
Por Carlos Alberto Buitrago P. / carlosabuitragop@gmail.com*
Con el reloj digital marcando 32 minutos exactos, Víctor León salta para romper la banda y cruzar la meta. Después de arrodillarse con los brazos abiertos y sus ojos aguados, sube al podio para recibir el trofeo. Antes de elevar sus manos, extiende un cartel blanco en el que se ve un corazón y las palabras to run. Es el nombre de su club. Los minutos de júbilo los disfruta, pero la sonrisa que brota de su rostro es el sello de un compromiso mayor.
Quién lo creyera. Ese joven delgado, en el que se marcan cada uno de sus músculos, de piernas largas y tonificadas, pantaloneta corta y los mismos tenis nike verdes que utiliza desde hace un par de años, estuvo al borde de la muerte cuando apenas tenía unas horas de nacido. No podía expectorar por sí mismo y corría el riesgo de ahogarse. Ese sería apenas uno de los tantos padecimientos que sufrió.
Las cicatrices de sus piernas son el resultado de unas vejigas que aparecían sobre su piel. Hinchazones de agua y sangre que lo obligaron a tomar tantos antibióticos, que sus glóbulos rojos empezaron a fallar. Cuando no era el dolor, entonces era la falta de oxígeno que le producía el asma heredado de su abuela.
Los días se hacían insoportables y la desesperación se intensificaba porque vivían con la zozobra de ser víctimas de un robo en su propia casa.
–En el ranchito– corrige Víctor.
Su profesor de educación física en el Colegio Oriente Miraflores de Morrorrico, César Florez y quien le da la bendición como si fuera su hijo, me explica que la casa era una construcción improvisada con tablas de madera, techo de zinc y sin puertas, en donde vivía con su mamá, Nelly Delgado, abuelos maternos y la visita constante de seis primos, con quienes compartía su comida.
–La crianza que tuve– me explica Víctor –me hizo consciente y me ayudó a valorar hasta lo más mínimo.

La pasión por el deporte se la despertó el profesor de educación física en el Colegio Oriente Miraflores, César Florez, un motor para la vida de este joven. /FOTO CARLOS BUITRAGO
La capacidad de aprendizaje la heredó de su mamá. Era ella quien se ingeniaba remedios caseros recomendados por amigas suyas para curarle todos los males. Comprar medicamentos no estaba dentro de la posibilidades, como tampoco las proteínas que más adelante necesitaría para reponer toda la energía gastada en entrenamientos y competencias. Los glóbulos rojos se los subió con jugo de remolacha y la proteína en polvo la reemplazó con espinaca, pasta y lenteja.
Como toda madre que no quiere ver a su hijo sufrir, hizo esfuerzos, pero su motivación radicaba en el lugar donde vivían. Renunció a un trabajo de tiempo completo y se las arregló para dedicarle más tiempo a su hijo sin descuidar su casa.
–Lamentablemente en el barrio se han dañado muchos niños, no porque los papás sean malos– me aclara – sino porque deben irse a trabajar y sus hijos no tienen quién los dirija y yo no quería eso para él–.
Víctor es consciente de la realidad que vive Morrorrico y cada vez que visita al profesor César intentan encontrar soluciones. Una de ellas es motivar a los niños contándoles su historia antes de comenzar la clase de educación física en el tercer piso del colegio, un patio que tiene rejas para que los niños no boten los balones.
Suena el timbre que anuncia el cambio de clase y cesa la algarabía. Víctor y el profesor se recuestan en una de las rejas, por las que el sol se cuela y acaricia sus rostros, mientras recuerdan, una vez más, cómo empezó todo. Detrás de ellos, la luz del día concede una panorámica de casas de ladrillo y zinc con las escaleras serpenteantes que conforman la comuna 14.
–El profesor nos obligaba a hacer deporte, nos amenazaba con perder la materia si no practicábamos– dice Víctor. César Flórez, bonachón y de bigote, sonríe aceptando el cumplido.
El profesor me cuenta que fue el mismo Víctor quien, motivado por jugar en el Atlético Bucaramanga, se inscribió al equipo de fútbol del colegio. En su primer partido debió correr por una pelota al vacío y a pesar de que el defensa contrario –20 kilos más de peso– se montó en su espalda, él llegó a la pelota y marcó el gol.
–En ese momento vi la potencia que tenían esas piernas– dice abriendo los ojos –lo que tenía en frente era un animal–.
Bajo amenaza de perder la materia y sin que Víctor supiera, siquiera la técnica para correr, lo hizo competir en juegos intercolegiados de atletismo. Con la cabeza hacia adelante y dando saltos largos de avestruz, ganó la medalla de bronce. La sorpresa por lo conseguido cambió el rumbo de su vida. Empezaron las carreras, las victorias y eventualmente también las derrotas. La explosividad natural de ese niño era tan impresionante que el profesor se montaba a una bicicleta en los últimos 100 metros de cada competencia para darle ánimo y aún así no lo alcanzaba.
La motivación fue creciendo, también las aspiraciones. En ese proceso se unió a Pedro Elías Ortiz, único latinoamericano ganador del maratón de Los Ángeles en 1990 y gloria en desdicha del deporte santandereano. Los entrenamientos eran maratónicos para cumplir el objetivo: ganar el campeonato nacional de atletismo. En septiembre de 2011 iba de primero, pero su inexperiencia para rematar las carreras le pasó factura. De haber ganado, hubiera sido el representante colombiano en Panamá. La noticia no logró frustrarlo.
–Ahí, yo me prometí que sería el mejor de Colombia–.
Pedro Elías le siguió la cuerda y lo preparó un año para que consiguiera el objetivo. Además de los exigentes ejercicios con descanso un día a la semana, Víctor le sumaba mil abdominales diarias antes de ir a clases, incluso el día de descanso, y diez kilómetros más todos los días. Cinco para ir desde su casa hasta el estadio de atletismo y cinco de vuelta, porque no había dinero para el bus. El 16 de septiembre de 2012, día de su cumpleaños 16, se coronó campeón nacional en los 3 mil metros planos, en Turbo, Antioquia, consiguiendo la segunda mejor marca latinoamericana en su categoría.

Para ese momento, su técnica era mucho más pulida, aunque no tanto como la de hoy. Su cabeza con la mirada siempre al frente, respirando por la nariz y expulsando bocanadas dosificadas de aire por la boca. El ceño fruncido impidiendo que cualquier otro pensamiento inunde su cabeza y lo distraiga. La espalda recta y levemente inclinada hacia delante. El braceo con manos abiertas que le permite impulsarse con el aire. Zancadas eficientes con la extensión perfecta de las piernas y el aterrizaje con media planta del pie para lograr mayor impulso en cada paso.
Si bien esa técnica es la indicada para correr, Juan Arango, amigo de Víctor y atleta de alto rendimiento que ha corrido 18 medias maratones, me explica, admirado, que también se requiere de una anatomía apropiada. “En el caso de él se aúnan las dos situaciones, toda su estructura física está hecha para galopar y a él no le duele correr”.
Corriendo. Así lo conoció el empresario Fernando Vargas, su mánager y socio en el club de atletismo Love to run, y otra persona en la que Víctor encuentra una figura paternal.
Cuando era joven, Fernando veía las carreras de San Silvestre y admiraba a leyendas del atletismo colombiano como Víctor Mora y Domingo Tibaduisa. Cuando conoció a Víctor, su estilo, técnica y velocidad inmediatamente supo que en esas piernas se concebía un atleta de élite.
–Yo no estaba al lado de un cojo– me dice –simplemente mi intuición me decía que estaba al lado de uno de los mejores atletas de Santander.
Son 10 0 15 corredores profesionales los que hay en Santander y Víctor es uno de los que sobresale. Las UTS le otorgaron el 100% de una beca para su estudio y aunque no tiene todos los recursos que quisiera, Víctor sortea su vida para poder seguir insistiendo en su sueño. Sin embargo, para otros atletas de la región la situación es abrumadora. Fernando Vargas como empresario y Ómar Lenguerke como rector universitario coinciden en que ni el sector privando, ni público, ni académico han comprendido al deporte como una transcición hacia el profesionalismo. Además, aunque el estadio de atletismo La Flora se convirtió en un banderín político de las últimas tres administraciones, la pista continúa deteriorándose, a los colchones se les sigue saliendo la espuma, y el gimnasio es un garaje lleno de polvo con barras de metal oxidadas, en el que es más fácil agarrar una infección o un resfriado que músculo.
Por eso Víctor no espera que alguien venga a ayudarlo. Dicta clases de gimnasio personalizadas en las madrugadas, hace ejercicio empezando el día, va a la universidad en las mañanas, recibe cursos personalizados de inglés en Floridablanca, y termina el día dirigiendo las actividades de su club de atletismo en Piedecuesta, San Pío, la Uis o la Ciudadela. Cuando su moto tiene pico y placa, el recorrido lo hace a pie. Su bondad es tan grande que aún si todo ello no le generara ingresos, lo seguiría haciendo. De hecho, en época escolar no le importaba prestar sus cuadernos para que otros hicieras las tareas, a costa de él no hacer las suyas.
Aunque en Bucaramanga es admirado por todo lo que hace, su entrenador actual Juan Carlos Cardona lo considera un error. Desde La Ceja, Antioquia, donde vive y entrena, me asegura por teléfono que a pesar de lo bueno que es Víctor, aún no es nadie. Y lo dice, no con desprecio sino con el amor paternal de quien ha corrido 60 maratones y competido en tres juegos olímpicos.
–El puede ser un corredor de maratón–pero hace una salvedad –eso implica dedicarle tiempo, tiempo que él dedica y energía que gasta creyendo que será joven para siempre–.
De hecho, correr un maratón es su sueño. Por eso baja del podio en la plazoleta ‘Luis Carlos Galán’ con el compromiso de trabajar aún más fuerte para volverse a subir. Por ahora, volverá en moto a su casa, su mamá le preparará un almuerzo y dormirá toda la tarde. Antes de volver a correr diariamente por su vida, un descanso le sentará muy bien para seguir recuperándose de una apendicitis que se operó hace cuatro semanas.