La luz del alumbrado público es apenas un reflejo vago entre la neblina que invade la calle. A lo lejos se marca la sombra de un carruaje empujado por una mujer que intenta instalar su venta antes de que llegue la competencia. Se puede oír el traqueteo que hacen los rodajes oxidados sobre el pavimento cuando Érika Cordero Hoyos intenta acomodar su puesto.

Minutos después llega Pedro Rojas quien desde hace un año es un vendedor de tinto en el lugar. Ofrece además agua aromática, caramelos, cigarrillos y pan, y en ocasiones guarda las pertenecías a las visitantes que, según cuenta, “me tienen confianza”.

Le sigue los pasos a Pedro un segundo vendedor que empuja una parrilla para asar pinchos, chicharrón y chorizo, y otro que oferta gaseosa, jugos y agua. Como un mercado persa y mientras el sol despunta sus primeros rayos, las ventas ambulantes se van instalando a la espera de las visitantes, mujeres de todos los estratos, algunas casadas y solteras, otras madres, y trabajadoras sexuales, quienes son las principales compradoras de sus productos.

Sus rostros les son familiares. Cada domingo las ven en la misma rutina: hacer la fila y recostadas al muro de la Cárcel Modelo de Bucaramanga, encerradas por una malla azul. Como si no fuera poco el encierro de sus seres queridos, ellas lo viven antes de ingresar, pero vale la pena porque adentro está la felicidad.

Cordero, quien desde hace más de once años trabaja como vendedora de almuerzos a las afueras del penal, cobra el primer almuerzo cuando su vecino vende el primer tinto. Cuando los bombillos del alumbrado público se apagan, sale de las sombras una mujer vestida de negro, que nada vende, nada ofrece, solo quiere entrar a ver a su hijo -condenado a 33 meses de prisión-. Se sienta sobre una silla blanca frente al carro de tintos y empieza a resoplar el café que acaba de comprar.

Contrasta su cara algo cansada con un poco de maquillaje, queriendo ocultar la nostalgia y tristeza que le causa La fila que mueve historias, melodramas y las realidades en una visita de domingo a la cárcel ver a su hijo cuatro domingos al mes, cada ocho días.

“Dos años llevo yo en este trajín. Y esto —añade entre lágrimas — no es nada. Ahora, como usted nota, ya no se ve a nadie hasta las 8 de la mañana. Antes, hacíamos cola desde el sábado a las 4 de la tarde, después de que salían los hombres de visitar a los hombres. Muchos de ellos nos traían mensajes de los internos diciéndonos a nosotras, qué querían que les lleváramos, qué necesitaban. Una tenía que dejar el puesto cuidado para ir a buscar lo que pedían en el caso de que no lo hubiéramos traído”, comenta Leticia Díaz Amaya.

Aún los guardias no abren la puerta de entrada y una a una siguen llegando las mujeres que se disponen a la visita. Se bajan de taxis, de carros y busetas, cargadas con bolsas llenas de comida, sábanas, ropa y otras cosas para los internos.

A las 6 de la mañana, la puerta principal se abre y salen tres guardias uniformados. El primero se ubica en la entrada, los otros dos se disponen al final de la fila, uno con un sello de tinta color azul que marca un número de serie de entrada, con el que va marcando a cada mujer que ingresa a la fila. Todas están enumeradas en el brazo derecho, para cumplir con el protocolo -que ellas consideran “viacrucis de amor”- de todos los domingos.

Los guardias del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec) usan desde hace un tiempo uniformes azulados y camuflados, diseñados por una empresa de seguridad norteamericana, con el argumento de que son colores que se confunden con las sombras.

El pequeño mercado se va poblando: Cajas de icopor para entrar la comida, unas más grandes y otras más pequeñas, todas con las medidas exigidas por los carceleros, pues solo se permiten los fritos, lo asado y sin salsas: plátano, pollo -solo pechuga, pescado frito o en caldo, sopa de costilla, deditos de queso, empanadas de carne y de papa, avena, masato, café con leche, tinto, perico, los huevos duros, las arepas. El pan con levadura y los bollos de mazorca están específicamente prohibidos por ser susceptibles de utilizarse para fabricar bebidas destiladas.

Como no se puede entrar con zapatos, se venden y se alquilan chancletas, como también existe el negocio de guardar las pertenencias que no se pueden entrar, las cuales son enumeradas por ficho y se reclaman al salir. También venden escarapelas para cargar la cédula.

Mientras todo pasa frente a su mirada, Leticia Díaz se toma el cuarto tinto. Sopla con calma. Se cambia los zapatos tenis, también negros, por unas chanclas blancas que deben dejar el empeine y los dedos al aire libre, como dice la norma para ingresa a La Modelo. Se dispone a ser marcada con el sello e ingresar a la fila.

La fila no es larga. Al menos 50 mujeres. Las que tienen entre 18 y 25 años, aseguran, llegan a la visita conyugal. Unas se enfilan con el ceño fruncido, otras se saludan como si conocieran desde siempre. Hay quienes no van por su marido o novio, sino por un cliente. Son las trabajadoras sexuales.

“A ésa yo no la había visto. Y por la pinta que tiene viene a vender su mercancía ¿verdad viejo? ”, dice Martha Lucía Ramírez Cruz en medio de chanzas a un hombre que vende ‘chucherías’ en la cola, al ver a una mujer con la cara empolvada y el cabello recién pintado de negro.

La cola se mueve poco a poco, las visitantes se agitan cada vez que el guardia de la entrada da el paso a la revisión. Las mujeres se hacen bromas, se llaman por sobrenombres o por los alias de sus maridos o compañeros de turno. Comentan lo que pasa en el patio, en el pasillo, en la celda. Los internos tienen derecho a llamar por teléfono fijo, pero también se arriesgan y se comunican por celular. El Inpec ha instalado unos inhibidores de señal, sin embargo, no es impedimento para las comunicaciones.

Hay en todas estas conversaciones una especie de risas y sinsabores que le da vida al encuentro entre mujeres que llevan tres, cuatro y más años coincidiendo los domingos en la entrada. Después de pasar los controles e identificarse, corren por el túnel llamado “La 36” donde son requisadas por guardianas y a veces por perros. Con todo, en la revisión de la comida que entran es donde las mujeres más sufren. La alimentación que les da el Estado es de mala calidad y no pasa de un chiringo de carne barata, arroz casi siempre ahumado y papa, agrega Ramírez.

Los presos añoran la comida casera, con sabor y preparada con cariño. Por eso sobre todo las madres y las abuelas se esmeran en la preparación de la comida. Lo que no sea permitido por la dirección del penal es devuelto o botado al suelo en el retén de comidas. Esto genera todo tipo de reclamos.

“El buen sabor alivia la pena”, dice Leticia Díaz. “Me despierto a las 3: 30 de la mañana a preparar el almuercito y salgo aproximadamente a las 4:30 desde la invasión El Páramo. Hoy vengo muy triste — añade entre lágrimas — le traigo muy poquito almuerzo (arroz blanco, papa chorreada y huevo cocido), de que me salga trabajo, le traigo lo mejor que pueda. La situación está muy pesada y me le mido a lo que salga ya sea hacer aseo, lavar, cocinar o planchar”.

Las demás acatan el consejo de su compañera. Por como son narradas, de forma jocosa, otras historias de fila se escuchan menos trágicas, pero retratan la dura realidad que afrontan estas mujeres. Una más madura habla con una joven y trata de impresionarla con su relato.

“Hoy no vino ‘La Boquineta’. ¿Sería que le pasó algo? Nunca falla. Lleva cinco años aquí parada en la cola. Es una muchacha bonita, espigadita, bien parada, pero no tiene dientes y no quiere ponérselos. El marido se los reventó con la tapa de una olla a presión. Ella no quiere usar dentadura. Le pregunté por qué no se mandaba fabricar unos bonitos, ahora que salen tan baratos y siendo ella tan bonita, tan agraciada. Me respondió: “No. A él no le gusta ni eso, tampoco quiere que me ponga la dentadura porque le dan celos. Se sueña con que yo me acuesto con otro. Yo le soy fiel a pesar de haberme ‘desboquinado’”.

A las 4 de la tarde llega la hora de despedirse, las mujeres salen de la Cárcel con el anhelo de poder regresar dentro de ocho días. Una hora triste y nostálgica; una hora que ninguna quiere que llegue.

Edwin Villalobos Martínez da un poco de ánimo con sus palabras. Cuenta que es el “encargado de solucionarle la vida” a los más de 800 visitantes que, en promedio, llegan cada domingo. “Vendo limonada, quito los remaches y las varillas de los brasieres para que ellas puedan ingresar. Con eso no se los permiten. Hay confianza. Con un cuchillo corto la tela y con un alicate los saco.

Para los vendedores es un día de alegría, pues las ventas casi siempre son exitosas. Sin embargo, no se les quita la sensación agridulce al ver que muchas de las visitantes no pueden entrar.

 

 

Por María Camila Calderón B.

mcalderon442@unab.edu.co

Universidad Autónoma de Bucaramanga

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