Pescadores y campesinos, cuyo sustento es la pesca y el transporte fluvial de pasajeros, cultivos de plátano, yuca y otros alimentos, pasan sus días en el puerto de Barrancabermeja.
Las ventas ambulantes despiertan antes de la salida del sol. Los gritos de hombres que ofertan los viajes en las embarcaciones con rumbo a municipios aledaños a la ribera del Magdalena anuncian que un nuevo día ha empezado: “¡Cantagallo, Cantagallo!¡Puerto Wilches!¡San Pablo!”. Poco a poco los pasajeros toman asiento y se ajustan los deteriorados salvavidas.
La voz de las mujeres que oferta el pescado mientras lo descaman entran a este coro. “¡Lleve bocachico, bagre, dorada, coroncoro, lebranche…” y uno que otro niño o joven inquieto les hace competencia al vender limones, mamones, aguacates y el tradicional pescado seco.
Los vallenatos a todo volumen no se hacen esperar. “Aquí somos costa”, dice un vendedor mientras otro se ríe y exclama, “más bien costeños de agua dulce”.
Y es que ese lugar la vida pasa de manera distinta. “El puerto calcinado” como lo llamó en su obra poética la barranqueña Andrea Cote, es un lugar de contraste, matizado por los piropos, los insultos, las bromas pesadas, los amores y desamores, la envidia y las rencillas, y que al mismo tiempo refleja la realidad de la mayoría de municipios vecinos a esta arteria fluvial -clave para el desarrollo económico, según el Gobierno Nacional-: la falta de oportunidades, de proyectos de emprendimiento para mejorar la calidad de vida de los pescadores y disminuir los riesgos ambientales, entre otros factores.
Este reportaje gráfico, Valenzuela deja detenidas en el tiempo cada una de las imágenes. Lo hace a través de la fotografía a blanco y negro para así congelar momentos que solo se viven en ese lugar.
Fotos: Andrés Felipe Valenzuela
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Texto: Xiomara Montañez
xmontañez@unab.edu.co