Siguiendo el camino, en busca de la suerte que les cambie la vida, los venezolanos salen desde la madrugada a continuar su ‘marcha’ a pie, en ‘cola’ (la manera en que ellos le dicen a un aventón) y si hay plata, en bus. Logran pasar “La Nevera” que está después del municipio de Berlín, a 3378 metros de altura sobre el nivel del mar, con temperaturas de 9º en el día, para seguir subiendo y bajando por las carreteras de Colombia, hasta encontrar la frontera con Ecuador y el resto de países de Suramérica.
Agrupados entre familiares, amigos del barrio o de la carretera, se dirigen a San Gil o Bogotá. Generalmente toman la ruta porque tienen un conocido que se aventuró meses antes y van en busca de apoyo para construir una nueva vida.
Para llegar al Parque Nacional del Chicamocha (Panachi) desde Cucutá, recorren 217 kilómetros, gastan alrededor de tres pares de zapatos y suben a pie las curvas de Pescadero, con el sol en la frente y una temperatura de 30 grados centígrados.
Continúan su viaje a las seis de la mañana o antes. Desde tempranas horas del día se les ve durmiendo debajo de los puentes, caminando con niños en los brazos o llevando a adultos mayores, en distintos sectores de la capital santandereana.
Los venezolanos como Johan Sosa tuvieron que pausar su sueño y migrar para buscar, especialmente, el alimento diario. Al igual que algunos de sus compatriotas, paró su recorrido e intentó pedir ‘cola’ en las afueras de un restaurante en Piedecuesta, antes de llegar a Los Curos. Asegura que se dirige a San Gil donde busca emplearse en una hacienda cafetera, pero su objetivo es conseguir un gimnasio que le permita entrenar.
De los 28 años de edad cumplidos, lleva 24 boxeando. Era la cabeza del hogar integrado por su mamá. Mientras se detiene en la orilla de la carretera y saca el brazo para detener un carro, expresa que se niega a seguir a pie explicando que tiene “los pies destruidos”.
Aún falta camino y todos los que trabajan o viven al lado de las carreteras los ven andando con sus maletas. Se puede presenciar a los camioneros cuando deciden ayudarles a pasar Pescadero, paran el camión y los migrantes trepan y se meten debajo de la lona de las carrocerías. Si el camión es destapado, los conductores le permiten ir de copilotos; se suben unos encima de otros, a veces, sin importar el riesgo que esto implica para los transportadores.

Los más audaces, que quieren llegar rápido a su destino, no descansan ni un día después de haber pasado el Páramo de Berlín. Al día siguiente ya recorren Pescadero con los labios rotos e hinchados por el frío, lo que se combina con la piel quemada por el sol, mientras dan pasos mirando el cañón y la maleta en la espalda con los colores amarillo, azul y rojo que, según cuentan, regalan en Venezuela.
Migrantes como Sosa aseguran que toda la ayuda que han recibido en este tramo de la carretera proviene de los ciudadanos. El transitar temprano por la zona los resguarda de los rayos solares. Esto significa que muchos se aventuran a recorrer la vía en la madrugada, hora en la que el tráfico pesado es agitado.
Una mano amiga
Diez minutos a pie antes de Aratoca, se encuentra un paradero con siete fruterías. Ahí está el “Parador Agua Buena”, el primero en verse. Este lugar es la casa de Olinda Plata, quien se despierta cada mañana, abre la puerta y se encuentra con un grupo de migrantes dormido. Pocas veces interactúa con quienes pasan la noche en las afueras de su vivienda, pero afirma que al salir el sol sabe que están ahí porque el perro ladra.
“Alrededor de diez personas pasan la noche acá, pero al despertar ya no están. Les doy lo que puedo, mandarinas u otras frutas”, cuenta Plata.
Sonia Fuentes es su compañera de trabajo, encargada de atender el “Paradero Jessica”, quien asegura que les brinda un salpicón o “cualquier bobadita”.

Unos minutos más caminando se llega a Aratoca. A partir desde este punto el clima cambia, y sin aflojar el paso, en un promedio de seis horas, que en carro se hace en 45 minutos, llegarán a San Gil.
En el recorrido encontrarán militares que alzan el dedo a los conductores y si tienen suerte más personas dispuestas a ayudarlos en su viaje. Algunos descansan, otros se dan ánimo mutuamente, como Antonio Mora que gritando les dice a sus compañeros, “las piernas son para caminar, por algo nos la dieron, sigamos”.
Por estos caminos han transitado una parte de los más de 600.000 venezolanos que han ingresado al país a pie, en lo corrido de este año. Unos han decidido quedarse, otros solo van de paso y aunque algunos tengan más suerte que otros, desde la sombra de la vida cotidiana, los colombianos han sido testigos de lo que puede ser la migración masiva más grande que se ha vivido en Suramérica, según la Agencia de la ONU para los Refugiados, Acnur.
Por Jose Gabriel Moreno Rey
jmoreno319@unab.edu.co