Por Julián Mauricio Pérez Gutiérrez

En una entrevista de 1995, Susan Sontag dijo que un buen libro “nos ayuda a entender mejor las posibilidades humanas, pues ejercitamos nuestra capacidad de compasión, de identificación”. Efectivamente, los buenos libros son capaces de persuadirnos a repensar el mundo y a cuestionar lo que hemos aceptado como un fenómeno natural de las interacciones humanas. Los abismos de Pilar Quintana es uno de estos libros.

La historia inicia en un apartamento lleno de plantas y flores que es llamado la selva. Un seudónimo que parece simbolizar ese espacio desordenado y bello, colmado de visos coloridos y grises: la vida familiar. Esta selva es habitada por personas extraviadas entre la espesura y el desconcierto de su cotidianidad.

La familia que nos presenta Pilar Quintana está compuesta por varias mujeres que añoran darle un sentido a su existencia. Es cierto, hay un papá: un hombre lleno de silencios que aprendió a gritar sus dolores con el mutismo de los timoratos. No obstante, este es un personaje casi ausente que solo participa cuando ellas opinan o actúan.

Los personajes femeninos son el núcleo de la trama: hay una mamá que siente la maternidad como un obstáculo en el sendero de sus sueños; hay una hija sometida a las incertidumbres y melancolías de su madre; hay una tía que intenta evitar la soledad comprando el amor; y hay una muñeca. Una muñeca que, desde su estado inanimado, nos recuerda que la fraternidad es el centro de todas las relaciones humanas. Solo somos humanos cuando nos relacionamos con otros, cuando compartimos el placer de escuchar, el dulce hábito de acompañar. La muñeca, un objeto sin voz, sin ideas, sin sentimientos, es la única que oye las incertidumbres de una niña, escucha sus pensamientos y conoce sus temores.

Pilar Quintana logra una historia patética, narrada desde la mirada infantil de Claudia: una niña de ocho años que se convierte en testigo y víctima de las malas decisiones de sus padres. Desde esa voz infantil, con sus cándidas preguntas y constantes reflexiones, la escritora caleña construye una novela que al mismo tiempo nos conmueve y nos desmenuza poco a poco el corazón.

El deslumbramiento que produce leer Los abismos permanece entre nosotros después de cerrar el libro y dejarlo sobre la mesa. Quintana nos transporta más allá de las palabras y nos conduce a cavilar sobre cómo es mirar la realidad con ojos infantiles. La manera en que la escritora ha construido y narrado la historia nos hace sentir cercanos a la pequeña Claudia. Conocemos aquello que piensa y hace antes que sus padres. Incluso llegamos a saber más que ellos. Como lectores, entendemos y sentimos el sufrimiento de una niña a causa de las decisiones que ella no ha tomado, de las acciones que no ha realizado. Por eso, al final, solo queda preguntarnos: ¿Toda infancia es un tiempo de inocencia y felicidad?

En su Emilio o De la educación, Rousseau cuestiona con vehemencia la mirada que los adultos tenemos de la infancia. En una de sus reflexiones sobre la naturaleza humana se pregunta: “¿existe en el mundo un ser más débil, más indefenso, más a merced de todo lo que le rodea, que sienta gran necesidad de piedad, de solicitud y protección que un niño?” En la obra de Quintana hallamos una respuesta novelada con fascinante destreza, pero una respuesta dolorosa.

En la misma entrevista de 1995, Sontag afirmó que “un buen libro es educación del corazón”. No se trata de pensar que leer nos educa para hacernos mejores que los demás. Los buenos libros, como Los abismos, nos educan porque nos llevan a hacernos mejores preguntas, nos llevan a cuestionar el modo en que suceden las relaciones humanas. Educar y leer con el corazón es una manera de reducir las diferencias y de reconocer que existen múltiples perspectivas de ser y vivir en el mundo.

Los Abismos novela de Pilar Quintana / FOTO TOMADA DE INTERNET