Por Daniela Bueno Ruíz / dbueno555@unab.edu.co

Los salones que normalmente acogían a más de 40 estudiantes durante seis horas al día, se encuentran vacíos de manera indefinida. Los pupitres dejaron de tener dueño. En los tableros ya no escribe nadie. Las canchas acogen el silencio que se interrumpía cada vez que sonaba el timbre para salir al ‘descanso’. Las papelerías ya no reciben largas filas de estudiantes, quienes imprimían sus trabajos a última hora. En la salida la señora de los mangos ya no ve clientes. Un virus obligó a cerrar todos los colegios.

En muchas instituciones era tiempo para preparar una de las actividades que más llama la
atención. Antes de salir a Semana Santa se celebrarían las interclases. Los estudiantes preparaban sus coreografías y desfiles para presentarlos en las canchas o coliseos. Esperaban, por fin, darle inicio a las actividades deportivas. “Los profesores ya estaban arreglando todo, diciendo quién sería el padrino, para el traje, y la madrina y todo”, así recuerda Miguel Ángel Solano Díaz, el último viernes en el colegio.

La cantidad de actividades y pocas explicaciones causan descontento en los padres de los estudiantes. /FOTO DANIELA BUENO RUÍZ

Miguel Ángel va en octavo grado, estudia en el Instituto José Antonio Galán, la única institución a la que ha asistido para recibir sus lecciones, pero ahora todo cambió. Su salón ya no tiene 36 pupitres, un tablero en frente y al lado un escritorio. Ahora su manera de aprender se resume en la tableta que su tío Juan le regaló. “En las horas libres uno se puede distraer, pero acá en la casa es muy feo”, dice el niño de 13 años, quien extraña
a sus compañeros y profesores que según él son “bien de tratar”.

Las horas de clase cambiaron a mensajes de WhatsApp. Los talleres que duraban copiando largos minutos, ahora los descargan desde la plataforma del colegio, o el celular. Los encuentros a las seis de la mañana ya no son necesarios, perfectamente muchos niños empiezan su día después de las 9 a.m. Han aprendido más a entrar a Zoom que a diferenciar área y perímetro.

Hay ciertos estudiantes privilegiados porque pueden recibir sus lecciones sin ningún problema. Pero en El Reposo, un barrio de estrato dos de Floridablanca, hay numerosos casos contrarios. A las 11 de la mañana empieza el día para Brian Stiven Rojas Bueno. Desayuna junto a su hermano César, quien es el encargado de preparar el almuerzo para los dos. Su madre sale a trabajar desde temprano. En su casa no hay computador ni internet. Por ese motivo, evadiendo la cuarentena que obliga a permanecer a los niños en casa, sale todos los días a donde su abuela para poder hacer sus trabajos. “Salgo corriendo y si veo a la policía me escondo”, explica. Ella vive a 13 cuadras de su casa, más de un kilómetro de distancia.

Allí su prima Daniela lo ayuda a hacer las tareas. “Cuando termino voy a donde mi mamá,
y traigo el celular, tomamos las fotos”, en eso consisten las clases del niño de 10 años. Su
mamá le imprime los trabajos todos los días en una papelería y en la casa de su abuela de 94 años las hace. Su profesora lo llama cada día para decirle qué hacer y de paso recordarle que se porte juicioso. Afirma que no ha aprendido nada. “A mí me parece fea la cuarentena porque en el colegio uno hace las tareas. Pero ahora, los que no tienen computador les toca sacar plata para ir a imprimir”, afirma Brian, quien por cierto, está repitiendo cuarto grado.

Las lecciones ahora se toman por WhatsApp, Zoom o plataformas que disponen los colegios. /FOTO DANIELA BUENO RUÍZ

Dificultad tecnológica

En el mismo barrio está Helen Julieth Sánchez Olarte, quien al contrario de Brian, tiene su computador, celular y compañía para asesorarla. Su facilidad de seguir aprendiendo no la hace olvidar por la situación que pasan algunos de sus compañeros de sexto grado de la Gabriela Mistral. “Hay muchos trabajos atrasados que mis compañeros no han visto por falta de computador o de celular”, sostiene Helen, quien recuerda el día en que solo se conectaron 20 de los 42 estudiantes del curso 6-2.

Para ella es su primer año en un colegio público. Normalmente se levantaba a las 4:00 a.m. para llegar puntual. Ahora se reúne con tres de los diez profesores, los martes y los viernes a las 8, 9 o 10 de la mañana. Sabe de la existencia de los demás docentes gracias a la cantidad de actividades que le dejan. “¿Trabajos? demasiados, los profesores nos ‘convulsionan’ mucho, nos explotan y a veces es como muy exagerado”, explica Helen que con 11 años anhela que todo esto pase para volver al colegio. “Nunca había dicho esto antes pero quiero volver a estudiar ya, esto no me lo aguanto más”, afirma con un poco de drama.

Varios estudiantes de primaria y secundaria anhelan que el regreso a clases sé de pronto. /FOTO DANIELA BUENO RUÍZ

La situación sería la misma para Danna Yineth Bueno Chaves, de no ser porque hace un año y medio se fue a vivir a Torrelavega, España. Vivía en Bucaramanga y estudiaba en el mismo colegio de Helen. Iría en noveno grado, pero ahora lo llama tercero de la ESO (Educación Secundaria Obligatoria). Al igual que en Colombia, recibe sus clases de manera virtual. “Lo que están intentado aquí es no mandarnos mucha tarea. Los profesores han hecho los horarios más flexibles”, afirma la adolescente de 14 años. Después de resolver sus trabajos juega con Ian, su hermano de tres años. Estos días en casa no han sido difíciles. Por lo que sabe podrán regresar al instituto en septiembre, pero será completamente diferente. Con suerte se encontrará en el ‘cole’ con sus cuatro amigas. Al parecer les permitirán ir en grupos pequeños. Por el momento siente que ha aprendido lo suficiente.

Para todos no es igual. Los padres se han convertido en los profesores o tutores, un trabajo que para algunos no es nada fácil. “Me toca estar prácticamente encima de él, qué debe hacer o mirar”, dice Yuri Esperanza Montelagre, madre de Dixon Madiam, un estudiante de quinto del José Antonio Galán, sede Alares. Es la encargada de dirigir a su hijo, a quien solo le han dejado actividades de repaso. En caso de no entender acude a internet o a su vecina. “Estoy inconforme porque la verdad no han aprendido nada, solamente lo que habían visto”, agrega.

Las habitaciones y las salas se convirtieron en las aulas. Sus compañeros ahora son las personas con las que viven. Todo esto ha hecho que los estudiantes se empiecen a acostumbrar a las nuevas maneras de aprender y además, a anhelar volver pronto al colegio.

Universidad Autónoma de Bucaramanga