En uno de sus poemas Juan Gelman afirma que “en la memoria hay palabras que no se pueden decir. Duran, y hacen mal y hacen bien, como un caballo loco”. Sin duda, las palabras siempre son armas de doble filo: pueden herirnos a muerte o hacernos resurgir de las cenizas. Decir, hablar, conversar, atestiguar, testificar, contar o narrar son acciones imprescindibles en la vida de una persona. Todos queremos contar algo a alguien, queremos ser escuchados, quere- mos liberar las voces que sufren en el primer círculo del infierno.
En 1983 la periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich (Premio Nobel de Literatura de 2015) decidió publicar “La guerra no tiene rostro de mujer”, un libro lleno de voces femeninas que cuentan sus experiencias vividas durante la Segunda Guerra Mundial. Esta obra pone al unísono los lamentos, las pasiones, las alegrías, los amores y los odios de cientos de mujeres que vivieron los horrores de la guerra. En sus páginas, la “guerra” aparece con vida propia: la guerra las ha herido; la guerra las hizo fuertes y valientes; la guerra les mostró el amor y también se los arrebató; la guerra les dejó hijos sin padres o padres sin hijos; la guerra les cortó el cabello y las hizo vestir de uniforme y caminar erguidas como hombres.
Esa guerra narrada por Klaudia, Vladímiravna, Vera, Petrovna, y todas las demás mujeres tiene algo muy particular: es su guerra. No es la guerra de los hombres y sus magnas y heroicas batallas, con sus relucientes y jerárquicas medallas. Lo que cada una de ellas nos cuenta es la guerra que decapita, que sangra, que corta una pierna o un brazo, que es capaz de sacar los ojos, que juega viola y asesina, que llora ante la desesperanza, que muestra a las personas en sus manifestaciones más crueles e inhumanas:
“Era un niño judío…El alemán lo ató a su bicicleta para que el niño corriera detrás como un perrito: ‘Schnell! Schnell!’. Pedaleaba y se reía. Era un alemán joven…Pronto se aburrió, bajó de la bicicleta y con gestos ordenó al niño que se pusiera de rodillas… De cuatro patas… Que se arrastrara como a un perro…Que saltara…‘Hund! Hund!’ Lanzó un palo: ‘¡Tráemelo!’. El niño se puso de pie y corriendo se fue por el palo, lo recogió con las manos. El alemán se enfureció…” (p. 295).
Con la lectura del libro se refuerza la idea de que las palabras “guerra” y “muerte” tienen una relación directa: donde hay guerra, hay muerte. La muerte es la sombra de la guerra, está con ella en todas partes; aunque no sea perceptible a primera vista, siempre la circunda, la rodea, la sigue o yace escondida. Nadie nace para matar. Es cierto que moriremos, pero no que nacemos para asesinar, para destruir. Lo aprendemos, con el transcurrir de los días, por obligación, por interés o por necesidad: “Yo no quería matar, no nací para matar. Quería ser maestra. Pero vi cómo quemaban la aldea…No podía gritar (…) solo pude morderme las manos, me han quedado cicatrices: me mordí hasta sangrar” (p. 294).
Así pues, después de leer, de escuchar estos testimonios, queda un silencio que busca explicacio- nes y no las encuentra. En la obra de Svetlana Alexiévich, cada relato es un dolor que nos habita, un sentimiento lastimero y vergonzoso que nos hiere. Sus historias son como respuestas a algunas de las preguntas más importantes que nos hacemos día a día: ¿Qué somos? ¿Para qué estamos acá? ¿Qué hemos hecho con nosotros mismos? No cabe duda de que debemos, casi obligatoriamente, leer nuestras historias, no solo la Historia, la grande, la que se escribe con mayúscula. Se dice que quien lee su historia no volverá a repe- tir sus errores. Entonces, hay que leer imperativamente La guerra no tiene rostro de mujer y callar y reflexionar y no repetir.
Por Julián Mauricio Pérez G.*
ejperez135@unab.edu.co
*Docente del Programa de Literatura y del Departamento de Estudios Sociohumanísticos –UNAB.