Por: Sara Valentina Vargas Jaimes
Svargas506@unab.edu.co
Son las 9:00 de la noche, recién había llovido, las calles estaban mojadas y llegué al parqueadero de mi barrio. Hablo con el celador, Roberto Bueno Mantilla, un hombre de 81 años, muy blanco, tanto como su cabello. Tiene los ojos azules y una mirada y sonrisa amigables. A su edad no debería estar trabajando, pero lo hace pues no tiene otra opción, debe encontrar la manera de subsistir junto a su esposa y olvidar que fueron olvidados por el Estado, sin más.
Vivo en este barrio hace 19 años y nunca había dialogado con él más de lo habitual. El saludo, preguntar qué tal iba su día y despedirme. Decidí este día dejar de hacer lo normal y hablar un poco. Después de tener esta conversación, pensé que por tanto tiempo podemos ver a una persona y tratarle, pero no saber en realidad nada de su vida y de lo que ha tenido que pasar. Ese día conocí una historia que me conmovió y me hizo reafirmar la cruda situación que viven muchos adultos mayores, al ser desamparados por el Estado y ser obligados a tener una vejez intranquila e infeliz.
Don Roberto, como siempre le he llamado, tiene una esposa, la señora Eloisa Almeida Rondón, quien tiene 75 años y con la que lleva casado más de 60 años, toda una vida. Son de Los Santos, un pueblo de Santander, allí se conocieron, trabajaron de agricultores y tuvieron 10 hijos. Actualmente tienen 42 nietos y son felices, a pesar de las circunstancias de la vida. En 1995, a sus 55 años, don Roberto llegó a vivir junto a su familia a La Cumbre, un barrio popular del municipio de Floridablanca. Buscó trabajo y solo consiguió de celador. Hoy, 26 años después, sigue trabajando en ello.
Solo ha vigilado en dos barrios, el barrio San Luis en Bucaramanga y donde trabaja actualmente, en la sexta etapa del barrio El Carmen, donde vigila por más de 14 años. Me sorprende lo lúcido que es y lo bien que recuerda cada uno de sus años trabajando. Trabaja por necesidad, no goza de una pensión y no recibe ninguna ayuda del Estado, no tiene un sueldo fijo y está sujeto a que le paguen los habitantes del barrio, cuando quieran y el monto que quieran. ¿No desea irse a su casa a descansar?, le pregunto. Me responde, “sí, pero no puedo hacerlo, tengo que hacer al menos lo del diario.”
Me cuenta que se acostumbró a trabajar de noche, a trasnochar, y que su vida desde hace 26 años que es celador, se resume a trabajar, dormir unas horas y volver a trabajar. Mientras me cuenta todo esto, en mi mente solo me preguntaba, ¿qué hace una persona de su edad trabajando? Y más, en este tipo de empleo, el cual acarrea muchos riesgos no solo para su integridad física, sino también para su salud mental. Le pregunto si no le hubiera gustado ejercer otro trabajo y me dice. “Sí, pero ya por los años no le dan trabajo a uno por ningún lado. Pa’ dónde más coge uno, toca hacerle frente a donde estamos.”

Don Roberto trabaja de lunes a lunes de 6:00 p.m. a 6:00 a.m., me cuenta entre risas que solo descansa el 24 y el 31 de diciembre, o sea, dos días al año. Percibo como el tiempo pasó de rápido hablando con él, tenía algunas cosas que hacer, entonces después de haber conocido un poco de su vida, me despido. “Que pase buena noche, vecinita”, me contesta y se aleja con una gran sonrisa, yo ingreso a mi casa.
Días después, tuve la oportunidad de hablar con su esposa, la señora Eloisa Almeida Rondón, mujer muy amable y gentil. Después de dialogar un rato, me contó que es ama de casa y desde que llegaron a vivir al municipio de Floridablanca es así. “Llegamos muy viejos acá, pues toda la vida vivimos en Los Santos, yo me quedé a atender la casa y Roberto salió a buscar trabajo. Es un hombre muy trabajador y nos ha sacado a adelante”, concluye con una sonrisa.
Don Roberto es muy querido por todas las personas del barrio, incluyéndome, no desearíamos que se fuera, aunque sabemos que una persona a su edad, debería estar en casa, acompañado de su familia y gozando de tranquilidad, aquella que merece después de trabajar toda la vida, pero eso no es posible.
Cada día al llegar, se acerca al carro, me saluda gentilmente y se despide. El día que eso no pase, me hará falta, es una linda persona de esas que conoces y deseas que tengan un final feliz. Luz Dary Jaimes Cárdenas, habitante del barrio El Carmen, menciona sobre su celador: “Es un señor muy trabajador, honesto, lo admiramos mucho porque a pesar de su edad, él llega muy puntual a su puesto de trabajo y sobre todo nos cuida muy bien los vehículos y las casas.”

Según el DANE, en Colombia hay más de 6.800.000 adultos mayores; es decir, el 13,5% de toda la población colombiana. De esta cifra, el 74% no goza de una pensión y el 40% sufre de depresión, según un informe realizado por la Universidad de La Sabana. Esto último ocurre porque por su edad no son vistos como “aptos” para ningún tipo de trabajo, haciendo que lleguen a sentirse inútiles y una carga para su familia.
Al año en Colombia más de 400 adultos mayores son abandonados. Esta población no solo es desamparada por su familia sino también por el Estado, y ante esta problemática tan triste, personas como el gerontólogo Albeiro Vargas Romero, han buscado alternativas para ayudar. Vargas Romero creó la Fundación Albeiro Vargas y Ángeles Custodios, la cual existe hace 37 años y actualmente tiene 70 adultos mayores a su cuidado.
Ingrid Paola Ramírez Varela, trabajadora social y coordinadora de la Fundación, comenta: “Hemos recogido muchos adultos mayores, que no tienen hogar, que han estado en condición de calle, que han tenido necesidades muy precarias.” Para esta Fundación es muy importante que, en sus últimos años de vida, estas personas sean felices y logren olvidar el sufrimiento que llegaron a vivir, sufrimiento que fue causado por los seres que debían cuidarlos y amarlos, por sus propias familias. “Nos preocupamos porque ellos tengan todas las condiciones para vivir, para comer, para vestir. Buscamos al 100% que todas las actividades que se desarrollen en la institución brinden alegría, paz”, concluye Ramírez Varela.
Es realmente lindo que existan personas que ayuden a estos seres desamparados, que no tienen la culpa de la familia que les tocó y los dejó. De un Estado que los deja completamente desamparados y a su suerte, que no les brinda garantías, y los obliga a una vejez llena de sentimientos negativos y agobiantes. Ser adulto mayor en Colombia sin duda es un desafío que resulta injusto y desolador.