
Por Carlos Alberto Buitrago Pinto
carlosabuitragop@gmail.com
Con el cuerpo recostado sobre una barra metálica que también sirve para parquear bicicletas, exhausto y sin soltar un iPhone que no para de sonar, el secretario del Interior de Bucaramanga, José David Cavanzo Ortiz, desearía por segunda vez en menos de 48 horas mandar todo al carajo. Pero no puede. Como secretario del Interior, con el alcalde Juan Carlos Cárdenas Rey autoaislado en su casa, la responsabilidad del simulacro preventivo y ahora el decreto de aislamiento obligatorio recaen en sus hombros. Dos suspiros profundos demuestran su cansancio físico.

–Es la profesión que escogí y amo hacer esto– le dice a su interlocutora por teléfono, intentando no preocuparla, mientras se mueve en círculos por la entrada del parqueadero de la Alcaldía sin dirección alguna.
Minutos antes, el presidente había hecho oficial la medida para todo el país y en Piedecuesta, la Policía ya había detenido a dos personas por el incumplimiento del simulacro. El general Luis Ernesto García,comandante de la Policía Metropolitana de Bucaramanga ya había admitido que Piedecuesta, La Cumbre y el norte de Bucaramanga podrían ser los principales sitios de incumplimiento.
Sin embargo, en un recorrido por los barrios La Esperanza, Kennedy, Café Madrid y Colorados realizado el 20 de marzo, la realidad era otra. Contrario al bullicio inentendible de viernes por la noche que se mezcla con vallenatos y música popular, en las calles reinaba un silencio de cementerio. Solamente apareció un borracho, frente a una tienda que atendía con la puerta cerrada.
Mientras tanto, a Centroabastos, como todos los sábados de madrugada, llegaban los camiones con más de 2.400 toneladas de alimentos. A pesar de que el tapabocas que debían usar conductores, bodegueros, vendedores, coteros y celadores ocultaba la mayor parte de las expresiones faciales, todos estaban perplejos. Aunque sus labores estaban excluidas de la restricción, ninguno dimensionaba la magnitud de la cuarentena.
-Pienso irme al campo, con mi familia hasta que pase todo– me dijo Anderson León, un vendedor de alimentos en San Martín, Cesar, mientras carga su camión. –Allá es menos posible que llegue la contaminación-, agregó.
Amanece en cuarentena
Con los primeros rayos del sol, apareció un video a manera de denuncia de un bus de Metrolínea que llevaba la misma cantidad de pasajeros que durante un día normal. Sin embargo, los ingresos diarios del Sitm cayeron un 80%. En la Puerta del Sol no hubo trancón. En los semáforos ya no se escucharon pitos ni madrazos y de 7.216 taxis matriculados que movían 1.170 millones de pesos diarios, únicamente 500 siguieron trabajando, aunque no parecían tantos. Motos hubo por doquier. La mayoría eran domiciliarios que iban uniformados por sus respectivas empresas para intentar no ser detenidos.
A la entrada de la plaza central de mercado, Jhon Macario Anaya rocíaba con una mezcla de vinagre y alcohol las manos de más de 550 personas que entraban a hacer mercado. Es delgado, ágil y no se le escapa ninguno.
–Uno detrás de otro– gritaba intentando imponer orden. –Las manos jefe– se las pedía a un hombre y le explicaba diciendo –es por la salud de todos–.
Las calles 34 y 35 (Paseo del Comercio) desde la carrera 19 hasta la novena eran irreconocibles.
El ruido ensordecedor de los motores de los buses y los gritos con ofertas de productos de más de 1.200 vendedores ambulantes desaparecieron. Aunque no ven la hora de volver.
–Ya no aguantamos más– exclama por teléfono Sandra Monsalve, líder de los vendedores informales del Paseo del Comercio y madre de cuatro hijos, uno de los cuales es paciente oncológico.

Durante el aislamiento, se suspendió todo tipo de actividad con 35 excepciones para garantizar el derecho a la vida y a la salud pública. Entre esas, la de Aira Castro Ortiz, ‘escobita’ de la Empresa de Aseo de Bucaramanga que a las 10 de la mañana ya había cumplido con la labor que normalmente le tomaría hasta la 1 de la tarde.
–Eso fue rapidito (sic)– se apresuró a explicar antes de cruzar la carrera 27 para esperar Metrolínea –como no había carros, eran hojitas no más lo que había que recoger–.
Cae la tarde
Con el cierre de la actividad bancaria, el gentío que se veía por la mañana disminuyó. Así como también disminuyó el bochorno de las dos de la tarde y la bruma que había obligado a un pico y placa ambiental. Una medida que, sumada al aislamiento, desplomó las ventas de combustible más de un 90 %.
La Plaza Cívica ‘Luis Carlos Galán’, epicentro de manifestaciones, estaba vacía. Un hombre joven vestido de payaso apocalíptico –gabardina negra, gafas tipo Mad Max y tapabocas– pasaba por allí intentando encontrar, en vano, algún espectador para su espectáculo de sombreros.
En el parque Romero los pocos vendedores de flores que fueron con la esperanza de vender al menos un ramo, debieron tirar a la basura todas las flores. –Hasta los muertos se quedaron sin flores– dijo, riendo irónicamente, Luis Eduardo Cantillo, uno de los decoradores.
Desde los balcones de los apartamentos que tienen vista hacia el occidente, se apreciaron atardeceres de colores a veces ocaso, a veces arrebol, pero ninguno significaba el fin de la jornada laboral. Muchos restaurantes decidieron cerrar, como El Tony, y otros atendieron únicamente por domicilios.
–Hablando como hablamos en gastronomía– dice Libardo Suta, fundador de Libardog que cerró estas tres primeras semanas y luego atendió por domicilios –tenemos un chicharrón.
Un problema que afectó a todos los sectores, unos más que otros. Tres semanas en las que disminuyó la venta de carne a la mitad, que paralizó la fabricación de un millón de pares de zapatos semanales, que obligó a utilizar 70 litros de hipoclorito y 140 litros de jabón diarios para limpiar las calles, que dejó 8.540 comparendos y 804 inmovilizaciones de autos, que cambió los comportamientos sociales, que desapareció los trancones a las seis y media de la tarde por aplausos a las 8 de la noche, que desocupó las canchas de la ciudad, que hizo más lentas las redes de internet y que, incluso, benefició a los perros caseros, porque sus amos decidieron pasearlos por más tiempo del habitual para hacerle el quite al encierro.
Tres semanas en las que los días eran más largos y tenían sabor a domingo por la tarde cuando todo parece acabarse. Tres semanas en las que fue posible ver la ciudad desde un extremo al otro en un silencio que tal vez nunca volvamos a experimentar.