Son las 5:10 de la tarde. La ruta T3 de Metrolínea hace su recorrido habitual: desde Piedecuesta, atravesando el área metropolitana de sur a norte por la autopista Floridablanca-Bucaramanga, haciendo cortas paradas en ciertas estaciones, luego tomando la carrera 15, hasta llegar a la glorieta de la avenida Quebradaseca. En la última estación del recorrido, situada antes del retorno y que se llama igual que la avenida, el bus se detiene y abre sus puertas. El articulado, que minutos antes llevaba uno que otro pasajero, se llena de con pasajeros que tienen diferentes destinos. Una mujer de estatura baja, con un rostro sonriente, se apresura para asegurar un asiento.

Al mirarla detenidamente, se nota que Rosalba Díaz de Carreño es una mujer que tiene experiencia. Sus manos, firmes y desgastadas, revelan que es una persona hábil, con fuerza y tesón. Son las manos de alguien que ha trabajado más de 50 años en la preparación de alimentos, cocinando a lo largo de su vida en distintos restaurantes y negocios, como el Club Unión, la cafetería Berna, Comfenalco y el colegio La Quinta del Puente.

Hoy, ser la jefe de cocina del restaurante El sazón de Rosse, ubicado en la carrera 17 con calle 45, es una labor que trae consigo varias responsabilidades. Llega a las 6:15 a. m., lista para comenzar las labores del día. “Lo primero que llego a hacer es a armar los desayunos”, dice Rosalba, junto con auxiliares de cocina que trabajan con ella solo algunas veces a la semana, pelan la papa para hacer caldo, cocinan los huevos, amasan la harina de las arepas, ponen a hacer el café (para que los clientes tomen tinto o café con leche) y lo depositan en los termos. A la par, alistan la carne, el pollo y la masa de trigo para la preparación de las empanadas.

Sobre las 8 de la mañana llega Neyi Mabel Carreño, quien es su hija y además la dueña del restaurante. Tan pronto entra al local, va al segundo piso, donde queda la cocina y “lo primero que hago es saludarla, pedirle la bendición y hablar un ratico”, dice, sin descuidar las ollas hirviendo que están en los fogones.

Cuando terminan de despachar la comida del desayuno, lavan los trastes y se organizan para montar el almuerzo. Comienzan con la sopa, luego escogen dos principios –un grano y una verdura– y preparan el arroz. En el mesón pequeño Rosalba se encarga de las carnes, pues “me parece bonito el oficio”. Mientras Rosalba se encarga de la cocina, su hija Neyi trabaja en el primer piso. Ella atiende y saluda a los clientes que llegan, se acerca y les toma la orden; luego sube a la cocina y cuando los pedidos están listos, baja y se los lleva a los comensales.

Durante el ajetreo del almuerzo, los platos sucios se van lavando a medida que se desocupan. Cuando es la 1:30 de la tarde adelantan tareas del día siguiente: en ocasiones pelan la papa para el caldo, dejan listas las carnes para las empanadas, o cocinan la fruta para los jugos. Al terminar viene el momento de la limpieza.

Llevando las riendas
El año 1973 fue de grandes cambios para Rosalba. Vivía junto a su esposo y su hijo mayor Luis Abelardo, que entonces tenía 4 años, en el Valle de San José, Santander. Su matrimonio había sido por la Iglesia, y como todas las nupcias que realizan bajo las creencias religiosas, se esperaba que fuera la muerte quien los separara, pero el tiempo le mostró lo contrario, pues se enteró que su esposo le era infiel con su mejor amiga.

A raíz de eso tomó la decisión de separarse. Con sus cosas, su hijo Luis y con Neyi en su vientre, Rosalba se mudó a Bucaramanga a vivir junto a su madre, Clemencia Pinzón. Unos años después nació Merly Durley, la menor, pero de un padre distinto. Mientras Rosalba trabajaba, Clemencia se quedaba con sus nietos.

Rosalba, madre cabeza de familia, es admirada por sus hijos, por su carácter y decisión. / FOTO LUCÍA GUALDRÓN
Rosalba, madre cabeza de familia, es admirada por
sus hijos, por su carácter y decisión. / FOTO LUCÍA
GUALDRÓN

Las circunstancias formaron el carácter de Rosalba. Su temperamento era rígido, y les exigía a sus hijos, quería que ellos fueran disciplinados, pero no dejaba de lado el amor y cariño durante su crianza. Además Clemencia también incidió en la educación de los niños, ya que con ella pasaban gran parte del día.

De niña Neyi se preguntaba por qué no tenían un padre, pero a medida que crecía y con el apoyo de su familia, ese interrogante se fue desvaneciendo. Cuando se hizo mayor de edad, tuvo distintos empleos, trabajando como empleada o de forma independiente. A inicios de 2012 se desempeñaba como asesora comercial de finca raíz y durante esa etapa de su vida había reunido ahorros.

Ella tenía la iniciativa de abrir su propio negocio, y la oportunidad se le presentó en abril de ese año, al ver que un restaurante estaba a la venta. Como disponía la cantidad de dinero necesario para comprarlo, y tenía interés en poner a producir esos ahorros, decidió comprarlo y lo llamó “La sazón de Rosse”.

No sabía nada sobre la gestión y lo que se requiere para administrar un restaurante, así que le propuso a su mamá que renunciara y se fuera a trabajar junto a ella. Entre las dos se encargaban de cocinar los alimentos, emplatarlos y atender a los clientes. Sin embargo, el proceso de aprendizaje fue toda una odisea para Neyi. “Al principio era un caos, yo no tenía ni idea cómo preparar alimentos para una gran cantidad de personas, (…) pero el respaldo de ella me daba seguridad al hacer las cosas”.

Rosalba es una persona estricta en sus métodos culinarios, así que aceptar sus enseñanzas fue un proceso de respeto y tolerancia, separando lo familiar de lo laboral, al ponerse el delantal y disponerse a cocinar.

A medida que el tiempo pasaba, el restaurante fue creciendo. Se requerían más personas porque ellas dos haciendo todo no era suficiente; entonces contrataron personal que asistiera a Rosalba, mientras Neyi se encargaba de atender y tomar las órdenes.

Final de la jornada
Son las 5:53 de la tarde y el bus llega a su última parada en la Estación Temprana de Piedecuesta. Todos los pasajeros se ponen de pie y se aglomeran en los puntos de salida. Suena un timbre agudo por unos segundos, las puertas se abren y todos se bajan a la acera. Luego, tras el mismo timbre, las puertas se cierran y el T3 arranca.

Rosalba se acomoda los tirantes del bolso sobre su hombro izquierdo y cruza sus brazos. Son las 6 y el cielo está claro para la hora que es. Tiene pinceladas anaranjadas y amarillentas, combinadas con las blancas nubes y el celeste cielo. Llega un bus, es el P8, y se estaciona justo donde antes había estado el T3. Ella se acerca a la línea amarilla que está trazada en el suelo, espera su turno y ya adentro se acomoda en una silla verde al lado izquierdo. Las puertas se juntan y el bus sigue su marcha.

Por Lucía J. Gualdrón C.*
lgualdron195@unab.edu.co

Universidad Autónoma de Bucaramanga

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