Por: Santiago Vásquez García / svasquez592unab.edu.co

«Esto acá antes era una cosa de locos», dice Alberto Rueda mientras vamos caminando en medio de la cancha del sector de Pantano 2 en el barrio La Joya. El asfalto de la cancha, donde «se juegan meros partidos», debe estar igual de caliente que un sartén antes de poner a cocinar las arepas del desayuno. 

Nos dirigimos hacia el sector más al norte del parque. En lo que veo hacia atrás para ojear con más detalle el barrio, Alberto suelta, con la misma sonrisa con la que me recibió, un «usted relajado que acá a falta de una cámara de seguridad tiene 20».  Los problemas que tenía el barrio La Joya eran crudos: «acá teníamos muchos problemas con fronteras invisibles y eso. Uno tenía qué andar mirando para todo lado y andar con el fierro porque si no, quién sabe. Era una cosa loca», dice Alberto. La violencia y los problemas que vienen relacionados con el microtráfico eran los que perturbaban la vida de los habitantes del barrio que ya cumple 60 años. 

Desde hace dos años llegó el cambio. «El barrio inició su transformación cuando se empezaron a trabajar procesos con la Junta de Acción Comunal. Se trabajó en comunidad, y la gracia era mostrar los puntos en donde había qué camellar más», menciona Alberto. Él es el joven encargado de la parte musical en el barrio. A sus 24 años trabaja junto al profe Richi, para convertir el sector y dejar lo duro en el olvido.

Muchas veces para llevar a cabo un proceso de cambio no basta solo con la iniciativa. Se necesita ayuda, y más cuando son temas tan complejos como un cambio social en un grupo de personas bastante amplio. En este caso, no fue suficiente solo con las personas del barrio. Llegaron la Escuela Municipal de Arte, el profesor Ricardo Oviedo, las líneas musicales que vienen creando con la Fortaleza Leoparda Sur y se empezó a trabajar con ellos. Este cambio se hizo al ritmo de cumbias.

Es un tanto curioso pensar que, en un departamento tan repleto de montaña y con un sonido que va más hacia el bambuco y la guabina, la capital suene más a cumbias. «Yo creo que todo tiene qué ver con el hecho de que Bucaramanga era una ciudad que no había experimentado su parte carnavalesca», dice Ricardo «Richi» Oviedo, un personaje de suma importancia en el movimiento cumbiero. 

Richi Oviedo. Músico y cumbiero reconocido en Bucaramanga. Foto: Santiago Vásquez.

La llegada de la cumbia a la ciudad, según Richi, «se remonta a la antigua estación del tren y todo el tema del Café Madrid. En ese entonces cuentan que había un bailadero que se llamaba Los Sabanales en donde escuchaban a Los Corraleros de Majagual y lo que pasaba». De ahí se fue trasladando poco a poco hacia los barrios, y ya entre finales de los 70 y principios de los 80 queda consolidada ahí con la música de Pastor López, Rodolfo Aicardi y otros exponentes de la cumbia tropical. 

Las personas fueron armando sus playlists, pero con acetatos y vinilos. Como la fiesta, el jolgorio y esa actitud de goce están presentes en el bumangués, entonces, todo se dio. Las fiestas salieron de las salas a las calles. Ahí, al ritmo de «Cariñito», «Tabaco y Ron», «Lloro mi corazón» y otro sinfín de canciones empezó a cocinarse, y también conservarse, el mute -porque esto justamente es una mezcla de muchas cosas- es el movimiento de las cumbias en la ciudad. 

En esas fiestas de barrio y luego en las que se hacían en las minitecas, se desarrolló una forma autóctona de bailar cumbias. «Nosotros tenemos una forma característica de bailar cumbias, y eso hace que la ciudad tenga un papel fuerte en el tema identitario del género», dice Richi. En los salones de baile, y en las competencias que se hacían, se fueron forjando los mejores bailarines de la ciudad, tal cual como guerreros que iban aumentando su reputación con cada combate ganado. Entre esos, estuvo Néstor Jair Muñoz, o «Jair Cumbias» como es más conocido. Él cuenta: «empecé a bailar desde los 17 en las minitecas. La primera miniteca a la que yo fui fue a Mundo Tropical, que quedaba en el barrio Niza. Ya después me fui hacia la terraza de La Rosita y a otras. Allá hacían competencias y había muchos bailarines». 

Ese ambiente hostil que ha rodeado a los barrios populares por décadas fue el que provocó la marginalización de la cumbia en la ciudad. Se hacían las fiestas en las casas y demás, y justo aparecían los «combos» a armar pelea. La situación se repetía tanto que se empezó a notar el patrón de que, sitio donde sonaba cumbia, sitio donde se formaba la «pelotera» porque a los combos les gusta esa música. ¿Cuál fue la solución? No poner más el género en las fiestas. Así se evitaba el mal ambiente. Esto llevó a que la cumbia en la ciudad se llevara a un estatus marginal y se limitara a estar en los barrios. El asunto es que la cumbia tiene el mismo aguante que el latinoamericano de a pie. Así, escondida y todo, se estableció como la identidad de la ciudad y sobrevivió a fenómenos musicales como el rock, la salsa, el vallenato y la fuerza tan arrasadora que ha sido el reggaetón. 

Ese estatus de violencia es el que se está cambiando en la ciudad. Las personas relacionan todo lo barrial con algo malo. Hay mucho prejuicio, no solo hacia lo que significa el barrio, sino también con la gente que lo habita. Todo el que habla un poquito más relajado, se viste con ropa grande y se peina de una manera diferente es tachado de ñero. «Nosotros queremos combatir esa estigmatización que se le tiene a la misma gente del barrio, y ahí es donde hemos trabajado con el profe a nivel de la cumbia. Para que las personas vean que el género no es violencia. Queremos que vean que la cumbia es cultura y es raíces», dice Alberto, sentado en una de las bancas del parque de Pantano 2. Al verlo, siento que exterioriza la misma pasión con la que un argentino puede hablar de Maradona, Gardel o Messi. Eso lo produce la cumbia. 

Richi Oviedo, su banda y bailarines ensayando en el Centro Cultural del Oriente. Foto: Santiago Vásquez.

Todo proceso tiene su historia, pero llega el momento donde el resultado se ve. Que la cumbia se deje de ver como un género que es sinónimo de violencia, y que solo lo escuchan los ñeros, es algo que no es instantáneo, pero se va a dar. Ya pasó en Cali con la salsa, en Cartagena con la champeta, o incluso en Medellín con el reggaetón. Poco a poco se va desligando ese significado y pasará a hacer parte de la cultura urbana de la ciudad, así muchos la miren con recelo. Eventualmente las personas van a dejar de hablar mal. Lo que interesa primero es callar todo el ruido en contra para que la misma música pueda sonar con completa libertad y logre el cambio social, porque «la gente que menosprecia y genera desdén hacia otras no cambia, solo se calla», dice Richi.

Por eso, la lucha que se baila y se trabaja en los barrios es por lograr una identidad diversa, en la que la cumbia quepa y marque a Bucaramanga como la impulsora del género. 

Universidad Autónoma de Bucaramanga