El aporte de las instituciones de educación superior en el avance a la consecución de dicho objetivo es fundamental, ya no únicamente a través de la promoción de la educación de las mujeres en todas las ramas del conocimiento, sino a través del abordaje de procesos de investigación-acción encaminados a contribuir a la disminución en las brechas de género. /IMAGEN TOMADA DE INTERNET

Por Ángela María Díaz Pérez

Doctora en Género y Políticas de Igualdad, Investigadora

Docente del Instituto de Estudios Políticos – Unab

A pesar de que, en Colombia, hasta hace pocos años hablar de equidad de género, feminismo o diversidad humana era visto con suspicacia, incluso, en entornos académicos, el avance global de las reivindicaciones feministas y la consolidación de los estudios de género han puesto sobre la mesa la necesidad de comprender que, si más de la mitad de la humanidad es dejada atrás y se desperdician sus habilidades, los procesos de desarrollo socio económico terminarán por fracasar.

Por esta razón, la Agenda 2030 propuesta por Naciones Unidas, en la que se reflejan los compromisos y acciones necesarias para avanzar hacia el logro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), ha puesto de manifiesto a través de su objetivo número cinco, Lograr la igualdad de género y empoderar a todas las mujeres y niñas, como uno de esos retos fundamentales con potencial para transformar el futuro.

Esto supone que las diferentes aspiraciones y necesidades de las mujeres y los hombres sean valoradas y promovidas de igual manera, garantizando así el acceso a los derechos, las responsabilidades y las oportunidades, sin importar sexo, etnia, edad, etcétera, implicando que todas las personas tienen libertad para desarrollar sus capacidades y tomar decisiones de forma consciente.  El medio para lograr dicha igualdad en sociedades con tan altos índices de desigualdad como la colombiana, es la equidad de género, entendida como la justicia en el tratamiento a todas las personas de acuerdo con sus respectivas necesidades.

El aporte de las instituciones de educación superior en el avance a la consecución de dicho objetivo es fundamental, ya no únicamente a través de la promoción de la educación de las mujeres en todas las ramas del conocimiento, sino a través del abordaje de procesos de investigación-acción encaminados a contribuir a la disminución en las brechas de género.

Según los datos publicados en diciembre de 2019 por el World Economic Forum a través de su Global Gender Gap Report 2020[1], uno de los estudios más relevantes a nivel mundial y que analiza para los 153 países participantes en él las brechas de género en cuatro dimensiones: salud, educación, acceso al mercado laboral y participación política, evidencia que, a pesar de los avances, aún nos faltan en promedio 100 años para alcanzar la equidad entre los géneros.

En el caso específico de Colombia, el país pasó en los últimos dos años del puesto 40 al 22, un significativo avance que logró gracias al cierre de la brecha en educación y prácticamente en salud.  Es necesario aclarar que, el análisis de estas brechas solo está referido a las diferencias en el acceso a estos derechos por parte de mujeres y hombres dentro del país, pero no analiza las desigualdades de la calidad en los sistemas entre los países.

Las peores cifras las encontramos en materia de participación económica, por ejemplo, a nivel de brecha salarial estamos en el puesto 122 de los 153 países y en participación política de las mujeres en el puesto 100 si nos referimos a la representación de las mujeres a nivel parlamentario.

A pesar del avance positivo en el ranking, es necesario que nos cuestionemos por qué aún tendremos que esperar más de 100 años para conseguir la paridad. La respuesta está en que a pesar de las medidas gubernamentales como la discriminación positiva o las políticas públicas que fortalecen la equidad, estas no generan un impacto significativo a nivel de imaginarios sociales, en los cuales la participación de las mujeres en ámbitos tradicionalmente públicos como la economía y la política, sigue viéndose con desconfianza ya que son áreas tradicionalmente dominadas por los hombres.

Para conseguir una transformación social profunda, requerimos poner en marcha procesos educativos enfocados especialmente a las nuevas generaciones, para intentar que crezcan sin las limitaciones impuestas por los roles y estereotipos de género, permitiendo el desarrollo de las capacidades, el acceso a los derechos básicos, así como en la mejora del acceso a mercados laborales y a los recursos económicos en igualdad de condiciones.  Ello requiere generar las transformaciones necesarias que permitan visibilizar y disminuir las desigualdades estructurales operantes dentro del sistema patriarcal.

Se reconoce, por tanto, la perspectiva o enfoque de género, como herramienta fundamental en los procesos de desarrollo, entendida desde tres dimensiones: como una forma de observar y pensar los procesos sociales, las necesidades y las demandas; como un marco teórico para entender las desigualdades de género, y finalmente, como una categoría o herramienta de análisis que incorpora de manera sistemática el principio de igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres (Likadi, 2004)[2].

Esta incorporación de forma transversal en lo referente al sistema educativo, supone superar las barreras impuestas en el imaginario permitiendo desarrollar las acciones diferenciales requeridas para mejorar la calidad de vida de toda la comunidad.  El acompañar desde la academia procesos de empoderamiento y autonomía que permitan a las mujeres ser agentes de su propio cambio, permite mayor probabilidad de éxito en cuanto a la sostenibilidad de los procesos, no únicamente a nivel económico sino en transformaciones que impacten las relaciones sociales.

Desde el enfoque de género en el desarrollo, se abordan dos conceptos que han de ser tenidos en cuenta en todo proceso de planificación estratégica de una educación que forme profesionales capaces de promover desde sus áreas de conocimiento un desarrollo sostenible: el primero, se refiere a las necesidades prácticas, es decir, todas aquellas acciones inmediatas que se toman encaminadas a garantizar la cobertura de las necesidades y derechos básicos como son la vivienda, la salud, la alimentación y la educación. El segundo, el concepto de intereses estratégicos, encaminado a disminuir las brechas de poder que derivan en un diferenciado acceso a espacios de toma de decisiones, y al control de los recursos básicos para garantizar unas condiciones de vida dignas.

Nada de esto será posible, si no empezamos a educar a las niñas para la autonomía emocional y económica, que ha mostrado en los últimos años un impacto positivo, por cuanto se evidencia el empoderamiento y liderazgo, fundamentales en la toma de decisiones. Estas trasformaciones en las relaciones de poder a nivel individual y familiar modifican aquellos mandatos de género que imposibilitan el desarrollo de las capacidades humanas de las mujeres. Igualmente, es necesario educar a los niños, para el desarrollo de nuevas masculinidades enfocadas al establecimiento de relaciones igualitarias, corresponsables y respetuosas, no fundamentadas en el abuso de poder.  Solo si como docentes asumimos el reto de educar más allá de contenidos académicos y ayudamos a desarrollar habilidades para la vida, lograremos consolidar una sociedad donde las violencias no sean normalizadas y desarrollemos una ciudadanía propositiva y constructiva, en la que todas las personas seamos valoradas en igualdad de condiciones.            

[1] Para leer el informe completo: http://www3.weforum.org/docs/WEF_GGGR_2020.pdf

[2] LIKADI (2004) La inclusión de la perspectiva de género en las políticas locales de Camp de Morvedre. Ayuntamiento de Sagunto. España

Universidad Autónoma de Bucaramanga