Marlene Isabel Sánchez estudió Confección en el Servicio Nacional de Aprendizaje, SENA. / FOTO LEIDY JULIANA PEÑA

Por Leidy Juliana Peña Solano / lpena631@unab.edu.co

“Vecina, ¿me tiene listo el traje que le mandé a hacer la semana pasada?”, le preguntó Margarita Díaz Durán a Marlene Isabel Sánchez Rincón, modista del barrio Zapamanga IV etapa, detrás de una ventana, mientras el perro de la casa ladraba con ahínco. Marlene sacó de una bolsa dos prendas de vestir: una blusa rosada, con un cuello plano y botones de color dorado en forma de flor y un pantalón gris, de tela crepé, con bota entubada. La cliente las miró y le dijo, “usted siempre me consigue buenas telas, no sé cómo hace, a mí siempre me meten las más malas, que se llenan de mota a los quince días”. La risa de esta modista los hace entender que se necesita experiencia para que los engañen.

Margarita se probó las prendas en el vestidor. Al verse en el espejo confirmó que la idea de mandar a confeccionar sus prendas fue la mejor decisión. “Marlene siempre me hace la ropa bien bonita, no sé qué haría sin ella, porque lo que venden en estos centros comerciales es de mala calidad”, afirma la mujer satisfecha con la entrega. Después del intercambio de un par de besos y de 180 mil pesos, abandona la clínica de ropa.

Marlene Isabel Sánchez Rincón creó su negocio en el año 2003. Las primeras prendas que confeccionó fueron ropa para bebé, toallas y salidas de baño. Al principio, como recuerda, casi nadie me compraba ni una pijamita para bebé, pero, cuando una señora llamada Martha me compró, los demás vecinos empezaron a encargar diferentes prendas. Después de dos años ya tenía 30 clientes fijos al mes; les confeccionaba sábanas, toallas para la cocina, manteles y también pijamas. También empezó a trabajar ajustando la ropa: El valor de este trabajo variaba según la tela y los detalles que exigiera el cliente tales como bordados, encajes e incrustaciones de piedras straff. “Una sábana podía valer 70 mil pesos, o solo 35 mil, todo dependía de qué tan grande fuera y en qué tela fuera hecha”, afirma.

En el año 2006 el Instituto Comunitario Minca Sede C le pidió diseñar el uniforme para niños y niñas. Se puso feliz porque sus diseños y su conocimiento habían sido reconocidos por los administrativos de ese colegio. “Cuando me propusieron eso brinqué en una pata. Mi hija estudiaba ahí, y la iba a ver vestida con el uniforme que le diseñó y le cosió la mamá”, recuerda. Desde ese momento cose los uniformes de esta escuela y también de otro colegio cercano, el Instituto Integrado San Bernardo. El precio de estos uniformes es de 50 mil pesos para las niñas y 45 mil para los hombres, puesto que las jardineras son más difíciles de coser y tienen más detalles que aumentan su precio. De los 300 niños que estudian en la escuelita, más de la mitad mandan a hacer y a arreglar sus uniformes en la clínica de ropa de Marlene. “Los niños y los papás no me dejan de visitar cada año, puesto que los estudiantes van creciendo y necesitan que yo les suelte el dobladillo del uniforme o les adicione tela”, afirma.

En el barrio Zapamanga IV hay cinco clínicas de ropa, es decir, cinco artesanas de la moda. Aunque entre ellas se miren con recelo porque son competencia, cada una cumple una función importante en el sector, pues son ellas quienes han vestido a los habitantes de esta zona y les han arreglado sus prendas cuando se rompen.  “Siempre voy donde doña Zoraida o doña Marlene para que les cojan dobladillo a los uniformes de mis hijos y cuando mando a arreglar los uniformes del trabajo”, menciona Gilberto Rozo Dangond, habitante del barrio y cliente. A pesar de que el oficio de ser modista se haya combinado con la de ser costurera y sastre, a estas mujeres no les falta el trabajo, puesto que si no hacen grandes prendas de vestir, realizan pequeños arreglos. “Aquí no falta el trabajo, todos los días sale un arreglito para hacer, ya sea cogerle a un vestido, entubar un pantalón o hasta hacer un uniforme”, sostiene Zoraida García Rueda, modista del barrio.

Las modistas usualmente hacen arreglos como entubar pantalones, tomar dobladillos y
añadir tela a uniformes. FOTO LEIDY JULIANA PEÑA

Tradición

Desde 1940 hasta 1960, las revistas nacionales como Cromos y Gloria traían instructivos de moda, figurines y consejos para la modistería. En estos años en Colombia existían grandes fábricas de confecciones tales como Coltejer, en Medellín; El Nogal y El Roble, en Bucaramanga. En estas empresas había cerca de 30 modistas, quienes despeluzaban, recortaban, y cosían durante todo el día. Marlene y Zoraida, compañeras de trabajo en El Nogal recuerdan que el horario laboral era “pesado”, estas pasaban en los talleres hasta 12 horas sentadas, “a veces uno no podía almorzar, le traían el almuerzo ahí, al lado de la máquina”, recuerda Zoraida.

Hasta la década de los 90, la modistería fue incluida dentro de las asignaturas de los colegios, en estos se les enseñaban a las mujeres a coser y a diseñar prendas que posteriormente serían cosidas por ellas. “Mi primera maestra en la modistería se llamaba Consuelo, ella nos enseñó primero a pegar botones, a bordar, a tejer y luego a copiar los figurines que traían las revistas de la época y el almanaque Bristol”, afirma Marlene.

Con la apertura económica en Colombia, a principios de los años 90, las fábricas de modistería empezaron a quebrar. La importación de prendas de vestir arrasó con los productos creados por las modistas colombianas, a pesar de que las telas de la ropa extranjera fueran de menor calidad, precios bajos con los que llegaban esos productos hicieron que muchas mujeres quedaran sin empleo, “mientras que un buen vestido cosido por mí o mis compañeras vale 200 mil pesos, un vestido chino ahora puede valer hasta 20 mil pesos, uno cómo compite con esas personas”, comenta Marlene.

La industrialización de las prendas de vestir incluso dentro del país ha conseguido que los precios de estas bajen y se hagan asequibles para los colombianos, “con este sueldo que uno gana, no le queda de otra que comprar en las tiendas que venden la ropa más barata, qué más quisiera uno que mandar a hacer la ropa, pero sale muy costoso”, comenta el cliente Gilberto Rozo Dangond.

La modistería hasta la década de los 90 fue incluida dentro de las asignaturas de los
colegios, en estos se les enseñaban a las mujeres a coser y a diseñar prendas que
posteriormente serían cosidas por ellas. / FOTO LEIDY JULIANA PEÑA

“Todavía hay trabajo”

Las temporadas en las que las costureras realizan más prendas son: la  escolar y las fiestas decembrinas. “Ahí es cuando uno entiende que así las personas compren ropa en los centros comerciales, siempre van a acudir a uno, porque uno es quien les ajusta esos trapos al cuerpo, la gente viene acá diciendo ‘vecina que no me queden bolsas en el pantalón’, yo pienso, para qué compran ropa que no les queda, pero bueno si compraran la ropa bien, yo no tendría trabajito”, menciona Marlene.

En diciembre una modista como Zoraida e Isabel puede ganar un millón de pesos en el mes, “si nos va bien”, dicen. En la temporada escolar pueden ganar dos salarios mínimos al mes, alrededor de un millón 656 mil pesos, “este trabajo no es desagradecido en temporada escolar, porque son muchos niños los que mandan a hacer uniformes por primera vez, y cuando el colegio decide cambiar los uniformes, mucho mejor, más clientes”, afirma Isabel. Sin embargo, en los meses restantes del año, estas mujeres no alcanzan a ganar ni un salario mínimo, puesto que los únicos trabajos que consiguen son arreglos de ropa, poner botones, poner cierres, tomar o soltar dobladillos, hacer bolsillos o poner parches en las prendas dañadas.

Marlene tiene su clínica de ropa hace 15 años en el barrio Zapamanga de Floridablanca; estas son las reglas que todo cliente debe tener presente. /
FOTO LEIDY JULIANA PEÑA

Las artesanas de moda de hoy trabajan en sus casas, frente a la extensión de su cuerpo, que las transforma frente a las máquinas de coser. Estas han cambiado con el tiempo, las primeras que usaron las modistas eran aquellas que tenían pedal, actualmente una de ese tipo cuesta alrededor de 450 mil pesos. Esta dejó de usarse y ahora ellas usan eléctricas, puesto que son más fáciles de usar. Una máquina de coser de la marca Singer cuesta cerca de dos millones de pesos, “las máquinas eléctricas no cansan tanto como las de pedal, porque cuando uno usaba esas le quedaba doliendo la pierna derecha”, recuerda Marlene.

Sin embargo, Zoraida continúa usando la de pedal, afirma que siente “una conexión especial” con ella, ya que es con la que ha trabajado durante 20 años. “A veces se daña, pero don Carlos, un técnico, siempre me la arregla, él va y me consigue los repuestos en la plaza del centro”, menciona.

Las modistas son aquellas personas que ven crecer el cuerpo de sus vecinos, que han arreglado las prendas de vestir de más de 200 personas y que les aseguran a sus clientes que sus prendas quedarán perfectas y que durarán mínimo cinco años. Estas mujeres han sacado adelante a sus hijos con su propio negocio. A pesar de que su oficio se haya combinado con el de la costurera y el sastre, ellas siguen amando a las revistas de modas, porque les gusta copiar exactamente los figurines. Estas mujeres son las artesanas de la moda, “todos quieren diseñar, pero no todos saben coser”, puntualiza Marlene.

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