Un hombre va continuamente a un bar de mala muerte, un lugar paupérrimo al cual asisten seres desesperanzados, personajes lúgubres y melancólicos. Hombres y mujeres se encuentran allí para compartir sus pesares, sus desventuras.

Pero, en medio de la normalidad depresiva, a ese hombre un día le ocurre algo inusual: sentado en el asqueroso inodoro del bar, empieza a leer los letreros escritos por otros clientes detrás de la puerta de madera. Entre groserías, imágenes sexuales y palabras ininteligibles se da cuenta de que hay un mensaje especial, un mensaje que parece escrito para él, un mensaje que le advierte que una tragedia está por suceder…

El cuento que nos presenta la anterior historia se llama “Margabarismos”, uno de los relatos del libro El menor espectáculo del mundo, del premiado español Félix J. Palma. Este escritor, poco conocido y leído en nuestro país, tiene una hoja de vida literaria cada vez mejor criticada. Ha sido galardono con varios premios literarios y sus obras empiezan a ser traducidas a varios idiomas.

Cuando leemos este libro, asistimos al espectáculo de nueve ficciones construidas con una estructura tradicional y llenas de una imaginación fértil, con cuadros bellísimos, con hallazgos y misterios inolvidables. Sus relatos tienen el orden cronológico de los cuentos clásicos en donde la narración está organizada por causas y consecuencias; pocas veces el tiempo es transgredido.

El menor espectáculo del mundo es un libro que nos recuerda que los grandes contadores de cuentos no solo juegan a quebrantar un orden. Las historias que van de la A a la Z sin flash back, sin analepsis o prolepsis, no deben ser miradas de reojo, con el recelo de los nuevos críticos o de las nuevas tendencias literarias.

Este libro nos demuestra que, para construir un buen relato, el escritor debe ser un observador escrupuloso, un artista de la expiación y de los hechos insólitos, pintorescos, milagrosos.

Con el estilo de las mejores creaciones de Julio Cortázar, como “La autopista del sur”, “Casa tomada”, “Carta a una señorita en París” y “El perseguidor”, los cuentos de Palma presentan narradores que logran atraparnos desde el primer momento o que saben prestar su voz a los personajes para que estos sean quienes cuenten sus propias experiencias. Por esto, fácilmente sentimos que las historias trascurren con la naturalidad que permite creer y disfrutar de un hecho inesperado.

Estamos frente a un escritor que apuesta más por la peripecia que por la trama. Su fuerza narrativa la encontramos en los hechos (sobrenaturales, extraños) que rompen el transcurso de la normalidad, de la vida cotidiana e insípida de los personajes.

Cuentos como “El país de las muñecas”, “Una palabra tuya” y “Bibelot” están cargados de gran sensibilidad y demuestran control sobre las estrategias y los artíficos de la narrativa. Solo algunos caen en la sensiblería desmedida, en la “mano peluda” que aparece de la nada para cambiar la suerte; pese a esto, tampoco dejan de causar asombro, desconsuelo o inquietud.

Por todo lo anterior, varios relatos de Palma rememoran fácilmente las primeras historias que nos contaron cuando éramos niños; esas, que nos conmovieron tanto que aún hoy somos capaces de relatar con una mezcla de nostalgia y placer. Se nos grabaron en la mente con la fuerza de una cicatriz poética, de una imagen imborrable.

Sin duda, esas historias validan uno de los sabios consejos que Julio Cortázar presenta a todo escritor: “El cuento debe tener vida más allá de su creador”. Un consejo que, en otras palabras, nos permite entender que el relato es más universal y eterno que quien lo crea.

No podemos negar que esto sucede con algunos cuentos de
Félix Palma. Al llegar a la última línea, al estrellarnos con el punto final, tenemos la certeza de que las historias de esos personajes se mantendrán con vida después de cerrar el libro.

Por Julián Mauricio Pérez G.*
jperez135@unab.edu.co

Universidad Autónoma de Bucaramanga