Por Johan Alejandro Paipa C. / jpaipa@unab.edu.coo
Misael Rangel Carreño anticipa su respuesta a la pregunta, ¿qué es lo que más extraña por no ver? Piensa durante un segundo, o menos, toma su bastón con las dos manos y lo rodea entrelazando sus dedos.
–Ay Dios… todo, todo — se de- tiene de nuevo un momento y continúa—. Sin visión es una vida muy diferente a la que lleva aquella persona que tiene ese don de la vista, créanlo. La visión del ser humano es uno de los tesoros más preciosos que cada día deben cuidar.
Aunque extraña ver, ha aprendido a llevar una vida normal. Es un hombre alto, de contextura gruesa y cabello negro siempre peinado. Su sonrisa grande, ca- risma y una que otra broma hacen que el tono perla nublado de sus ojos sea casi imperceptible.
Es lógico que eche de menos ese sentido que lo acompañó a plenitud durante 23 años de su existencia. En ese vigésimo tercer año, la retinosis pigmentaria con la que nació lo condenó a la ceguera total.
Misael tiene hoy 39 años de edad, lleva 16 años aprendiendo a sobrellevar una discapacidad que, según él, lo volvió capaz.
–No existen barreras que no se puedan superar en la vida, y que si yo tengo una limitación es solo mental. Cada quien crea su discapacidad.
Los retos de no ver
Hay varios retos que debió superar en estos 16 años. La movilidad es uno de ellos. Sale de su casa en el barrio Chacarita, en Piedecuesta, acompañado siempre de un amigo delgado, metálico, que le da hasta el pecho y calza un único zapato de goma: su bastón. Ese que nació hace casi cien años en Argentina después de que José Mario Falliotico presenciara a un hombre invidente tratando de cruzar la calle. Así surgió la idea de ese amigo incondicional que Misael y la mayoría de personas con discapacidad visual tienen. Ese amigo silencioso, el que siempre da la mano y en el que se pueden apoyar.
Recorre Bucaramanga con la misma soltura y libertad del pez que se mueve a sus anchas por el mar. Conoce de memoria las concurridas calles del centro de la ciudad, las lleva grabadas en su mente aunque ya no las pueda ver.
Las travesías que emprende a diario representaron para él miles de obstáculos, algunos de ellos sobre las calles que hoy ya camina con soltura.
–No es fácil entrar uno al mundo de los ciegos, pero cuando Dios lo dispone así, de cualquier manera hay que aceptarlo y superar cada día las barreras que encontramos en nuestro diario vivir –, dice.
Barreras que la mayoría de veces son físicas sobre uno de los lugares que más recuerda del centro de Bucaramanga, la carrera 15. Conoce cada lugar y calle, se ubica rápidamente mediante métodos que desarrolló con el tiempo. Los sonidos, la brisa, los olores. Tiene cada calle de la carrera 15 diferenciada por un aspecto. Aunque no todo es color de rosa.
–Se recorre con mucha dificultad para las personas con discapacidad, a pesar de que existe la línea guía que debería estar libre, siempre está obstruida por elementos y personas.
La línea guía que hay en la mayoría de andenes de la carrera 15 por lo general está repleta de vendedores que ponen sus pues- tos sobre ella. Varias veces Misael los ha chocado accidentalmente y la gente lo increpa hasta el punto de insultarlo. Pero qué culpa tiene él de andar blandiendo su bastón de un lado a otro y que no detecte nada, o lo que es peor, que encuentre muchos obstáculos. Misael camina con energía, seguridad y fortaleza, no es un hombre tímido y lo refleja hasta en su forma de andar.
Muchas veces su bastón va a parar contra rodillas, carros, motos y todo tipo de trabas y estorbos que encuentra en su camino. Uno común es lo que él describe como “mataciegos”, una serie de bolardos que no superan los 50 centímetros y que son la pesadilla de las personas con discapacidad visual. Cuando el bastón no alcanza a hallarlos, es la canilla o la rodilla de las personas la que recibe el golpe seco. Que la gente entienda lo doloroso y frustrante que es andar a ciegas y chocar, no poder moverse, es una situación complicada. La cultura ciudadana que hay (o que no hay), y la poca conciencia de las personas con los diferentes tipos de discapacidad, es el reto más grande que afrontan, no solo ellos, sino toda la sociedad.
Mientras recorre el puente de la calle 37 para pasar al otro lado de la carrera 15, Misael desplaza su mano por la baranda blanca y fría, siente la vibración del metal por todo su cuerpo y disfruta del viento que corre frío y reseca sus labios. Al llegar al otro lado, la gente empieza a ayudarle a dirigirse y a caminar.
–Yo sé que lo hacen con buena intención, pero a veces lo corren a uno muy bruscamente –. Dice con un tono de voz diferente, como molesto con la persona que lo ayudó–. Es quizá la angustia de la gente al creer que se golpeará o algo malo le sucederá lo que la motiva a ayudar. La misma angustia que se siente al ver a Misael pasar una calle y que escasos centímetros lo separen de un bus en movimiento. Esa que experimentan, quizá, todas las personas que están ahí, viendo, imaginando que lidia todos los días con situaciones similares gracias a la falta de cultura vial en la ciudad. ¿Qué sentirá él? Un vértigo invisible, perceptible solo por sus oídos y las musarañas que la gente hace con la intención de colaborarle.
Para llegar al centro usa bus hasta la zona conocida como Papi quiero piña, y desde allí toma Metrolínea. Cuando tiene a alguien que lo acompaña o que le ayuda a cruzar una calle, siempre pone la mano arriba del hombro, más abajo queda susceptible a tocar otras partes del cuerpo y él prefiere “evitarse ese chicharrón”. Con recuerdos identifica la ubicación de las partes del cuerpo, sabe bien dónde queda qué, y por eso es cuidadoso.
–¿Ha pasado alguna vez por ese ‘chicharrón’?
–¡No señor! –Dice entre risas–. Siempre estoy prevenido.
En Colombia hay 1.134.085 personas con algún tipo de limitación visual. /FOTO CAMILA DUQUE
De ver, a no ver nada
En su infancia recorría las mismas calles de la 15 en bicicleta. TransGirón, TransPiedecuesta y Cootrander, empresas de transporte público de tradición en Bucaramanga, que además hoy integran Metrolínea, eran las que acompañaban sus recorridos. La Puerta del Sol es otra de las imágenes que conserva en sus recuerdos, las casetas en que compraba golosinas, donde se sentó a esperar el bus innumerables veces y donde compartió charlas y chistes con sus amigos.
De niño era igual de alegre y pícaro, participaba como atrilero de la Orquesta Novedad de Piedecuesta, y cuando terminaban de tocar, él se ponía a jugar con los micrófonos y a imitar a los locutores que conocía.
–Un compañero de la orquesta me dijo un día ‘¡Misael usted tiene voz de animador!’ y desde entonces empecé a soltarme y a perder los nervios, de ser atrilero pasé a ser animador –Talento que conserva aún–.
El descubrimiento de su voz gruesa y comercial, además de sus conocimientos musicales como percusionista fueron algunas de las enseñanzas que le dejó la orquesta, todas ellas empíricas. Como una paradoja, viendo aprendió.
La pasión por la música lo llevó a convertirse en disyóquey a los 20 años, oficio que junto a la locución y la animación lleva desempeñando hace 19 años.
Tres años después, cuando perdió la vista por completo, tuvo que soportar también que muchas oportunidades laborales se esfumaran.
–La gente creía que no tenía la capacidad de continuar con mi talento, pero siempre que existe una limitación, existen también cosas para superarlas.
Y así fue. Cuando Misael veía, cargaba consigo una agenda con 520 discos musicales aproximadamente. Debió reacomodarlos y aprenderse su orden para seguir programando la música en los eventos en los que era contratado. Primero la música instrumental para bodas, fiestas de 15 años, segundo el merengue clásico, y así sucesivamente hasta que memorizó cada página en que se hallaban. Cuenta las páginas con soltura y rapidez, humedece con su lengua la punta de sus dedos índice y pulgar para pasarlas y asegurarse de no saltar alguna. Un par de páginas más adelante perdió la cuenta, frunció el ceño, chasqueó los dientes y volvió a empezar.
En su trabajo y en su vida, el oído se convirtió en su princi- pal herramienta. Lo cuida como su más grande tesoro, y no es fácil. Debido a su oficio se ex- pone a decibeles muy altos y eso puede perjudicar su audición. La importancia que tiene este senti- do para el ser humano es grande, pues cada célula de audición que se pierde con los ruidos fuertes es imposible de recuperar.
Aunque ya no tiene algo sumamente valioso, su vista, Misael ha aprendido a seguir adelante, ha encontrado motivación para el “bloqueo mental” que sufrió cuan- do la ceguera llegó a su vida. Y es que, casi a la par, llegó al mundo Karen Dayana, su hija. Su cabeza recae sobre la de ella, su rostro se desvía por momentos como si la mirara, de algún modo lo hace cuando la abraza. Él es un hombre
–¿Es muy común que pierda la cuenta?
–Al principio lo era, pero ya casi no. Antes me desesperaba porque necesitaba canciones que la gen- te me pedía, pero poco a poco fui ‘cogiéndole el tiro’.
En su trabajo y en su vida, el oído se convirtió en su principal herramienta. Lo cuida como su más grande tesoro, y no es fácil. Debido a su oficio se expone a decibeles muy altos y eso puede perjudicar su audición. La importancia que tiene este sentido para el ser humano es grande, pues cada célula de audición que se pierde con los ruidos fuertes es imposible de recuperar.
Aunque ya no tiene algo sumamente valioso, su vista, Misael ha aprendido a seguir adelante, ha encontrado motivación para el “bloqueo mental” que sufrió cuando la ceguera llegó a su vida. Y es que, casi a la par, llegó al mundo Karen Dayana, su hija. Su cabeza recae sobre la de ella, su rostro se desvía por momentos como si la mirara, de algún modo lo hace cuando la abraza. Él es un hombre cariñoso, divertido y extrovertido. Su hija es su mayor orgullo y habla jactándose del amor que le tiene. Gracias a ella, cuenta, buscó la manera de superarse y ser útil para la sociedad.
La conversación con Misael termina en un pasillo estrecho y caluroso del centro comercial San Bazar, lugar que, a pesar de su arquitectura laberíntica, conoce de maravilla. Lo último en salir de su boca es una tarea, como en el colegio, para el hogar.
–Hagan el ejercicio en su casa. Cojan un palo, una varilla, y después de caminar un minuto con los ojos cerrados pregúntense ¿qué es lo que más extrañan de ver?
Trate, solo por un instante, de ser él. Viaje por la oscuridad por la que él viaja, encuentre la felicidad en medio de ese mundo de solo tinieblas, haga como él.
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