Cuando Charles Simic habla sobre su pasado, lo hace en medio de la misma nostalgia que percibimos en sus poemas. Una nostalgia que contradice la frase popular que nos señala que “todo tiempo pasado fue mejor”. Una nostalgia que permanece, que no sana; un lugar en que los recuerdos que aún le quedan son traslúcidos, de una escondida crueldad y con una poética de la pesadumbre que, al mismo tiempo, conmueve y maravilla.

En una entrevista dada hace algunos años, este poeta serbio-estadounidense afirmó que “no se puede borrar el pasado, es lo que nos da forma”. Quizá, por eso, encontramos que en su poesía el pasado tiene forma de llaga. A los 16 años, en 1954, dejó su tierra natal y emigró en busca de mejores oportunidades. Los vestigios de la Segunda Guerra Mundial y varios problemas familiares lo llevaron, junto a su madre y hermano, hacia los Estados Unidos.

Allí, cuando intentaba pasar migración, su madre decidió que su nombre ya no sería Dušan Simić, sino que para evitar problemas en los trámites legales se llamaría: Charles Simic. Desde entonces, asumiría una nueva identidad, viviría en varias ciudades y tendría como pasión dos artes: inicialmente la pintura y, luego de que apostara con un amigo la escritura de un poema, la poesía. Con la primera siente algo de frustración al no lograr reconocimiento; con la segunda, ha logrado ser traducido a innumerables idiomas y ha ganado varios premios literarios, como el Pulitzer en 1990.

De su pasado, en Belgrado y en Estados Unidos, tiene recuerdos variopintos. Recuerda que una bomba alemana destruyó el edificio que estaba frente a su casa; el estallido lo sacó de la cama de un salto. Recuerda que su padre contaba historias y se reía a carcajadas. Recuerda a su madre como una persona que, luego de la guerra, se volvió fría, casi impasible. Recuerda que sus primeros poemas, sobre “cuchillos” y “tenedores”, recibieron más ataques que elogios. Recuerda que, desde ese momento, escribió con base en su pasado, en cómo lo dibuja y lo siente su memoria.

Cuando sintió que la poesía emergía con la facilidad con que se escurre el agua de las manos, empezó a leer a los principales escritores europeos y americanos; entre ellos Rainer Maria Rilke, T.S. Eliot, Bertolt Brecht y Ezra Pound. No obstante, había uno que, por aquellos años, llamó particularmente su atención: Hart Crane. De Crane podríamos decir que tomó la construcción de metáforas que requieren más de una lectura para que caigamos abatidos por su fuerza poética.

Y este es el caso de su libro Mil novecientos treinta y ocho. En esta antología, publicada hace cuatro años, los poemas aparecen como ráfagas de luz que a primera vista nos ciegan, pero con las nuevas lecturas logran conmovernos lúcidamente. Poemas como “Invención de la nada”, “Manual Básico”, “Grillo de insomnio”, “Perro encadenado”, “Pareja de viejos”, entre otros, hacen de la lectura un acto poético
en sí mismo.

El nombre del libro es el año en que nació el poeta. Sin embargo, también es el año en que ya se vislumbraba políticamente lo que sería la Segunda Guerra Mundial, es el año en que el obispado de Roma asumió como legal la dictadura de Franco en España y es el año en que la transmisión radial de La guerra de los mundos de W. G. Wells causó pánico en algunas ciudades norteamericanas.

Como vemos, el nombre del poemario no se trata únicamente de una fecha y del nacimiento de un hombre. Así como sus poemas, el nombre también es una historia; digamos, la historia de la nostalgia que siempre produce pensar en el pasado.

Por Julián Mauricio Pérez G.*
jperez135@unab.edu.co

*Docente del Programa de Literatura de la Unab.

Universidad Autónoma de Bucaramanga