su familia, veía el “voleo” de su mamá todos los días, cuando se levantaba temprano a cocinar las recetas del día; mientras atendía a los clientes y dirigía a sus empleados. Hasta que también terminó ahí.
Para ese entonces, 10 a 13 de febrero del 2005, la ola invernal que pasaba Santander ya había hecho estragos en muchos municipios del departamento y Girón no fue la excepción.

Rosa cuenta que para esos días las lluvias empezaron a caer de manera constante pero que aun así nadie advirtió la tragedia que dejó a 3274 damnificados en 29 barrios, entre esos el Malecón. “A todas esas casas se les metió el agua y todo esto no se veía, estaba tapado”, refiriéndose a todos los puestos de comida. El lugar turístico quedó destruido, las pérdidas para todos los comerciantes del sector llegaron a los 50 millones de pesos y los vendedores del Malecón, que en ese tiempo eran 19 puestos, perdieron todo, solo quedó a salvo la estructura del lugar.
“Nos tocó limpiar, sacar el barro, lavar, comprar las cosas nuevamente, se dañaron las sillas, bandejas, las neveras, todo se lo llevó el río”, dice Rosa, mientras mantiene su vista fija en las mesas de cada cliente. Según ella, el abandono de “uno de los lugares más turísticos de Girón” estuvo presente en esas épocas difíciles, donde ni los turistas venían a comer, ni las familias volvían al río a bañarse, para terminar esos paseos típicos de domingo almorzando cantidades de chorizo y morcilla.
Las dos avalanchas sucedieron con tres días de diferencia, lo cual sí provocó bastante desconfianza en los turistas que iban a degustar los platos típicos del pueblo. Aunque las consecuencias a corto plazo no fueron más allá de los daños físicos del lugar, “de los 19 puestos ahora solo quedan cuatro”, dice Rosa; muchos dueños fueron cerrando porque no vendían y así se dio, hasta que el lugar quedó dispuesto solo para cuatro.
El centinela de carros
Alrededor de la fila “fritanguera” se parquean motos, carros, camionetas; unos más modestos y otros tantos más llamativos, cada puesto se distribuye un espacio determinado donde se parquean los clientes y para cada espacio hay alguien que se encarga de cuidar los vehículos.
Justo en frente del restaurante “La mona”, en unas graderías a ras de un ancho andén, se sienta “Suárez Mejía Milton”, así se presenta. Es un lunes festivo y ya está atardeciendo, el flujo de gente no es el mismo, la calma en los puestos predomina. Pero la música de los bares se hace cada vez más alta. Este personaje se sienta con un palo y una pita a observar cuáles clientes pueden salvar el sueldo del día. “Llevo 12 años trabajando aquí y 27 viviendo en la calle”, cuenta Milton.
Es el celador de carros del último puesto (“La mona”), su área de trabajo se divide en dos: una de ellas es libre, queda al frente del puesto, ahí no paga con cuota, entonces sí le va bien, puede llevarse todo lo que den en esa parte. Pero también está la segunda área, una “más privada”, donde los carros parquean por mil
pesos, aquí él espera que los clientes le den más en esa cuota, porque el presunto dueño del parqueadero cobra mil pesos, entonces en un buen día, quien le dé a Milton 1.500 pesos, contribuye a que gane 500 por cuidar su carro, “yo no gano ahí y cuido el carro cuatro horas, no puedo hacer nada, ponerse a discutir con la gente, no es bueno, uno tiene que ser educado, así viva en la calle, uno tiene que ser educado”, afirma una y otra vez, porque a pesar que en el día no le vaya bien, mantiene la calma, no tiene otra opción.
Él cuida los carros de lunes a viernes, y hasta el momento es lo único que hace para sobrevivir día a día. Milton Suárez es conversador. Las dificultades de la vida lo hicieron terminar en la calle, separado de su esposa y lejos de su hijo. Pero no lo dice con tristeza, solo lo afirma como un momento más que ya pasó y al que ya no puede regresar.
Trabajó por más de 20 años en construcción. “Aprendí más de lo que usted no se imagina. Lo que hago no se lo hace nadie”, afirma con seguridad. “La misma situación económica me dejó en la calle, la calle es arrecha, si usted no sabe controlarse, lo ponen con el saco al hombro”.

Ahora como ya no tiene ni las ganas, ni la fuerza para desempeñarse en construcción, se dedica cinco días a la semana al puesto de carros, “me gano por ahí diariamente cuatro mil o cinco mil pesitos” y con eso vive. La comida la saca de sus labores en el río de Oro. “no está contaminado porque de ahí saco comida”; se refiere a mojarras grandes, según él, mejores que las de cualquier lugar, y con eso se bandea semana tras semana.
Cómo empezó todo
En la noche los puestos se empiezan a llenar más, no tanto como al mediodía, cuando llega la clientela, pero sí atrae turistas que, con la temperatura más baja, deciden irse por unos cuantos platos de chicharrón.
Mientras el flujo de gente se vuelve más escaso y el trajín de un día deja a todos los empleados cansados, aparece una de las dueñas más famosas de los puestos, ‘La tía Gloria’, una mujer que lleva trabajando en el puesto 47 de sus 72 años. Se sienta en una de las sillas y empieza a hablar sobre cómo fueron evolucionando los puestos. “Primero eran caseticas por allá, y después nos asignaron los lugares aquí, y así empezó esto”.
La idea de empezar con la venta de esta comida se la da a su tía que con unas mujeres bogotanas empezaron a vender fritos en el parque. “Esto nació en el parque, y después nos trasladaron para el Malecón”, explica doña Gloria. Ella se caracteriza por ser una de las más veteranas en este negocio, ya tiene cierto respeto entre todos los empleados y visitantes del lugar. Y como es común entre negocio y negocio, todos los puestos son de familia, las dueñas son las mamás, las tías y las abuelas de los empleados.
Después de verla por tantos años, todos los días, a Gloria le sigue gustando la comida. “Me gusta prepararla y comerla también, ¡aquí todos comemos fritanga!”, no se cansa y no se cansan, porque más allá de la comida, el lugar es un vínculo ligado a muchas historias, esfuerzos y oportunidades para las familias que han pasado por el famoso “Palacio del colesterol”.
*Estudiante del curso Textos Especializados, del Programa de Comunicación Social de la UNAB.