En la vida de Laura Díaz, hacer mercado es sinónimo de alistar un morral grande y viejo que carga en su espalda, un carrito, un bolso al hombro, tarros vacíos donde antes había café, dos sacos pequeños, dos tulas desgastadas, bolsas de pan que ya lavó y secó, y un cartón para huevos que va a reutilizar. Desde hace seis años su meta es producir la menor cantidad de basura posible y desde hace tres emprendió uno nuevo: “Estoy tratando de promover con la gente del mercado el no uso de las bolsas plásticas”.

El 1 de julio de 2017 comenzó a regir en Colombia un impuesto recaudado por los almacenes de grandes superficies, con el fin de desestimular el uso de las bolsas plásticas. Pero dicho impuesto no aplica para las plazas de mercado donde se reparten a diestra y siniestra para cargar la papa, el tomate, el pollo o la carne, la purina para el perro o el gato, y luego se botan porque están sucias; o sirven para echar basura; o se meten dentro de otra bolsa gigante -que no falta en ninguna casa-; o se rompe y hasta ahí llegó. Doce minutos es el tiempo aproximado de vida útil de una bolsa plástica; 300 años tarda en degradarse. Ella conoce muy bien esos datos y no quiere ser cómplice.

La mujer habita con su hija Sue, de nueve años, en una casa sencilla en la vereda El Limonal de Piedecuesta, Santander. A los visitantes les da siempre la misma indicación: vía los Ermitaños, 800 metros después del Instituto Colombiano del Petróleo. Pasos arriba vive Ana Trujillo, su compañera en los días de mercado, quien la recoge en un carro color vino tinto para ir al pueblo. Las dos mujeres son practicantes de zucchini yoga; las dos “intentan salvar el mundo”, dicen algunos en serio y en broma.

Existe un  patrón en las plazas de mercado, asegura Laura, todo ya es mecánico. Los vendedores lanzan la mano para coger la bolsa y aunque les diga que no quiero, se les olvida y vuelven y lanzan la mano. El primer puesto en el que se detiene al llegar es buen ejemplo para sustentarlo. Es una venta de bananos ‘bocadillo’. Luego de haberle dicho al hombre tras el mostrador que no necesitaba bolsa, cinco segundos después, él ya había arrancado una y la preparaba para empacar el gajo. Está metido en la psique de las personas que venden, insiste Laura. Sin embargo, otros, como Sandra López ya la conocen y contribuyen con la causa: “A veces yo les explico a mis clientes cómo está el planeta de dañado, pero piden bolsa hasta para un lapicero”.

A Laura y a Ana las miran con extrañeza algunos visitantes del lugar. La una usa un turbante celeste que le cubre toda la cabeza y el cabello. La otra es alta y usa gafas de marco circular, color negro. Ojos de todos las formas y colores se fijan cuando sacan tarros trasparentes para que les empaquen maníes y pistachos, el queso o las lentejas. Las miran como si desentonaran con el caos de la plaza, como si desequilibraran el ciclo de producción de basura que, en parte, ha llevado a Piedecuesta a tener 21 puntos críticos de residuos. Pero a ellas, y en especial a Laura, no les molesta verse encartadas con tanto ‘coroto’, como dicen las abuelas.

Al frente, Laura con un frasco de vidrio que llevó de su casa para empacar el maní. Al fondo, Andrea con una bolsa de pan en la que pidió le empacaran frutos secos. “Es muy sencillo hacer esto de traer mis propios recipientes. Siento que cada uno de nosotros tiene la responsabilidad de hacer algo”, asegura Laura. /FOTO MARÍA FERNANDA PALENCIA.

¿Cuántas bolsas reparte a diario?, pregunta Laura a varios vendedores. “Se gastan tres paquetes de 100”, dice el hombre de bata amarilla que atiende en ‘Masas y picados Nacho’. “Se gasta mucho plástico acá”, le comenta de paso a su ayudante, como si nunca antes se hubiese detenido a pensar en esa nimiedad. ‘Nacho’ compra a la semana ocho paquetes de bolsas de varios tamaños y colores. En ese puesto, el 145 de la plaza de Piedecuesta, se reparten más de 2.400 bolsas plásticas al mes.

En el puesto de verduras 132, Luz Marina le responde: “No le sé decir porque son muchas las que yo largo. A la semana estoy pagando más de 20 mil pesos en bolsas”. Otra vendedora, Flor de María Aza, le cuenta que dos días atrás había comprado tres paquetes de 100. Uno de esos lo empezó hace un día y solo le quedan 15 bolsas. En dos mañanas de trabajo, Flor de María entregó cerca de 85 bolsas. Al otro lado del pasillo, Magola había repartido ya las 20 bolsas que comentó gastaban a diario para las “libritas de tomate”.

Cualquiera que analiza a Laura mientras busca dónde guardar algún nuevo producto, se da cuenta que la mujer está encartada, pero en su rostro no refleja disgusto ni desesperación y hace todo con calma. Siempre halla la manera de que el tomate, el pimentón, la zanahoria y la cebolla cabezona quepan en el carrito verde de dos ruedas, mientras busca acomodar en otro bolso los bananos ‘bocadillo’, un tarro de plástico en el que van las lentejas, un frasco de vidrio con maníes y pistachos, hierbas envueltas en periódico y la harina que compró a Nacho. En el morral a sus espaldas guarda los plátanos, los huevos, seis cubios, la papa y un repollo morado que va dentro de una tula para que no se dañe.

Mientras salen de la barahúnda de ventas de una cosa y otra, de basura y bolsas por doquier, Laura baja la cabeza. ¿Qué cambio drástico puede significar lo que ellas hacen? “Lo que queda es hacer el mundo un poco más vivible”, dice como quien da una palmadita en la espalda a modo de consuelo. Tanto ella como su compañera reconocen que es imposible vivir sin producir basura y que el activismo es imperfecto. Al fin y al cabo, ellas que promulgan el no uso de bolsas plásticas, se transportan en carro cada que van a la plaza. Resulta contradictorio, pero Andrea lo resuelve diciendo: “no son justos esos que dicen que si no puedes hacerlo todo, entonces no puedes hacer nada”.

Por María Fernanda Palencia

mpalencia336@unab.edu.co

Universidad Autónoma de Bucaramanga