Por Julián Mauricio Pérez G. / jperez135@unab.edu.co
Imaginen que algunos niños juegan a ser asesinos, secuestradores o criminales; mientras otros no juegan, otros lo son. Imaginen que los adultos luchan a muerte por ganarse el
sustento de cada día. Imaginen a muchas familias buscando el camino más rápido para salir de la pobreza, y en ese intento pierden la esperanza. Imaginen un país donde la clase dirigente y las fuerzas militares acogen la corrupción y la arbitrariedad como ley. Imaginen una sociedad donde la muerte parece mejor lugar que la vida.
Salvar el fuego, de Guillermo Arriaga, es un libro para imaginar esta desesperanza, para sufrirla, para sentirse asqueado de ella. Esta es una ficción con una escritura trepidante y polifónica. Escuchamos cuatro narradores que nos llevan de manera vertiginosa por la vida de algunos personajes memorables: el asesino y la bailarina; el padre culto y despótico; el hermano sosegado y el amigo vengador. Cada narrador tiene una voz propia, encargada de relatarnos una parte de la historia. Cada narrador nos muestra, desde su foco, el modo en que se sobrevive a la desazón humana.
Aunque la narración no es lineal y el relato se bifurca constantemente, lo cierto es que la trama es inteligible, verosímil y coherente. Como lectores armamos, con cierta facilidad, el rompecabezas que nos presenta Arriaga.
Salvar el fuego es la historia de un asesino que se enamora de una bailarina y de una bailarina que lo deja todo por este hombre. Él se llama José Cuauhtémoc Huiztlic y ella Marina Longines Rubiales. Él vive en los barrios marginados de la ciudad, ella en uno de los sectores más pudientes. Él es un presidiario que lee con pasión y escribe con rencor, ella es una coreógrafa que intenta salir de su zona de confort para crear su magnum opus. Sin embargo, tengamos en cuenta que el amor no es el núcleo narrativo, no es el centro magnético que nos mantiene pegados a cada página.
En la obra encontramos por igual el resentimiento, la venganza, la lealtad y la desigualdad social. Los personajes actúan, cual actores trágicos, sin mediar las consecuencias, dejándose llevar por un instinto de conservación y desagravio en medio de una ciudad sangrienta e ilícita. Para ellos solo existe el presente finito y vacilante, por el cual deben aventurarlo todo. Al fin y al cabo, como lo expresa el epígrafe de Edgar Morin que aparece en el libro: “Vivir quiere decir arriesgarse a la muerte”.
Salvar el fuego es la novela que ha merecido, por unanimidad, el prestigioso Premio Alfaguara 2020, uno de los más importantes en lengua española. Luego de haber publicado un libro de cuentos y varias novelas, Arriaga se posiciona como un autor al que hay que seguirle los pasos. Ya no solo es indispensable disfrutar de sus creaciones cinematográficas, también es necesario leerlo.
Su narrativa, con descripciones precisas y argumentos claros, tiene la capacidad de hacernos crear imágenes potentes de los personajes y de sus historias. Al leer, pasamos rápidamente de la repulsión al afecto, de la rabia a la conmiseración. Por esto, no es de extrañar que esta novela tenga la aceptación del público general y de la llamada crítica especializada.
En definitiva, Arriaga construye una obra entretenida, inesperada y vibrante en la que
a veces somos lectores y a veces nos sentimos partícipes de los hechos. En reiterados momentos queremos que se salven los protagonistas, lo que quiere decir que aceptamos sus truculentas acciones. Nos descubrimos más naturales que civilizados, más instintivos que racionales. Y esto, como ya sabemos, lo ocasiona la buena literatura.
Hay una pregunta que aparece como un leitmotiv de la novela. En varias ocasiones, uno de los narradores dice: “Si mi casa se quemara y solo pudiera salvar una cosa, ¿qué salvaría?”, la respuesta siempre es “el fuego, el fuego”. Al terminar la novela hallamos el porqué de esta respuesta. Solo al cerrar el libro entendemos lo insoportable que puede ser cargar con el pasado.