Por: Danna Rincón / drincon288@unab.edu.coCamilo Rojas / jrojas421@unab.edu.co

La bandeja paisa, el sancocho y la lechona son platos tan colombianos como nosotros mismos. A esa lista, Santander aportó nombres con delicia de origen, incluso antes de que la región fuese Estado Soberano. Los pueblos originarios echaron mano de los alimentos y con creatividad ancestral sirvieron, en hojas o manos limpias, las primeras comidas. Hoy, el mute, la pepitoria, la carne oreada, la arepa de maíz pela’o son palabras que, al escucharlas, nos hacen agua la boca. Y si hablamos de exquisitez regional, se hace absolutamente necesario mencionar a los benditos ayacos.

Esto es sencillo, como bien dicen las nonitas: el que no come ayacos, no es santandereano. ¿Quién no recuerda cuando niño a las nonitas desarmando ese matorral envuelto? Era una revelación a la vista, era una invitación desde el olor y finalmente un manjar al gusto. El ayaco no falla. Casi que en cualquier barrio se puede conseguir sin dificultad.

En Bucaramanga y su área metropolitana, tres puntos de venta de ayacos mandan la parada: “Sanandresito” La Isla, Cabecera y Cañaveral. Estos puntos suelen ser microempresas familiares en las que esposo y esposa, hijo e hija se ponen la bata y desde bien tempranito salen a mercar para cocinar durante el día y vender en la tarde/noche, siempre bajo sus carritos y sus sombrillas.

Desde enero hasta diciembre los puestos de sombrillas grandes se ven por todos los barrios de la Ciudad Bonita. El vapor que sale de las canastas llenas de ayacos es una especie de guía olfativa para los comensales. O al menos, así llegamos a nuestra parada: Ayacos María. Resulta que son los más famosos en Cabecera y con ellos contaremos esta historia, pues no hay persona que pase por el sector y evite antojarse del envuelto bumangués y si tiene hambre, peor tantito.

Hace treinta años, Fanny o “María” como la conocen en la industria del ayaco, se apropió del punto de Cabecera. Su dedicación fue clave para emprender y crecer como una de las vendedoras más reconocidas en la ciudad. En sus palabras, son muchos los que arrancan y pocos los que le aguantan el pulso al tiempo. No es fácil y su constancia es prueba de ello. Con tres canastas atestadas de envueltos y un balde de refrescos, doña María se las ingenia para vender entre 70 y 80 ayacos al día.

La sabiduría popular reza que al que madruga, Dios lo ayuda. Por eso, María se levanta “bien presto”. A las 5:00 a.m., María y su esposo ya están en la plaza para abastecer el negocio con todo fresco. Apio, pimentón, perejil, mazorca, pollo, carne, cerdo, arroz son esenciales para que luego, en su casa, comience el proceso más demorado y crucial: la cocinada. De este paso se encarga únicamente María. La cocina es su templo y no permite ayuda, porque “no me arriesgo a que alguien la embarre y queden feos, lo feo no se vende y cría fama, para que usted vea”. Luego, el ayaco debe ser envuelto, amarrado y empacado para salir a venderse. De esto se encargan su esposo y su hijo.

Loa ayacos ya están en la esquina de la calle 51 con carrera 34. María no para de atender su negocio y mientras entrega pedidos, nos dice: “esto es trabajar y madrugar todos los días. Este trabajo es dedicación, así usted venda 5 o 10 ayacos. Si usted los vende todos los días, a cierta hora, el cliente la conoce a una. Pero si viene un día y el resto no, la gente se cansa. Uno trata de ser constante trabajando de lunes a sábado, menos domingos y festivos”.

Zapatera, a sus ayacos

María se casó a los 17 años y fue madre al mismo tiempo. La necesidad económica creció y cuando todo estaba oscuro… los ayacos alumbraron el camino. “A mí me fascinaba la zapatería y quise aprender a hacer zapatos. Resulta que, como el bebé estaba tan chiquito y requería de seno, tetero y todo eso, yo se lo dejaba a mi esposo, quien tiene una amputación de su brazo derecho. Las clases de zapatería eran de 2 a 5 o 6 p.m. Yo salía corriendo porque ya era la hora del tetero del chino. Un día salí más tarde, el profesor nos retrasó. Cuando llegué el niño estaba llorando y mi esposo estaba arrecho. Él se aguantó hasta tres días del chino llorando. Entonces, empezamos la peleadera y yo no me aguanté más y cogí y boté pa’ la mierda todas las cosas que él me había comprado de zapatería y dije: ‘¡no aprendo nada! Si usted no quiere que yo le ayude no aprendo nada y miramos a ver qué hacemos”.

Como dicen por ahí: el hambre no se hace esperar. Tenían claro que la comida debía llegar a la mesa a como diera lugar. Por eso, la idea de los ayacos llegó a la mente de una niña, quien se convirtió a regañadientes en mujer y mamá, para quien cocinar no era precisamente una de sus virtudes. “Yo no sabía ni cocinar, ni de ayacos ni nada, pero yo me inventaba e inventaba, y le preguntaba al uno y al otro: ¿cómo los hacen? ¿Qué les echan? ‘No utilice tomate’, me decían. Yo empecé, pero al principio me tocaba botar todo y rescatar el pollito y la carne, era mala y con ganas”.  

El ángel qué cayó a la plaza 

Rendirse nunca fue una opción para María. Y en una de sus visitas a la plaza “para intentar cocinar bien los benditos ayacos”, se encontró con un ángel algo extraño. Este no tenía alas, ni era mono, era más bien arrugada, “encorvada y canosa, como de 70 años”. Ella estaba desgranando maíz y esa fue la señal divina para María. “Esa abuelita fue el ángel que me dijo cómo tenía que hacer para que no se me desbarataran. Toda comida, toda preparación, todo en la vida tiene su mañita, su secretico”.  Luego de ese día, María enriqueció su sazón y creó una receta que hasta hoy ha mantenido a su familia. Su logro más importante, es la educación de sus hijos: “gracias a los ayacos tengo dos profesionales en la familia, él, enfermero, y ella, contadora pública”.

La prueba del éxito de los benditos ayacos de María es que cada día vende, mínimo, 70 unidades. Foto: Danna Rincón y Camilo Rojas.

Pero aún dominado el secreto de su receta, los clientes no le cayeron del cielo, como bien dice el dicho: la tierra es de quien la trabaja. “Yo empecé vendiendo 10 ayacos. Si usted no le mete dedicación váyase a hacer otra joda porque la gente no vuelve”. Le tocó voltear. Empezó por el centro comercial Quinta Etapa, hace ya 30 años. Poco a poco, la Policía las ha ido sacando, a María y su compañera, quien es la otra superviviente en el sector. María, con una sonrisa pícara, lo recuerda: “llegábamos, nos turnábamos, dejábamos las canastas allá. Ella cuidaba y yo venía y al revés, hasta que nos cansamos. Metimos las canastas debajo de los carros y cuando llegaba la Policía nos hacíamos las locas”.

Vamos a ponernos un poco originarios. Hay que precisar que “ayaco” proviene del guaraní y deriva de la palabra «ayúa» o «ayuar» que significa mezclar o revolver. De este cruce, se intuye que «ayuaca» sea una cosa mezclada, que por intercambio social verbal pasó a llamarse «ayaca». Este envuelto es también un alimento típico de Venezuela, donde surgió. Llegó a Colombia y se convirtió en gastronomía nacional, debido a la cercanía geográfica y a la hermandad histórica entre chamos y parceros. Nada raro, teniendo en cuenta que en cierto punto de la historia fuimos una misma vaina: La Gran Colombia.

Volvamos a Bucaramanga para remarcar que los ayacos no tienen temporada baja, se venden todos los días. “Todo el año se vende igual, eso de que en diciembre se vende más es una mentira”. Por tanto, doña María les pide a sus clientes que rueguen a Dios para que diciembre pase rápido, porque apenas empiezan a sonar villancicos y a salir las ovejitas al pesebre, se suben los precios de todo y mantener el mismo precio es imposible, “ni con cartas al Niño Dios ni con Novena de aguinaldos frena una la carestía”.

Y si alguien se lo pregunta, en esto no hay vacaciones. Disciplina militar y dedicación han mantenido a flote un negocio, en donde solo la pandemia, sin imaginarlo, le brindó un descanso. Hoy, María la recuerda con alivio paradójico, pues, mientras el mundo sufría: “para mí fue un respiro total durante seis meses. En agosto salí a trabajar. Aguanté con los ahorros. Y dije: ‘ahora sí, toca salir a darle otra vez porque no quedó un peso’”. En el proceso de preparar la masa, echarla sobre las hojas de mazorca, agregarle la carne, pollo o cerdo, María encontró una pasión, una vocación y un motivo para levantarse todos los días. Diez horas de trabajo de lunes a sábado determinan la economía de su hogar. Y cada sonrisa de satisfacción de un cliente, después de comer, es una prueba incontrovertible del éxito de los benditos ayacos de María.

Universidad Autónoma de Bucaramanga