Marcos Higuera es un líder comunitario del barrio Claveriano, ubicado en la Comuna 1, en el norte de Bucaramanga. Durante ocho años fue el presidente de la Junta de Acción Comunal (JAC) en esta zona; sin embargo, conformarlo no fue sencillo.

El santandereano quería tener su vivienda propia, la posibilidad de pagar un arriendo le parecía inalcanzable porque no contaba con la estabilidad económica para responder a un pago mensual.

Así que se arriesgó: en 1996 invadió el lugar junto a otras 20 familias, un terreno cercano al barrio Villa Rosa, en esa misma comuna. Durante un mes se enfrentaron a soldados del Ejército y a miembros de Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad), hasta que se rindieron y lo desalojaron.

Como él, muchos de “los destechados”, como se hacen llamar, no solo pensaban en la fuerza que el Estado ejercía sobre ellos. Les preocupaba los daños a la madera y las tejas de zinc que con esfuerzo habían conseguido para levantar los ranchos. Recogieron lo que quedó en mejores condiciones y siguieron con su causa.

Esta vez llegaron al sector conocido como Transición, etapa 1, y junto a diez padres de familia confrontaron a las autoridades una vez más. Higuera recuerda que les dijo no querer invadir otra vez porque incluso, aguantó hambre y perdió dinero. Pero un segundo capítulo de su historia demuestra que no fue así.

Vivir en zona de alto riesgo

Panorámica del barrio Claveriano ubicado en la Comuna 1, en el norte de Bucaramanga. Líderes del sector y habitantes piden una cancha para el esparcimiento de niños y jóvenes. /FOTO LAURA BOHÓRQUEZ

El barrio Transición, ubicado en la Comuna 2 nororiental, está dividido en cinco sectores. El primero fue invadido por “los destechados”, de diez familias que llegaron una noche y se tomaron el lugar, al otro día la comunidad ya contaba con 100.

Higuera recuerda que inicialmente desyerbaron y arreglaron el terreno con ayuda de palas y azadones. Cuando por fin estaba limpio, cada uno tomó una zona y la demarcó con palos y trozos de cabuya. Las lomas fueron superficies difíciles de acondicionar, pues debían sacar piedras grandes para emparejar el suelo.

En medio de sus labores de limpieza recibían la visita de las autoridades. Hasta tres veces al día eran desalojados, pero sin
miedo regresaban.

El espacio que comprende la invasión está compuesto por dos partes: la baja y alta. La primera cuenta con la protección de la Corporación Autónoma Regional para la Defensa de la Meseta de Bucaramanga (Cdmb) y es considerada zona de alto riesgo.

Ahí se encuentran unas piletas que manejan las aguas lluvias, así que cada habitante compró mangueras para garantizar la llegada de agua hasta sus hogares. Cerca de la carretera hicieron lavaderos que se turnaban por días y para obtener la luz se “colgaron” de los postas cercanos.

Una de las dificultades iniciales fueron las constantes enfermedades que padecían los niños que no estaban acostumbrados al frío de la noche y mucho menos a dormir a la intemperie.

Las casas eran de madera y se levantaron tres meses después de apropiarse del espacio. Marcos Higuera tenía ocho hijos en ese tiempo, que junto a los demás niños del sector estudiaban en las dos instituciones del barrio La Juventud, a cinco minutos de los ranchos.

Las disputas con la Fuerza Pública nunca cesaron. Como mecanismo de presión, según recuerda el líder comunitario, destruían camas, televisores e implementos de cocina; sin embargo, para evitar esta situación, la mayoría guardó sus pertenencias donde familiares.

“Uno pobre no tiene nada comprado, todo lo saca por cuotas y con mucho sacrificio como para que vengan a dañarlo”, cuenta Higuera. Tanto él como la comunidad eran conscientes de lo que hacían y conocían la norma (Decreto 747 de 1992) por la cual se dictan las medidas policivas que buscan de prevenir las invasiones en predios.

Además, en el artículo 263 del Código Penal colombiano se ordena de 32 a 90 meses de prisión y una multa de 66 a 300 salarios mínimos legales mensuales vigentes a quienes invadan terrenos.

Después de cinco meses de permanecer en la zona, la comunidad se había triplicado. En 1997 ocurrió lo inesperado, un incendio acabó con 33 ranchos.

Por fortuna no hubo heridos y con la ayuda de algunos medios de comunicación de la ciudad lograron recoger ayudas como mercados y materiales para reconstruir los ranchos. Además, World Vision (Visión Mundial), una organización global para la ayuda humanitaria y la protección de niños en condición de vulnerabilidad, donó kits de cocina a los pobladores afectados por las llamas. Aún así, no abandonaron la causa.

Calles del barrio Claveriano habitado por aproximadamente 270 familias. /FOTO LAURA BOHÓRQUEZ

Fueron engañados

En el sector nadie olvida a un hombre al que le decían ‘Sandro’, quien de la noche a la mañana se convirtió en líder de la comunidad. Tango Higuera como el resto de los habitantes confiaron en su palabra y aceptaron reunirse con el Comando de Acción Inmediata de la Policía Nacional (CAI La Virgen), ubicado sobre la carrera 15 con calle 3.

Les dijo que se encontraría un domingo con miembros de la Alcaldía para llegar a un acuerdo por las constantes disputas que tenían con las autoridades. Pese a que les parecía inusual el día de la reunión, todos aceptaron.

“Él (‘Sandro’) nos dijo: “quédense aquí, voy a hablar allá un momento y ya vengo. Ante la demora, nos devolvimos a la invasión y para sorpresa de todos, los ranchos estaban siendo tumbados por miembros del Ejército y el Esmad. Ese hombre nos entregó”, recuerda Higuera.

Este fue el último desalojo que vivió la comunidad y uno de los peores. En los enfrentamientos un señor de 70 años murió. Primero fue golpeado en la espalda y cayó al piso, luego los gases lacrimógenos le impidieron respirar y la situación empeoró, ya que sufría de asma.

La familia no quiso denunciar, explica este líder comunal. También dos mujeres que se encontraban en estado de embarazo perdieron a sus hijos debido al estrés que vivieron en aquella jornada.

El alcalde de la época, Carlos Ibáñez Muñoz, dimensionó el peligro que representaba ese asentamiento humano y realizó un reunión donde concluyó que no podía dar un subsidio de vivienda a tantas personas, así que demandaría a aquellos que tenían propiedades o demostraran una capacidad adquisitiva que no argumentara la permanencia en el lugar. Por lo tanto, solo quedaron 254 familias.

En 1998 realizaron un censo y para el siguiente año publicaron un listado de las familias que resultarían favorecidas, las cuales inicialmente fueron 170; las restantes lo obtendrían en los próximos años.

En el 2000, el gobierno de Luis Fernando Cote Peña, se dieron las primeras viviendas a los habitantes de la zona alta por encontrarse en potencial riesgo. Las casas correspondían a un plan de subsidio de vivienda en el cual debían tener un ahorro programado de 2 millones de pesos.

No obstante, el colegio San Pedro Claver intervino y logró que se redujera a $1.400.000, en donde los beneficiarios pagarían 400 mil pesos con cuotas módicas y lo restante lo donaría la institución educativa.

Higuera aclara que por eso el colegio del barrio se llama Institución Educativa Claveriano Fe y Alegría (inaugurado en 2012), lo mismo que el barrio, Claveriano, ya que fue una las instituciones que ayudó a su conformación.

Un inconveniente que tuvieron fue el primer recibo del impuesto predial, el cual llegó entre $200 y $300 mil, siendo el sector estrato uno. Los habitantes recurrieron a la prensa local y a los pocos días lograron que se modificara por un valor de $28 mil.

Falta de vías y problemas de convivencia El barrio solo tiene la principal vía de acceso pavimentada y las calles que llevan a las casas son un laberinto. Cantan los gallos y huele a eses de pollos –hay criaderos- y de vez en cuando el viento trae los olores que emanan del río Suratá.

Los gatos hacen de las suyas en un pequeño parque acondicionado para los niños y los perros buscan refugio en las escaleras. Llanto, risas y gritos evidencian que la población infantil es significativa, lo que contrasta con los jóvenes que en grupo se reúnen a consumir drogas en las esquinas.

Abrahan Vargas Calderón es el actual presidente de la JAC. Cuenta que uno de los principales riesgos para la comunidad es un tubo de la Empresa Pública de Alcantarillado de Santander (Empas) que usan como puente para llegar a la carretera del Café Madrid.

Pese a que el peligro es evidente, la estructura metálica que atraviesa el río Suratá es el paso obligado y por esto piden que sea trasladado. “Si queremos que las cosas sean diferentes, que haya más cultura y una mejor convivencia, es necesario que se haga una cancha para que los jóvenes ocupen su mente en el deporte, que se alejen de las drogas”, comenta Vargas.

Añade que el alcalde Rodolfo Hernández Suárez prometió hacer dos de estos espacios, uno en Vigajual y otro en el barrio, pero no ha sucedido nada.

Piden que llegue el Programa de Alimentación Escolar (PAE) para beneficiar a los 270 estudiantes que asisten al Colegio Claveriano Fe y Alegría. Y aunque han buscado el apoyo de la administración municipal, esta afirma que la institución no es legal y que no puede recibir el beneficio.

Por Laura Fernanda Bohórquez
lbohorquez197@unab.edu.co

Universidad Autónoma de Bucaramanga