Ese faro de todo tiempo que es Gabriel García Márquez, escribió alguna vez que en los colombianos “…cohabitan, de la manera más arbitraria, la justicia y la impunidad; somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para violarlas sin castigo…”; y tales palabras pronunciadas en uno de sus tantos discursos jamás tuvieron una clarividencia tal, como estos últimos días que hemos vivido en este país del asombro desbordado.
Los últimos meses de 2016 nos movieron entre la esperanza y la fatalidad de ser incapaces de superar el espiral de violencia que se cierne sobre nosotros. Pasamos de un acuerdo nal de paz a una refrendación popular fallida; y de un segundo acuerdo de paz y su refrendación en el Congreso, al crimen inconcebible de una niña indígena caucana, Yuliana Samboní, de 7 años, que huyendo junto a su familia de la violencia del con icto armado interno en su periferia natal, llegó a morir en la fría Bogotá en uno de sus barrios exclusivos, domeñada y vejada por la violencia común e irracional que le impuso un arquitecto apodado ‘Rafico’ (Rafael Uribe Noguera), miembrode una familia adinerada, egresado del Colegio Gimnasio Moderno y de la Ponti cia Universidad Javeriana, ambas instituciones de Bogotá, con el conocimiento de sus hermanos.
No siendo menos importante, también se conoció la historia de otra niña, Yisely Isarama Caisamo, de 6 años, de la comunidad Afro Virudo, del Bajo Baudó, en el Chocó, que días antes y habitando aún en una zona de conflicto, de esas que hemos dado en llamar “zonas rojas”, creyendo que pateaba un balón, resultó tocando un artefacto explosivo que le quitó la vida, y dejó herida a su mamá, Isabel Caisamo Garabato. Las noticias registraron el hecho y de esto se recuerda que la pequeña entró al grupo de 11.400 víctimas que deja este agelo en Colombia.
Después vendría el acto histórico de entregar al presidente Juan Manuel Santos Calderón el Premio Nobel de la Paz 2016, en Oslo, Noruega, y la espera interminable de la decisión de la Corte Constitucional sobre el futuro del proceso de paz enmarcado dentro del fast track, con el temor a or de piel de que dicha paz no se ahogara en la tinta del inciso y el parágrafo, con la expectativa puesta en un país de abogados como el nuestro, en el que nunca se revisó la constitucionalidad de la guerra, y sí, y con mucho recelo, la constitucionalidad de la paz.
Pero antes de llegar a este punto, vale recordar que meses atrás se organizaron marchas para defender el panfleto de la familia en su “diseño original”, que atacaba una cartilla escolar que nunca existió más allá de las mentes de los promotores de dichas marchas, y que en verdad se materializaron en actos de discriminación contra la población Lgbti, que continúan reclamando la posibilidad que este país les permita ser, con toda su condición humana intacta.
Bucaramanga, como en muchos otros hechos que han marcado la historia de Colombia, se movió en el epicentro de lo acontecido. Promovió, liderada por políticos que parecen de otro tiempo -¿acaso de la caverna?-, la marcha por la familia en su “diseño original”. Convocó tal número de marchantes que superaron en masa a los que acudieron a las ocho marchas programadas a partir de 2013 en defensa del páramo de Santurbán y en rechazo a la minería.
Pareciera como si, y aunque suene paradójico, a los bumangueses les interesara más la sexualidad del otro, que la defensa del preciado líquido, y por ende, de la vida biológica de todos.
Simultaneo a ello, en las elecciones del plebiscito, en la tierra del líder comunero José Antonio Galán, del recordado Luis Carlos Galán Sarmiento, y tantos otros gritos de libertad, ganó la opción del No.
Si nuestra guerra no es otra que la guerra con nosotros mismos, con nuestras diferencias, el panorama resulta entonces desolador. No puede superarse una guerra contra la diferencia en un territorio en el que se rechaza, bien sea de manera abierta o soterrada, cualquier opción sexual distinta a la del Antiguo Testamento.
No puede superarse una guerra contra la diferencia en un departamento que ocupa el tercer lugar en la tasa nacional de feminicidios, el cuarto en violencia contra la mujer y, para colmo, uno donde más se desperdician alimentos, según el Ministerio de Agricultura.
No obstante, hay esperanza. La derrota en el plebiscito nos llevó de nuevo a la proximidad de un combate que nadie quiso asumir. Se marchó por la paz, bajo el grito desesperado de decirle a los negociadores de las partes que no se estaba dispuesto a que nos condenaran a la barbarie, que este pueblo quería y soñaba ser otro.
Se marchó por las vidas de tantas mujeres asesinadas por su mera condición humana, asesinadas porque nacieron culpables de ser mujer.
Una de esas últimas marchas tuvo como punto de encuentro la escultura ‘La mujer desnuda y de pie’, más conocida como la ‘Gorda de Botero’, en el parque San Pío, el viernes 9 de diciembre.
Se encendieron velas y antorchas, en esta realidad de sombras, para que la luz, esa palabra que ha guiado a las mejores mentes en otros tiempos, guiara las mentes de nuestra generación, para que superando la carga histórica y moral de insistir en con ictos degastados y pusilánimes, nos dediquemos a construir el país que la paz nos depara, que no es otro que el país al alcance de los niños y niñas, para que no nazcan culpables, y para que de una vez por todas esta sociedad los merezca.
Por Xiomara K. Montañez M.
xmontanez@unab.edu.co