Por: Maria Angélica Uribe Castro / muribe258@unab.edu.co
Cuando llegas al Aeropuerto Palonegro y desciendes hacía Bucaramanga, el primer letrero dice “quien pisa tierra santandereana es santandereano”. Y está bien, pero eso no es del todo cierto. El bautizo santandereano real se obtiene cuando comemos mute. Quien prueba mute santandereano es santandereano. El mute es quizá el plato más típico de la región y hoy vamos a conocer su historia.
El origen de su nombre es desconocido. Muchos dicen que está relacionado con José Celestino Mutis, hermano de Manuel Mutis, uno de los fundadores de Bucaramanga. Cabe recalcar, además, que en quechua mute significa maíz.
Existen dos relatos acerca de la historia del mute. El primero se remonta a la época prehispánica, cuando los indiígenas preparaban todo a base de maíz. Para ellos este era como el oro. Tenía hasta 30 formas de preparación y le brindaba al mute ese sabor tan característico. Sin embargo, con la llegada de los españoles la preparación de este plato cambió. Sus ingredientes han variado hasta llegar a ser lo que conocemos hoy en día. Por otro lado, se dice que el mute es una adaptación latinoamericana de la adafina, cocido de garbanzos propio de los judíos y españoles. Una vez este plato llegó a América, los indígenas realizaron variaciones tanto en los ingredientes como en la forma de cocción, por ejemplo, la leña.
Ahora bien, no hay nada más santandereano que el mute y uno de los mejores de Bucaramanga es el de Rosa María, o más conocida como Rosita. Lleva más de 30 años trabajando en la Plaza de San Francisco y viviendo de este manjar. Su puesto de ventas se encuentra en un andén, perfecto para que el que pase se antoje. Tiene dos cocinas de leña bajo una sombrilla de colores. Dos mesas que, aunque tienen manteles desgastados, son testigos de momentos inolvidables para los comensales y bocados exquisitos para los paladares. Rosita nos comenta: “mi mute tiene historia porque a la gente le fascina”. Así lo confirman quienes van y prueban este plato. Luz Marina, cliente fiel, dice que de todos los mutes de Bucaramanga prefiere el de Rosa.
Mientras esta santandereana revuelve el mute en su cocina de leña, el sudor baja por su frente como esfuerzo del trabajo que demanda el arte de la cocina. Recita los ingredientes del mute con la exactitud matemática de las tablas de multiplicar. Comenta que este plato lleva habichuela, papa amarilla, berenjena, frijoles, alverja, habas, pata, costilla, maíz, callo, cilantro, cebolla larga, carne de res y dos dientes de ajo. Deja hervir todo esto por tres horas y ahí se cocina la magia.

Esta mujer comienza su día a las tres de la mañana. Con su delantal azul oscuro combinado con un gorro de cuadros blancos, menciona: “me toca levantarme de madrugada para poder alistar y tener todo para el mediodía porque también debo llevar a mi esposo a diálisis”. Salomón López su esposo padece diabetes y ceguera. Cada dos días tiene que llevarlo a que le hagan diálisis. Afortunadamente, con las ganancias que le produce la venta de mute puede costear los gastos de la enfermedad y sostener a su familia conformada por cinco hijos.
A pesar de esto, Rosita se esfuerza día tras día para preparar al protagonista culinario de los santandereanos, el mute. Hay que decir que la Ciudad Bonita no solo es reconocida por sus parques, el hablado fuerte y golpeado, sino también por el regalo gastronómico amplio que brinda a locales y foráneos. Solo me resta por recomendarles, manas y manos, que visiten y prueben el mute de Rosita, cada fin de semana, en la carrera 22 # 21 – 78.