Por: Nicolás Gómez Rey*
En “De funerales” y “En elogio del espíritu de la contradicción”, el escritor mexicano Julio Torri nos incita a ver más allá del protocolo y la convención de los funerales para cuestionar y contradecir aquellas reglas a las que, por conformidad más que por convicción, siempre estamos sujetos. Con esto, afirmamos una idea conocida: en los discursos funerarios exaltamos la dignidad de una persona que ya no puede enterarse del virtuosismo que se le atribuye; el último en el funeral, bien sabemos, es el muerto.
En “En elogio del espíritu de la contradicción”, Torri dice que “si la sociabilidad descendiera del Olimpo donde moran las ideas puras, y viniera a pedirnos cuentas, en mayor apuro se vería el contradicho que el contradicente”, todo esto si tenemos en cuenta que el primero es el complaciente que no habla con la verdad, sino con la idealización del elogio. Ahora, estas ideas nos acercan a los funerales: en pro de la convivencia y las convenciones sociales, caemos en lazos alimentados por la condescendencia, pero poco sinceros a causa de esta; incluso podríamos ser llamados los mejores falsos amigos del funeral.
Claro está que debemos pensar en que el incómodo deber de dar un discurso que asiente la reputación del muerto es someterse a ese espíritu complaciente que niega y oculta una verdad que, si bien puede ser punzante, es inherente de la persona despedida: todo gira en torno a la bondad, buen comportamiento y ejemplaridad del desaparecido. Para lograr el espíritu que habla con honestidad, Torri propone soltar paradojas, alabar las cosas más ruines y sobajar las más sublimes; posteriormente, podríamos tomar a aquellos que nos contradigan —familiares, inevitablemente— y conversar sin que lleguemos a un acuerdo con estos, y nos reprochen.
Pensemos, entonces, que si muchos de los ritos funerarios tienen como objetivo lograr la trascendencia del fallecido acorde a sus creencias (resurrección, reencarnación, vida más allá de la muerte, etc.), algunas partes de estos, como el discurso de despedida, se han tergiversado en lo laudatorio. Por eso, insistimos con Torri en que “Lo menos importante en un funeral es el pobre hombre que va en el ataúd”. Esta frase genera dos hipótesis: primero, la realización de estos ritos tiene que ver con el consuelo de los que le sobreviven; los segundo, funerales se han convertido en una serie de etiquetas que tienen que ver con la satisfacción del deber cumplido. Consideremos, además, que dependiendo de los ojos con que se mire la reputación del muerto, esta no solo recae en el discurso, sino en la opulencia del funeral, la asistencia al mismo o, incluso, la cantidad de gente que llora y grita, ¿por qué no?
*Docente e investigador de tiempo completo del Programa Virtual de Literatura – UNAB.