Sin duda alguna, el mejor homenaje que se le puede hacer a un escritor es leer sus obras; y más aún, si este es Jorge Luis Borges. Durante toda su vida Borges fue un ferviente y voraz lector, un apasionado de los clásicos, un bibliotecólogo del mundo. Por este motivo, pronunciar su nombre nos lleva inmediatamente a pensar en libros, en narraciones, en memorables lecturas y fantásticas invenciones.
Fue Borges quien dijo una y otra vez: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”. El pasado 14 de junio se cumplieron 30 años de su muerte. En 1986, en un acto breve y solemne, el cuerpo de Borges fue sepultado en el cementerio de Plainpalais, en Ginebra. El escritor de carne y hueso aceptaba la quietud de la muerte. Solo la quietud, jamás el silencio; porque el otro Borges, el que yace en sus escritos, el que descubrimos con asombro en sus narraciones, el que admiramos en sus ensayos, el que sentimos en sus poemas siempre está y estará presente. Los encuentros con este sempiterno escritor no dejan de acercarnos a mundos circulares, de llevarnos a buscar en enciclopedias británicas, de hacer- nos pensar si en las letras de “rosa” está la rosa. Por esta razón, cuando se publica un libro inédito del poeta argentino es necesario asistir al reencuentro.
La editorial Sudamericana ha sacado a la luz un libro interesante y fascinante: “Jorge Luis Borges. El aprendizaje del escritor”. En estas páginas encontramos el registro de tres seminarios que el autor ofreció en la Universidad de Columbia, en 1971. Lo interesante del libro está en la metodología que Borges y su traductor, Thomas Di Giovanni, utilizaron para desarrollar los seminarios: el traductor italiano lee lentamente un cuento, un poema o alguna traducción de las obras del escritor y Borges va explicando o contextualizando. Lo fascinante es que cada explicación o contextualización nos deja ver la grandeza del escritor; su pasión por autores como Chesterton, Poe, Kipling, Cervantes, Wilde, entre otros; su obsesión por el tiempo, por el sueño, por la muerte y por la literatura clásica.
Además, durante los seminarios el autor responde a las preguntas del auditorio sobre la escritura, dejando, de esta manera, consejos y observaciones interesantes y certeras. Por ejemplo, sobre el rol o el compromiso social del escritor afirma: “Yo creo que el deber de un escritor es ser un escritor, y si puede ser un buen escritor, está, entonces, cumpliendo con su deber”; sobre cómo llegar a ser un buen poeta dice: “Mi consejo a los poetas jóvenes es el de empezar por las formas clásicas del verso y solo después de eso ensayar posibles innovaciones”; sobre la escritura y la corrección expresa: “Yo ejecuto de oído cuando escribo. Escribo una oración y luego la releo. Si suena trabajosa, la modifico. Yo no tengo reglas fijas de ninguna especie”.
En “El aprendizaje del escritor” entendemos un poco más del estilo y de los artificios de su obra. Leemos y aceptamos con gratitud y asombro sus laberintos y espejos, sus especulaciones sobre pensamientos filosóficos; nos deslumbramos con su manera de imaginar y jugar con el tiempo, de fabular historias que tienen que ver con otros escritores, con relatos anecdóticos, con bibliotecas históricas, con enciclopedias imaginadas, con hechos y recuerdos de su propia vida.
Al final del libro aparece un brevísimo texto de Borges, en el cual habla sobre el oficio del poeta o el oficio del escritor. Y en una de sus inteligentes palabras nos dice: “Un escritor necesita soledad (…). Un escritor necesita amor y será amado y amante. Un escritor necesita amistad. De hecho un escritor necesita el universo. Ser escritor es, en un sentido, ser el que sueña despierto, vivir una suerte de doble vida”. Por esto debemos leer a Borges, al otro Borges, porque en sus obras está la vida misma del escritor, sus amores, su soledad, sus amigos y sus fantasías.
Como hombres comunes podemos cultivar una de sus grandes lecciones: debemos aprender a fabular la vida, a ficcionalizar nuestras propias historias mientras caminamos por la calle y pensamos en la persona que tanto amamos, en la Beatriz de nuestros sueños.
Por Julián Mauricio Pérez G., docente del Programa de Literatura Virtual, UNAB.
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