La migración venezolana también muestra otras historias, las de aquellos que salen de su país para cumplir sueños. El de Gael, un joven trans, es continuar su tratamiento médico de masculinización que inició en Venezuela y que interrumpió por la falta de medicamentos en ese país. Hoy reside en Bucaramanga, Santander, es paseador de perros y ahorra para comprar una patineta.

Por Xiomara K. Montañez / xmontanez@unab.edu.co

Especial periodístico para el curso Puentes de Comunicación

El café de avellana se terminó. La lluvia recia nos sorprendió a Gael y a mí sentados en un andén. Tomamos rumbo a su casa y mientras caminábamos, le conté que había conocido historias conmovedoras y esperanzadoras de migrantes venezolanos durante las tres últimas semanas. El paso lento me permitía ver las gotas de lluvia sobre la gorra que le cubría el rostro y también estas caían sobre mis lentes. En el recorrido recordé que conocí la historia de dos mujeres lesbianas que se habían divorciado porque una fue infiel y había quedado embarazada. Ambas llegaron hace tres años a Bucaramanga, provenientes de Venezuela, con planes de continuar una vida juntas y ahora tomaron rumbos distintos. La que espera el bebé recibe ayuda sicológica por parte de un grupo de la Cruz Roja y sobrellevaba el proceso sin contratiempos. No se enamoró del padre del niño que venía en camino, pero sí de la idea de ser madre pese a perder al amor de su vida.  

Al cruzar la calle 48 con carrera 35ª en el sector de Cabecera (Bucaramanga), recordé otra historia. Gael la escuchó atento. Dos mujeres lesbianas atravesaban un duro momento: la hijastra de una de ellas entró a la adolescencia y su rebeldía las tenía al borde de la locura. Lo cierto era que su madre (también lesbiana) la había dejado al cuidado de su pareja, y la jovencita no sabía cómo asimilar el abandono de su mamá, lejos de la familia, con su madrastra, y menos en un país extraño.

Y seguí. Dos mujeres trans fueron detenidas por la policía en el centro de Bucaramanga y que ambas fueron obligadas a subir a un camión por estar en la calle, de noche, en su labor de trabajadoras sexuales. Le detallé que fueron llevadas al sector industrial de Chimitá, en Girón, y en el camino, una de ellas se tiró del vehículo, escapó de brutalidad de los uniformados, y mal herida llegó a pedir ayuda a la organización ConPacez donde la escucharon y remitieron el caso a la Defensoría del Pueblo. De su compañera se supo que días después apareció en mal estado y que ambas tardaron varias semanas en recuperarse y volver a su labor.

La última historia que Gael escuchó de mi lo hizo reír. Luego de soportar la imprudencia de los vigilantes del centro comercial donde hablábamos, de habitantes de calle y de ancianas paseando perros, fui espontánea, le agradecí por reunirse conmigo la noche del martes 22 de septiembre de 2020. Detallé que enía una lista de diez personas de la comunidad lgbti migrante venezolana que me habían incumplido las citas, que me bloquearon de sus teléfonos después de esperarlas en la puerta de residencias, cafés y porterías, que desolada me había sentado en el parque de juegos de mi edificio el domingo 20 de septiembre a llamar desesperada a todo aquel que pudiera ayudarme a terminar este proyecto. Solo se río. El tapabocas no dejé ver la expresión en su rostro. Cambió el tema. Hizo algunos comentarios sobre la historia de la pareja de lesbianas que no sabían cómo llevar la adolescencia de la joven y comentó sobre el temor de las mujeres trans que viven del trabajo sexual.

Llegamos a la puerta de su casa. Antes de despedirnos me contó que había conocido a una chica trans en el grupo al que acudía, que le gustaba porque con ella podía ser sincero, hablar de los temas que le interesaban y que lo comprendía. También agradeció mi sinceridad y nos despedimos. Volví a recordar el encuentro en el taxi rumbo a la casa y anoté tres detalles que sabía estaban en la grabación de la entrevista y que quería tener a la mano: “Es difícil hacer amigos para hablar de mi intimidad”. “Nunca ha sido fácil para mí vivir”. “Creo que, desde mi masculinidad, muy frágil, por cierto, se aprecia más la feminidad”.

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Soy Gael Torres. Tengo 20 años. Soy de Venezuela. Hace año y medio llegué a Bucaramanga a la casa de unos familiares de mi madre quienes al verme no me reconocieron y no me quisieron. Tal vez porque me recordaban de cuando era pequeño y ahora llegar de otra manera, no lo entendieron. No me reconocieron para nada y me echaron de una vez.

No me gusta hablar de mi familia. Empecé una nueva vida. Tengo una hermana que partió para Perú con su hija y su esposo. También mi padre está en ese país. Él no tenía la necesidad de irse y lo hizo. No sé. Al final cada uno hace lo que quiere, ¿no? Mi madre sigue en Venezuela y cuida de mi abuela.  

Desde los 13 años quería este tratamiento. Ahora puedo decir que sobrevivir a mi adolescencia, a mi difícil adolescencia, solo por alcanzar este tratamiento. Tenía claro que si llegaba a los diez y ocho años y no lo lograba, me suicidaría. ¡Lo logré! ¡Aquí estoy! Lo tenía planificado, nunca lo consulté con mi familia, he tomado decisiones solo. Es una decisión fuerte en un mundo que es igual de fuerte y hasta peor.

En diciembre de 2017 pisé por primera vez al consultorio de mi endocrino y mi compañía fue el miedo. Entré a la consulta y lloré. Tenía que decirle el motivo de mi visita al especialista, un hombre de más de setenta años, contarle que esa persona que tenía en frente quería entregarle su confianza para que la llevara rumbo a lo que en quince años de vida había deseado, pero los sollozos me pusieron en evidencia. Él se adelantó: “Sé por qué estás aquí”. Fue maravilloso, impresionante, un señor en toda la palabra. Soy joven, y dudo que viva tanto, pero hasta ahora es el hombre más increíble que he conocido.

Exámenes de rutina entre los que figuraba una ecografía pélvica y una determinación de careotipo fueron anotados en una recete médica que aún conservo. Solo hasta el 27 de mayo de 2018, sin que mi familia supiera, empecé el tratamiento. Tuve que dejar de lado algunos exámenes porque era necesario salir del pueblo para que me los realizaran y si lo hacía,  arriesgaba a que me descubrieran. Igual, pude empezar el tratamiento con las hormonas.

Mi mamá se dio cuenta a los tres meses de lo que pasaba. Busqué videos, se los compartí. Entendió rápido y después de esto el tiempo mostró los resultados: los primeros cambios empezaron en la voz, que acompañé con el vestuario. No tuve problemas. Cuando tenía quince años le dije a mi mamá que, si me ponía un vestido, me suicidaba. Primero muerto que algo así. Me tomó la palabra en serio. No suelo vacilar cuando tomo decisiones de este tipo.

Esta no fue la única noticia que le di a mi mamá. También le conté que partía del país, que tomaría rumbo a Colombia, que ya no podía conseguir las hormonas para continuar con mi tratamiento de masculinización en Venezuela, que un proveedor de esos medicamentos -que los traía de Brasil me había quedado mal y que empezaría una nueva vida en Bucaramanga, junto a su familia. Y bien. Hay cosas que uno solo planifica y otras que simplemente se dan.

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Gael no dudó en recomendarme el café de avellana y le tomé su recomendación. Lo que él no supo fue que yo estaba rompiendo con la promesa que me había hecho unas semanas atrás de no consumir café por mis problemas gástricos y de garganta. Además, ¡por fin había salido una entrevista con una persona trans! Anhelaba escucharlo.  

Buscamos un lugar para hablar sin que nadie nos molestara y fue casi imposible porque los vigilantes del centro comercial no nos quitaron la mirada. Claro que todo pasó a un segundo plano cuando empezó a contar los detalles del día en que la familia de su mamá le cerró la puerta en la cara, recién había llegado de Venezuela, solo porque años atrás ellos lo conocieron como una “niña” y ahora era un joven. Recordó que lloró sin que alguien lo consolara, que un hombre que parqueaba una motocicleta se le acercó, le preguntó qué le sucedía y lo hospedó por una noche en su vivienda. Luego de una corta espera llegó el dinero enviado por su papá desde Perú. Sí, de esa persona con la que casi no habla, que tiene poca comunicación, es también un guardián desde la distancia.

Una habitación en el barrio La Joya, que no tenía ni una sola ventana, fue su primer hogar en Bucaramanga. Luego pasó a vivir en el barrio La Aurora, junto a un compañero de habitación, pero se separaron porque les fue imposible conseguir un lugar arrendado para los dos. Ahora reside en Cabecera, zona en la que además trabaja como cuidador de perros. Y es en ese momento que veo a Gael relajarse por primera vez durante la entrevista. Tal vez porque aparecieron dos French Poodle que se robaron su atención y lo pusieron hablar de detalles íntimos de su vida. “Los perritos me han ayudado mucho a crecer como persona. Era inseguro e inestable emocionalmente y los ellos me han ayudado en un cambio general en mi vida. Los animales siempre me han gustado y fue el empleo que busqué. No tengo documentos en regla -y no quiero hablar de eso, por favor-, pero no he tenido dificultad.

—¿Vivías con miedo en tu ciudad?

­—Sí, tenía miedo de que me agredieran. No viví la agresión, pero sí le tuve miedo porque es un pueblo y las zonas aledañas a asentamientos campesinos. No tenía amigos, bueno, solo dos.

—¿Cómo te va ahora en Bucaramanga?

—Me gusta montar patineta. Iba a comprar una antes de que me mordiera un perro. Mira, aquí en el brazo (sobre un tatuaje que tiene en el antebrazo izquierdo quedó la cicatriz). Cuando me froto crema aún me duele. No puedo montar patineta aún. Esperaré.

—¿Cómo te va con la compra de medicamentos y quién controla tu tratamiento?

— Mi doctor siempre ha sido el endocrino que me trató en Venezuela. Mantenemos comunicación. Tengo la referencia médica (fórmula) y sigo el procedimiento. ¡Listo!

— ¿Cuánto tiempo piensas permanecer en esta ciudad?

— Si pudiera permanecer aquí hasta los 30, lo haría. Pero hay cosas que uno simplemente plantifica y otras que solo se dan.

— ¿Piensas en tu familia?

— No. Mi papá tuvo que ayudarme en la pandemia. Nunca hablo con mi papá, trabaja en una finca, en una ciudad de Perú. Mi hermana es una mujer machista y por eso no hablamos. Solo me comunico con mi mamá.  

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Frente al amor puedo decir que tengo gustos variados, no lo puedo explicar, eso lo hace complejo. No he tenido pareja alguna. Es difícil hablar sobre esto. Nunca ha sido fácil para mí vivir.

No opino sobre lo que le gusta o no a otras personas. He estado solo bastante tiempo. No he tenido un novio ni una novia, o algo. Ahora sí tengo amigos jajajá. No los había tenido antes. Me gusta poder decir cosas que siento frente a otras personas. Es difícil hacer amigos para hablar de mi intimidad.

Una amiga venezolana me preguntó si era chico o chica. Le dije que no podía estar preguntando esas cosas porque la gente puede reaccionar mal. A mí, honestamente, no me importa. Creo que, desde mi masculinidad, muy frágil, por cierto, se aprecia más la feminidad.  De lo femenino todo me parece precioso, de lo mejor. Es algo fuerte, diría que la raíz de todo es lo femenino.

Cuando me preguntan por la situación de mi país, no opino, no me gusta que me hagan esas preguntas y no quiero que me mal interpreten. Muchos venezolanos escogieron esa vida.

Ahora que me preguntaste por mi futuro, recordé que empecé con ingeniería civil, luego con ingeniería agroindustrial, después con educación física y salud, y tampoco pude. Nunca he podido adaptarme a la opresión. No puedo hacer algo cuando no quiero, no puedo aprender cuando me determinan un horario. No funciono así. Me gradué del colegio por mi mamá jajajá. Para mí siempre fue complejo. Mi vida se trata de hacer las cosas que quiero, en el momento que quiero. ¡Qué bueno que hayamos hablado de esto!

Universidad Autónoma de Bucaramanga