“Tengo lo que llaman una ‘chaza’. Vendo tinto, chucherías, cigarros, así me mantengo sin hacerle daño a nadie, trabajando”. Richard Rojas es veterinario, tiene 42 años y es venezolano. Vive en Bucaramanga con su esposa y una de sus dos hijas; la otra se quedó en el país vecino, estudia psicóloga y no ha podido migrar.  “Todo está trancado, no hay ni cédulas en mi país. Lamentablemente los inmigrantes vamos a ser más, con pasaporte o sin pasaporte, porque generalmente no los están dando. No tienen pasaporte porque no quieran, sino porque no hay. En mi país existe un pasaporte nuevo que se llama pasaporte express, y le dicen pasaporte estrés, porque no-lo-hay, no-lo-dan, entiéndalo”, cuenta Rojas.

Me dirigía a una tienda o market de la carrera 25 con calle 32 de Bucaramanga, cuando este hombre pasó a mi lado caminando rápido y hablando con alguien acerca de la salida de su país de Kellogg’s Company de su país. Es una multinacional agroalimentaria estadounidense que elabora, principalmente, cereales y galletas; fue fundada en 1906 por Will Keith Kellogg y en Venezuela generaba alrededor de quinientos empleos.

Así como Clorox, Kimberly Clark y General Motors, esta compañía fue llevada al límite por cinco años de recesión e hiperinflación, hasta que tuvo que cerrar operaciones de manera forzosa este martes quince de mayo de este año. Sin conocerlo en ese momento, tomé varios pasos de distancia y seguí con algo de dificultad su conversación. Llegamos al Parque de los Niños y él tomó rumbo en dirección a una banca que mira la espalda del Galán Comunero.

Rojas ya había estado en territorio colombiano en varias oportunidades por razones laborales. En su  momento, el hoy vendedor de tintos, dulces y cigarros, trabajó para General Motors desempeñando funciones auxiliares en administración. Sin embargo, su vocación y su estudio universitario es la medicina veterinaria. “Tenía un consultorio muy lindo, muy bello. Una profesión. Ahora no hay absolutamente nada. Si no hay medicamento para humanos, mucho menos para animales. Todo está desapareciendo, ya no hay nada”.

Miro a mi alrededor un momento y advierto ojos curiosos que me observan; pieles y rasgos físicos con matices y formas similares a las de mi entrevistado. Algunos se detienen un momento para oír las palabras de Richard, otros menos interesados disminuyen un tanto la marcha y continúan. Entendí entonces que a casi todos los venezolanos que me acerqué esa noche les interesaba relatar su realidad como inmigrantes, bien sea para quejarse, pedir ayudas o simplemente por conversar.

Cuando le pregunto qué tan diferentes son ahora sus días de trabajo viviendo en la capital santandereana, el hombre de 42 años me mira con el gesto de un niño de 12 años: “Un día de trabajo en este parque es de verdad lamentable, porque cuando miro alrededor recuerdo todos los parques, a los que nosotros les decimos plazas en mi país. Algo que era espectacular, como es aquí hoy en día. Me recuerda mucho a mis compatriotas que siguen allá”. Su respuesta no se encauza hacia lo que yo realmente preguntaba; noto en ella tristeza, quizá una evasiva. De cualquier forma, la nostalgia hace gala en la vida de un migrante. Y sí, por qué no decirlo, a todos los latinos nos duele el desarraigo.

Sigo ahondando en el tema y lo cuestiono sobre sus días de descanso. “Generalmente, desde que llegamos a este país no sabemos lo que es un día de descanso. Trabajamos día y noche como cualquier otro ciudadano que debe responder por su vida o la de su familia. No nos podemos dar ese lujo, vinimos fue a trabajar. Tengamos sueño, cansancio, flojera, así estemos enfermos… tenemos que salir a la calle”.

De acuerdo con las investigaciones de la Organización Internacional para las Migraciones, el 69 % de las personas que cruzaron a territorio colombiano indicaron querer regresar a su país de origen el mismo día. /FOTO CRICHELLY NIÑO

Bucaramanga es una de las ciudades de Colombia donde más se ha sentido este fenómeno migratorio. Algunos, como Richard, se han radicado en esta zona por su cercanía a Venezuela; otros tenían como fin más destino, pero la falta de recursos no les permitió sino llegar hasta este departamento. “Si en estas elecciones el régimen cae, seremos un río de gente volviendo a nuestro país. Vamos a volver todos. Queremos volver a casa; allí lo tenemos todo”.

Richard Rojas asegura que se puede sobrevivir en ‘la bonita’ con 40 mil pesos diarios. Que eso alcanzaría para cubrir los gastos de su alimentación, servicios residenciales y “útiles personales”. Pero su ‘chaza’ no le permite alcanzar esa meta. “Sin embargo, estamos mejor que en nuestro país”, comenta.

“Con ese gobierno está todo cada día peor. Nicolás Maduro no quiere acceder a la ayuda nacional ni internacional. El presidente que tienen acá en Colombia (Juan Manuel Santos, actual cabeza del poder ejecutivo colombiano) nos ha querido ayudar, pero él (Maduro) le sale con unas patadas…”.

Preguntándole a Richard sobre sus encuentros con los agentes de control migratorio, le escucho una frase que captura por completo mi atención y de la que todos hemos sentido el yugo de su significado en algún momento. “Me gusta su control, estoy de acuerdo, pero acusan mucho al venezolano. Acá hay un dicho “por uno pagamos todos”. Y aunque no sea grato aceptarlo, a veces es lo que se respira en las calles de la capital santandereana y su área metropolitana: prejuicio; para este caso específico, una muestra borrosa de xenofobia, si se quiere.

Si le preguntas a Richard Rojas, a José Antonio Azoca Rodríguez, a José Coronado, a Luis Alfonso Leal Guillén o a su hermano Pablo Emilio (todos inmigrantes venezolanos) por una propuesta para que el Estado colombiano los ayude de manera efectiva, hablarán sin duda alguna de trabajo. Rojas dice: “Nos niegan los empleos. Nos piden un permiso de trabajo, tenemos que traer un curso de alturas para trabajar en construcción, tenemos que traer un pasaporte”.

“El único freno del señor alcalde (Rodolfo Hernández Suárez) fue una pancarta que decía Bienvenidos hermanos venezolanos. Muchos de mis compatriotas fueron dañando la imagen del buen venezolano, porque han venido a hacer lo malo. Pero no todos somos iguales”.

Por Rafael Mejía

rmejia710@unab.edu.co

Universidad Autónoma de Bucaramanga