Las películas colombianas “María, la falda de la montaña”, de Rubén Mendoza, y la reciente “Ciro y Yo”, de Miguel Salazar, dan cuenta de diferentes formas de violencia que recaen sobre sus protagonistas, personajes reales que habitan en regiones apartadas del país; algunos de ellos fueron obligados a salir de su territorio y padecer la migración a las grandes ciudades.

Inesperadamente estas cintas tuvieron una respuesta favorable por parte del público en la taquilla, o por lo menos, les fue mejor que a otras obras de ficción del cine nacional estrenadas recientemente. Y aunque es viejo el debate entre las fronteras del cine de ficción y el documental, algunos directores contemporáneos son contundentes al no distinguir entre un cine y el otro, ya sea que utilicen actores profesionales o personajes reales, concluyen que ellos construyen representaciones, y una representación como tal es eso, una invención, un punto de vista filtrado a través de la mirada de uno o varios autores.

Sin embargo, no deja de ser paradójico que sea precisamente el documental, muchas veces menospreciado por su imperfección, por su estética cruda y poco estilizada, el que esté construyendo las representaciones más contundentes a cerca de nuestra realidad y sus complejidades. Miradas que ha intentado el cine de ficción, y que, salvo algunas excepciones, obras de Víctor Gaviria, William Vega o Carlos Gaviria, lograron deshacerse de ese colonialismo cultural imperante e impuesto desde cuna por cines de otras latitudes. Estos directores concibieron una estética propia que responde a nuestra realidad.

Desde esta perspectiva el documental es una suerte de cenicienta, no se cree en sus posibilidades estéticas y por eso no es invitada a los bailes de la socialité del mundo artístico y cinematográfico. Pero lo más importante es que los fondos de financiación, que de por sí son pocos, han venido recortando presupuestos al documental para cederlos al cine de ficción, se cree –equivocadamente– que hacer documental es siempre más barato que hacer ficción.

Al parecer, en nuestro caso, dicha cenicienta empezó a conquistar al príncipe de la taquilla, el público. No obstante, este ha venido reaccionando frente al documental: desde las proyecciones con sala llena, en varias ciudades, de “Todo comenzó por el fin”, film autobiográfico de Luis Ospina y el grupo de Cali; pasando por los 25.000 espectadores del documental “Jericó”, a pesar de su tono turístico-católico; y sumando los espectadores de las obras más recientes de Mendoza y Salazar. Es innegable la presencia de los que aprecian las propuestas que se vienen haciendo desde el cine documental.

Esta respuesta espontánea (teniendo en cuenta que la publicidad para estas cintas es reducida) puede deberse a varios factores. Frente a los temas locales parece que el público se identifica más con los personajes “reales” que conforman un relato “documental” que con los personajes de ficción, lo que indica que la mirada del autor desde la ficción no estaría en sintonía con los imaginarios o las inquietudes de los espectadores.

Por otro lado, algunas propuestas desde la ficción tienen una perspectiva algo ingenua o desconocen las circunstancias del tema que deciden abordar, son obras que asumen problemáticas fundamentales, incluso urgentes, de manera superficial, y en eso radica la conexión con el público que si están logrando algunos documentalistas.

Al ser una cinematografía aún débil, deberían revisarse las políticas de exhibición de obras nacionales y generar espacios alternos, en donde nuevas propuestas puedan mostrarse sin tener que competir en desigualdad de condiciones con el cine comercial.

Por René Palomino Rodríguez*

rpalomino@unab.edu.co

*Docente del Programa de Artes Audiovisuales de la Unab.

Universidad Autónoma de Bucaramanga