En 1819 nació una de las voces poéticas más influyentes de las letras universales. Un hombre con una voz única y eterna. Harold Bloom lo bautizó “el Jesús norteamericano”; Pablo Neruda lo proclamó el “primo hermano mayor de mis raíces”; Fernando Pessoa lo saludó como “Hermano mío en el Universo”; Manuel Vilas le dice “el gran poeta de la democracia”; William Ospina lo aclama como “un sacerdote del dios de las viñas” y Frank Báez lo venera, respetuosamente, al llamarlo “Viejo hermoso”. Todos hacen referencia a un hombre nacido el 31 de mayo en West Hills, Long Island, Estados Unidos: Walt Whitman.
Hay versos de Whitman que fueron un canto a todos los hombres y a todas las mujeres, una alabanza de sus hábitos y sus experiencias. No se preguntó por sus contradicciones, no los juzgó, solo los miró rozarse, empujarse, mirarse y hablarse. Existían…y cada uno, desde su modo de circular en el universo, aportaba a la gran obra.
En 1847 la familia Whitman se trasladó a New York. La idea era mejorar sus recursos económicos y salir de la pobreza, pero falló. La ciudad, que en ese entonces estaba atiborrada de miseria, llevó al joven poeta a dejar sus estudios para sostener a la familia. Trabajó en una imprenta, en un bufete de abogados y luego en
un periódico. Este último sería el lugar donde empezó a surgir su pasión por las letras. Hay versos de Whitman que se han estampado en la mente de aquellos que amamos la poesía, que la vemos como un diálogo directo con todos los seres humanos, con todas sus historias. En ellos cohabitan de manera inclusiva la felicidad y la desdicha, el respeto por las razas y las diferencias. Uno de sus fragmentos más humanos nos dice: “Yo me celebro y yo me canto/ Y todo cuanto es mío también es tuyo/ Porque no hay un átomo de mi cuerpo que no te pertenezca”.
En este poeta, la identidad está en la diversidad. En 1861 la Guerra de Secesión mostró, una vez más, que los humanos siempre encuentran motivos para matarse los unos a los otros. Este fue el año en que el poeta demostró que su poesía es una experiencia de vida. A sus 42 años se enlistó como voluntario de enfermería en los hospitales del Norte. Allí vio y tocó la muerte en el peor de sus estados: desgarrada, destrozada, dolorosa, inhumana. Allí reafirmó su convicción de que la poesía es una manera de salvar al hombre de sí mismo. Por eso, años después publicó su Diario de la guerra civil y continuó ampliando su trascendental Hojas de hierba.
Hay versos de Whitman que nos llegan directo al corazón y la inteligencia. Son como confesiones que no todos somos capaces de hacer, son como salmos de un hombre que se libera de los dioses. Borges contó, varias veces, que cuando leyó a Walt Whitman, sintió vergüenza de su infelicidad. ¿Qué encontró el gran Borges en esos versos? La respuesta la hallamos en los versos del norteamericano.
Entre 1855 y 1892 el poeta revisó, editó y amplió su obra maestra: Hojas de hierba. En la última publicación, presentada mientras el poeta aún vivía, aparecieron más de 380 poemas, incluidos sus famosos poemarios “Canto a mí mismo” y “Redobles del tambor”. Dos obras que conmemoran la libertad y la existencia. Hoy, 200 años después de su nacimiento, no hay duda de la majestuosidad y universalidad de su obra. Hay versos que nos recuerdan que nada hay en nuestra cotidianidad que no sea esencialmente humano. Otros, nos recuerdan que estamos aquí y que innegablemente siempre proseguirá “el poderoso drama” que es la vida; sin embargo, para nuestra fortuna, todos podemos contribuir a la esperanza de un mundo mejor con un verso. Entonces, escribamos un verso por Whitman, por la poesía, por la humanidad.
Por Julián Mauricio Pérez G.*
jperez135@unab.edu.co
*Docente del Programa de Literatura de la Unab.