
Por: Laura Juliana Flórez Alba / lflorez451@unab.edu.co
La carrera 33 es el lugar de trabajo de decenas de vendedores ambulantes, que, con oficios diversos, ocupan las aceras y llaman la atención de quienes circulan a diario. Uno de los puestos que resalta, entre las chazas, es el de Bernabé Tarazona Pérez. Él, hace 17 años, vende libros nuevos y usados en su negocio llamado Librerías Alfa-Bet@. El hombre se siente orgulloso de prestar lo que considera un “servicio cultural”, ya que por medio de su negocio promueve el aprendizaje.
Un punto a favor de esta manera de comerciar con libros es la economía, por eso sus clientes predilectos son los jóvenes, quienes se acercan a su puesto a conseguir todo tipo de libros. Los temas van desde cómo crear un emprendimiento hasta novelas románticas. A sus 60 años no se imagina haciendo nada más, no solo porque conseguir empleo a esa edad no es fácil, sino porque con ese puesto sostiene a su hija y paga sus estudios. Tarazona encuentra humor en esto, su hija vive entre libros y él los vende.
Afortunadamente, según piensa, la venta de libros no se ve afectada por ninguna competencia. El librero se jacta de tener precios “fuera de serie”, ya que, desde los $12.000, un lector incipiente o uno empedernido pueden encontrar cosas a su gusto y elección. Tener su mercancía “al aire libre” es una buena estrategia para los clientes curiosos, pero puede facilitarles el trabajo a los delincuentes.
“Desde mi experiencia, aquí no hay mucha inseguridad. He escuchado en otros sectores que es distinto. Aquí para que suceda un robo, es muy raro. Primero porque los que trabajamos estamos unidos y no permitimos que los ladrones vengan a hacer sus fechorías. Por otro lado, la policía está constantemente. Se siente esa seguridad”, afirma Eduardo Tarazona Pabón, quien hace 25 años vende uno de los productos más emblemáticos de la gastronomía colombiana: el aguacate.
A sus 61 años, a este hombre de campo, los empleadores no le tocan precisamente a su puerta, así que vive agradecido por los 50 mil a 70 mil pesos, en un buen día, que logra hacerse en su jornada laboral. “Ya no consigo trabajo. Pero gracias a Dios y a las personas que me colaboran comprándome aguacates, aquí estoy”, dice Tarazona. Como buen andariego, inicialmente probó suerte tocando de puerta en puerta, de esta manera empezó a hacerse conocido por los sectores que frecuentaba. De eso, hace ya 32 años, con los pies cansados, ahora prefiere un puesto fijo, aunque eso pueda representar menor clientela.
Rosa Gómez Gómez tenía algunas prevenciones frente al trabajo informal cuando la pandemia la “sacó a las calles”. Aun así, gracias a su carácter recursivo y una vida de oficios varios, desde un gimnasio hasta una panadería, se armó con dulces, cigarrillos y tinto, y montó su chaza.
Su “chucito”, como se refiere a su puesto de trabajo, fue su mejor decisión, porque puede quedarse en un solo punto y sus alimentos, al no ser perecederos, no le generan mayores pérdidas si las ventas no van como lo ha planeado. La policía es tema de conversación constante entre los ambulantes y doña Rosa pone sus “dos centavos” al decir que por lo menos con ella no se meten. Quizá por su edad, ya avanzada, aunque el tema es un gran interrogante para los demás. La inseguridad en su calle es a otro precio, y la mujer sí se siente preocupada por los rateros y la soledad que acompaña la tarde. Por eso prefiere no quedarse entrada la noche, no solo su cuerpo se lo pide, sino que se siente sin fuerzas para combatir un robo.
Estas tres semblanzas breves nos dan un fresco del rebusque para sobrevivir en la carrera 33. Si los ven, hagan el gastico.