Cae la tarde sobre el imponente y representativo tanque de agua del barrio La Cumbre. Un grupo de jóvenes y niños corren en dirección al salón comunal para buscar un lugar y esperar mientras los personajes coloridos se preparan para salir.

Animales, payasos, personajes animados, seres mitológicos y demonios saltan a las calles de uno de los barrios más poblados del municipio de Floridablanca para  continuar  con  la  tradición de los matachines que se celebra hace más de cincuenta años.

Al salón comunal llegan entre 20 y 30 jóvenes, cada uno lleva en sus manos la bolsa que contiene sus trajes y algunos también sostienen sus máscaras. Jhon Alexander Esteban Solano tiene 16 años y hace parte de la Corporación Recreativa, Cultural y Escuela de Matachines de Santander  desde  hace  cuatro. Viste camiseta y pantaloneta azul, y en una esquina del salón saca cuidadosamente su traje de una bolsa; amarillo, blanco, rosado y verde son los colores que escogió para realizar su vestimenta.

Levanta  sobre  sus  hombros la chaqueta llena de trozos de colores, que al igual que en su pantalón corto están cosidos cuidadosamente en busca de formar rectángulos de cada uno de ellos, de tal forma que se puedan apreciar los cuatro colores en frente y atrás. Su traje también va acompañado de unas medias azul  oscuro  que  sobrepasan  las rodillas y tenis que le permitirán correr cómodamente cuando sea necesario.

La Corporación de Matachines de La Cumbre, también ha hecho presencia en carnavales como el Carnaval de Barranquilla y el de negros y blancos, en Pasto. /FOTO SLENDY LISETH PINEDA P.

También prepara su gorro, llamativo y escarchado decorado en tonos azul y grises, y su máscara, que en este caso hace alusión al rostro de un hombre cuyas expresiones demuestran un tipo de enojo y una falsa sonrisa.

Llega la hora de salir y Jhon Esteban pone sobre su cabeza un pasamontañas, acomoda el gorro y la máscara. Junto con los otros jóvenes reciben instrucciones por parte del coordinador de la Corporación, Luis Eduardo Jaimes. Al ritmo de las notas musicales del bombo y el redoblante danzan los distintos personajes con sus trajes de colores, brindando alegría a quienes pasan y los esperan. De vez en cuando se escuchan también los golpes sobre el suelo a sus distintivas ‘bombas’.

La tradición

La festividad con los matachines empezó  en  el  barrio  La  Cumbre en 1964 con Antonio Reyes, quien en busca de divertir y alegrar  a  los  habitantes  en  épocas decembrinas, creó los coloridos trajes y junto con sus hijos y vecinos salieron a recorrer las calles. Desde entonces los habitantes del sector tomaron la tradición como propia, y se fueron incorporando al grupo más integrantes.

Cada  disfraz  está  compuesto por ropa hecha con retazos de telas  coloridas;  máscaras  en  fibra de vidrio o papel, materiales livianos que permiten que quien las use tenga más facilidad para correr, y lo más importante de un matachín: los imponentes y escarchados  gorros  altos.  Aunque actualmente los jóvenes los reemplazan por pelucas llamativas y de colores brillantes.

La Corporación recreativa, cultural y escuela de Matachines de Santander se creó desde 1991 con el fin de organizar a los matachines. Actualmente hacen parte de la Corporación entre 200 y 300 integrantes /FOTO SLENDY LISETH PINEDA P.

Avanzan en grupo, llenos de color, en medio de las comparsas organizadas para las ferias y fiestas del ‘municipio dulce’. De vez en cuando algún matachín rompe el orden para saludar a los niños que se encuentran en el camino, los más pequeños rompen en llanto al ver a estos personajes y los mayores, por su parte, en busca de un momento de diversión los retan a correr para ver si logran alcanzarlos y darles un golpe con su ‘bomba’, si lo hacen deben entregarles a cambio una moneda.

La   ‘bomba’,   al igual  que  la  máscara y el traje, es un objeto indispensable en el atuendo del matachín, representa el  golpe  que  se le da para obtener el dinero. También hace una burla a los españoles,  quienes en la época de colonización por medio de golpes obligaban a los indígenas a entregarles sus riquezas. Es por esto que quien sea alcanzado debe entregar una moneda al matachín, quien la reclama con gruñidos, amenazando con golpear de nuevo. En los inicios de esta tradición, las máscaras eran elaboradas en barro o madera y las ‘bombas’ eran la vejiga de una vaca previamente secada al sol durante dos o tres días,  pero  fueron  reemplazadas con globos envueltos de cinta, lo que evita los malos olores que se ocasionaban las vejigas de res.

En la Corporación existe una escuela de aprendizaje de máscaras, cuya elaboración tarda casi una semana con el proceso de secado y moldeado. Cada año entre los meses de septiembre y octubre, 40 o 50 niños aprenden cómo elaborarlas con ayuda de los más antiguos y en diciembre cada uno usa su traje elaborado en su totalidad por ellos mismos.

En busca de la seguridad y para evitar sanciones legales, Luis Eduardo Jaimes, coordinador de la Corporación, asegura que existen ciertos requisitos para poder vestirse de matachín: A los menores de edad se les exige tarjeta de identidad o registro civil, y un acta de autorización de sus padres en la que ellos se responsabilizan de las actuaciones  del  menor  mientras se  encuentra  en  la  agrupación.

Además cada uno debe portar un carné, con nombre y foto, que los acredita como matachines durante un año frente a las autoridades, de lo contrario están autorizadas para retener las máscaras y los trajes hasta que se realice la renovación o el trámite del mismo.

El desfile

Mientras descansan del recorrido, un payaso conversa con la bruja y el oso le muestra al diablo cómo tocar debidamente en el bombo la marcha que los acompaña. A su lado un par de hombres vestidos de ruana y sombrero, toman a la ‘carevieja’ y  la  levantan  en  sus brazos, entre risas y burlas, para tomar una foto.

El parque principal de Floridablanca está cada vez más cerca, ya cae la noche y se acerca el fin del recorrido. Con sus trajes y máscaras rompen la organización, se alejan de las comparsas que acompañan la feria y se separan, salen a correr golpeando sus bombas y persiguiendo a aquellos que desde hace algún tiempo en medio del camino, esperaban ansiosos este momento. Allí en el lugar quedan los más pequeños que son menos osados, y los músicos de la banda quienes continúan tocando las notas del bombo y el redoblante.

Por Slendy Liseth Pineda P.
spineda747@unab.edu.co

Universidad Autónoma de Bucaramanga