Por: Laura Camila Niño Pinto/linino820@unab.edu.co
Una carretera en eterna construcción
La carretera es Curos – Málaga, sí, esa de la pésima infraestructura vial, la de las curvas, los abismos y los mareos. Allí se encuentra la provincia de García Rovira en Santander. Hay que pasar por Guaca, después por San Andrés, tomar el puente Hisgaura; el más elevado de Colombia y el que duró año y medio sin funcionar por las ondulaciones y fisuras que se le hicieron, pero por el que hoy, así sea con miedo, ya uno pasa. A 29 kilómetros de Málaga y a 7 km de la carretera principal, se encuentra Molagavita, un pueblito de ocho calles y seis carreras.
Tal vez usted no lo conozca, ni escuche de él, esto puede ser por el difícil acceso. La vaina es que la provincia de García Rovira se consolidó por allá entre 1853 a 1855. Desde hace unos cien años, se empezó a trabajar la vía Curos – Málaga y aunque en las últimas décadas se han reflejado los mayores avances, aún hace falta pavimentar 63 kilómetros de los 124 que tiene esta vía.
Por una parte, si es un terreno difícil de trabajar, no solo por la falla geológica que se presenta en el territorio, también por lo montañosa que es. Pero, por otra parte, está la realidad a la que no se le ha dado el suficiente bombo y es que la gestión gubernamental con esta carretera ha sido una porquería. Ha faltado inversión, cumplimiento en las obras y, sobre todo, calidad.
Esta carretera, según los ingenieros de vías, debería tener una velocidad de unos 30 km por hora, pero se logran unos 10 km en un buen día. Entonces, el viajecito a Molagavita, o Málaga, que tal vez le suene más, dura unas siete u ocho horas.
Como es tradición calmar a la gente con promesas, en este febrero de 2023 el ministro de transporte, Guillermo Reyes, se comprometió con la comunidad y los alcaldes de los municipios a buscar 450.000 millones de pesos que se requieren para pavimentar la vía completica. Les dibujó la idea de desembolsar anualmente 140.000 millones de pesos. Se supone que esto permitirá que los 124 kilómetros estarían totalmente pavimentados en 2 o 3 años… amanece y no vemos.
Dizque turismo y patria chica
Tal vez ya más pulidita la vía todo Santander se anime a conocer Molagavita. Este pueblito fue fundado el 15 de marzo 1709 por Catalina Fajardo, quien le compró el terreno al rey Ezpeleta. Eso ahora se conoce como Pueblo Viejo, porque después de un terremoto en 1875, la población tuvo que moverse unos kilómetros al occidente, a terrenos vendidos por Tomás Gómez, según nos enseñaron la historia. Ahí se construyó Molagavita la Nueva, ese sí es el pueblo que existe hoy en día.
El nombre de Molagavita surge de un término indígena que quiere decir “baño oloroso detrás de la cumbre o loma”, pero les juro que Molagavita huele rico, de hecho, muy rico. El olor a tierra y aire fresco es constante y a veces lo acompaña el olor a pan recién hecho, a café recién molido o a panela. También es una tierrita que para ser tan pequeña ha parido mucho talento. Nos dio al maestro Luis María Carvajal, músico y compositor de joropos, torbellinos y bambucos.
Tal vez a usted le suene este torbellino que durante mucho tiempo lo cantábamos como el himno del pueblo y suena así:
[pums papana pums, papana pums]
¡Viva fiesta!/¡Viva!/Veni pa´ cá,/no puedo ir.
¿Por qué mi amor?/Ahí tá papá,/disimulá/ay so jeroz./sácale el sí,/entre los dos.

Veni pa’ cá
Del pueblito también son Bilma y Manuel joyero, que en realidad se llama Domingo, pero que yo y tal vez todos los que ahora somos jóvenes, incluso podría decir que, hasta sus hijos, Daniela y Sebastián, hemos pensado toda la vida que Manuel es Manuel. Y no, es que en Molagavita a la gente se le conoce es por sus apodos. Todos tienen uno y si no lo tienen es porque no dieron papaya, son gente más bien seria o han puesto su temple desde chinitos para que no se lo pongan. Manuel Joyero, Roberto Topolino, La Chata, don Chucho, Pacho Pinto, Macho Rucio, Muerto Lavado, Clínex, Chicote, Pájaro Loco, Pacho Largo y algunos otros más chistosos y descriptivos. Yo me vine de allá y no me traje ningún apodo, casi que me pueden cuestionar ser de allá por esa denominación de origen.
Bilma Lucila Herrera Vargas, como la mayoría de molagavitenses que aún residen, lleva toda la vida en el pueblo. Domingo Alfonso Anaya Becerra, Manuel, que nació y se crio allá, vivió un tiempo en Bucaramanga y agradece haberse devuelto a su tierra natal, hoy esta pareja lleva 24 años de casada. Tienen dos hijos, dos perros, dos gatos y como dice Bilma: “mejor dicho es que estamos en la gloria”. Manuel con el mismo entusiasmo y por poco encimándole las palabras a su esposa, suelta un “¡jáá! Vivimos en el paraíso”.
Ellos ya viven solos. Su hija Daniela, quien estudió el bachillerato en la Normal Superior de Málaga, que es la oportunidad más accesible para obtener una mejor calidad académica ahí cerquita. Obtuvo una beca Pilo Paga y en el 2022 culminó su carrera como odontóloga en la Universidad El Bosque, en Bogotá. Su hijo Sebastián sí hizo la primaria y el bachillerato en el pueblo y ahora está estudiado Ingeniería de Sistemas en la Universidad Industrial de Santander.
Siendo nada más ellos dos, se levantan a eso de las cuatro y media de la madrugada para organizar su desayuno. Arepa con caldito y chocolate. Me lo dicen pensando que acá en Bucaramanga no nos morimos por desayunar con tremendo banquete todos los días. Explica Bilma que allá aún las comidas son muy tradicionales por el clima y el estilo de vida.
Y es que en Molagavita los días empiezan muy temprano. Infaltables tanto el frío penetrante que los hace fieles amigos de las ruanas, como el paisaje despejado con las montañas de fondo. La gente a las cinco de la mañana ya está ordeñando sus vacas. A las cinco y media está abierta la tienda de doña Rosa, que es la más central y donde la gente toma tintico mientras se llena la Flota Cáchira, que viene a Bucaramanga o los buses que van a Málaga y cogen camino a las seis.
A las siete, la mayoría de negocios están abiertos. El Grand de Manuel, su micromercado, recibe clientes. Queda en el primer piso de la casa. En el casco urbano, lo que más se ve es el comercio. Tiendas de abarrotes, como las tiendas de barrio acá, droguerías, micromercados, panaderías, carnicerías y fruterías. Sin embargo, como dice Manuel: “acá todos provenimos del campo, entonces la economía gira sobre el campo y pues sí se mueve el comercio y yo hago parte con la tienda, pero acá hay sobre todo una economía rural”.
En Molagavita, de los 4.393 habitantes, solo el 13.5% viven en el casco urbano y en la zona rural se encuentra el 86.5% de la población. Así que las actividades económicas de mayor fuerza son la agricultura, la ganadería y el comercio. Lo que más se cultiva es frijol, maíz, caña y fique. La yuca, el plátano, la papa, las hortalizas y las frutas igual no faltan. Por eso es que en Molagavita se come tan bueno, nada más con las delicias típicas que se distinguen por la sazón tradicional, como los tamales, los ayaquitos de mazorca, el mute o las arepas de maíz pela’o y por supuesto: la tradicional cuca, la misma que con queso de hoja se vuelve un manjar.
Antes, ninguna tienda tenía nombre y si lo tenía ni se le conocía, era, vaya a donde don Chucho, allá donde Manuel, el pan donde Mireya. Ahora, cada negocio tiene su nombre y se le llama por él. Eso se encuentra de todo, hasta celulares venden. Y en el caso de El Grand, antes, cuando me la pasaba allá metida, era una tienda lo más de acogedora, con un tejo al fondo. Se jugaban cartas en las tardes, los domingos se bebía tendido y ahora es un micromercado con todas las de la ley. Y la verdad debo decirlo, en Molagavita no hace falta un OXXO.

Los dolores de la violencia
Hay quienes también le atribuyen esos avances al paso del tiempo y a la seguridad que ha venido mejorando en el país. Pues, según como cuentan los habitantes, todo era muy próspero, pero en 1996 empezó a metérseles la violencia del conflicto. Llegaron hurtos, secuestros y balaceras.
La guerrilla arrimó y todo cambió, la paz quedó secuestrada a manos del ELN. En el 2002, llegaron los paramilitares y no había ni tranquilidad ni abundancia de nada. No dejaban pasar ningún vehículo, les robaban los carros o les robaban la mercancía y siempre existía el miedo de jugarse la vida. Por lo que no entraba casi nada al pueblo y la gente que podía, se iba.
La guerra, como en toda Colombia, ha mermado. Al menos, de momento. Por eso, volvamos con Bilma. Desde hace treinta años trabaja como auxiliar administrativa en el Instituto Técnico Luis María Carvajal. Camina tres cuadras subiendo “bien de pa’ arriba”, porque en Molagavita las calles son tan empinadas que para bajar toca tener las rodillas fuertes para no irse de geta. Y de subida es el ejercicio perfecto para pierna y nalga.
Su jornada inicia a las siete de la mañana, a la misma hora en que entran los estudiantes de bachillerato. Allá arriba en el colegio, donde se acaba el pueblo, se cursa la secundaria. En la escuela, que queda a un costado del parque, se hace preescolar, primero y segundo. Y tercero, cuarto y quinto se dictan en el Plan Colombia, que está ubicado a pocos metros de la entrada al pueblo. Hay, en las tres instituciones, 220 estudiantes.
Le pregunto a Bilma sobre cómo ve ahora la educación, pues por allá en el 2009, la gente se quejaba, era muy normal la deserción y muchas familias tenían entre ojos mandar a sus hijos a estudiar a Málaga. Ella, con esa tranquilidad que le da el sentido de pertenencia, me cuenta que ahora el sistema educativo ha mejorado mucho, hay más preocupación del gobierno, más recursos y más oportunidades. “Ahora los jóvenes tienen más acceso a la educación superior con becas y beneficios, principalmente los que arrancan en la UIS en Málaga o en las Unidades Tecnológicas y en la UIS en Bucaramanga o también se van más lejos. Ya uno ve ahora que los jóvenes tienen otras chances, porque acá lamentablemente las fuentes de trabajo y los espacios laborales son muy reducidos”, remata Bilma.
También hablamos de la forma en la que ese efecto disminuye la población, pues todos se van. En esas, Manuel comenta que es la razón por la que todo va cambiando tan rápido, “claro, es una situación que a veces preocupa, porque ha ido alterando la economía y la forma de vida de acá. El campo se está quedando sin esa mano de obra que pueda continuar con las labores, se nota totalmente el cambio”.
Y es que, en estos pueblos, el campo lo siguen manteniendo los veteranos que ya se están agotando y por más resistencia que tengan, la edad los está achacando. La vida de campo y su trabajo es muy pesado, ahora es un estilo de vida que no le llama a la atención a la mayoría de jóvenes del territorio. Al final el progreso podría terminar con la vida en el campo, pues a mayor cantidad de título profesionales, menos manos siembran.