Sandra Milena Herrera Guevara es eso que llaman ‘un personaje’: alegre, habladora y arriesgada. Es empleada doméstica en una casa de familia, pero ha hecho de todo: vendió rellenas con papa chorreada, abrió chamba con pico y pala, aprendió a recoger maracuyá y tomate en una finca, llegó a lavar, incluso, doscientos platos en un día cuando laboró en un restaurante. También trabajó en un lavadero de carros.
Tal vez no lo ha descubierto, pero es una narradora en potencia; le bastó una pregunta para contar tantas historias como pudo recordar con detalles y ritmo, con altos y bajos. Y en medio de sus anécdotas -porque con ella todo es risa- rompió la dieta (de tres días) por compartir el manjar que más le gusta: pan con mantequilla y Coca-Cola.
Los aretes, las cadenas y los anillos de acero inoxidable la acompañan cada día en sus quehaceres. En su sencillez, es capaz de regalar la sortija en su mano a cualquiera que le parezca bonito. No por ese acto de desprendimiento, como dice, le sobra el dinero. Su “truco” de ahorro es dejar el sueldo en el banco para no gastarlo. Guarda en un monedero, presionado contra su pecho por la tira derecha del brasier, no más de 20 mil pesos para el diario y, si le hace falta, prefiere ir a retirar.
Cuando dejó el colegio tenía 14 años, pues “debía trabajar para comprarme las cositas de aseo”. Lo primero que hizo fue cuidar niños: Marcela, Deymar y Deivy, a quienes recuerda con entusiasmo y su particular sonrisa. “Ya son profesionales. A veces me llaman y me saludan”, dice orgullosa.
Ahora asegura que no le gusta cuidar a nadie, ni siquiera a los gemelos de dos años que corren por su lado, pasan bajo el comedor de la casa agachando la cabeza y le dicen abuela. Ella, que vive riéndose de la vida, los mira y expresa: “No cuido más chinitos”.
A los 17 años comenzó su labor ofreciendo servicios de aseo y, de alguna manera, continuó siendo ese el oficio en el que mejor se desempeña. Entre sus recuerdos, también está la vez que se sintió acosada por uno de sus patrones. “Era tan bonita como mis hijas”, se mira, levanta la cara y se ríe. Cuando cruzó la puerta de la casa donde la habían contratado, el hombre allí presente fingió un malestar que lo tumbó en el sofá de la sala, mientras ella, incómoda por su presencia y sus intentos por acariciarle las piernas, trapeaba y limpiaba el polvo.
En un momento, pasada la tarde, el sujeto le ofreció un yogurt y le insistió que se lo tomara. “Yo me asusté muchísimo, solté el trapero y salí corriendo”, cuenta, y no volvió más.
No hay historia que Sandra cuente sin mostrar los dientes y entrecerrar los ojos. Ni siquiera la del día en que terminó un contrato y la dejaron sin el sueldo del último mes y sin la prima.
Con las manos vacías
En 2013, cuenta Sandra, la Alcaldía de Girón, en la administración de Héctor Josué Quintero, se abrió una convocatoria de mujeres para trabajar como aseadoras de las instituciones de educación pública del municipio y, tiempo después, también de algunos colegios de Bucaramanga. Ella y cerca de 100 mujeres más comenzaron labores como empleadas de la empresa que ganó la licitación, Ayudas y Suministros S.A.S, y un año después las cambiaron a otra, cuya jefe directa, dice Sandra, es la misma que conocieron en la primer empresa, una mujer llamada “Mercedes”, según recuerda.
“Trabajamos por tres años, de a dos empleadas por colegio, y nunca nos dieron ‘el pulpito’ (liquidación) y nos quedaron debiendo noviembre”, dice. Una vez terminaron las clases el 30 de noviembre de 2015 (último año del contrato), el grupo de fue hasta la oficina de la empresa a exigir que les pagaran. Siempre hubo excusas por parte de los empleadores y así las tuvieron hasta que llegó diciembre y las oficinas cerraron.
Sandra contaba con su sueldo y el famoso ‘pulpito’ para pasar la Navidad y el fin de año, pero ella, que nada la detiene, consiguió qué hacer en algunas casas de familia. En este momento de su relato su semblante cambia, mueve un poco las pupilas, baja el tono de la voz y confiesa su tristeza: “Me dio pesar por mis hijos porque no hubo para hacer la pechuga rellena de Navidad”.
Así como sus compañeras de trabajo tenía derecho a recibir liquidación, dado que cumplían con un horario laboral. “Nos echaban el cuento, cada fin de año, que el ‘pulpito’ estaba ahí. Que era como un ahorro”, dice con la ingenuidad que la caracteriza, en especial en temas como esos, y con resignación, se dice a sí misma, que debió saber más, entender cómo funcionan esas cosas.
A propósito, en 2016, el Congreso de la República aprobó la Ley 1788 en la cual “se garantiza el acceso en condiciones de universalidad al derecho prestacional de pago de prima de servicios para los trabajadores y trabajadoras domésticos”. Sin embargo, Sandra no tenía tiempo para luchar por su sueldo con la última empresa para la que había trabajado.
Al año siguiente de la incertidumbre, un familiar la recomendó para otro empleo en la casa de un médico y de inmediato aceptó. No podía darse el lujo de iniciar con el pie izquierdo con sus nuevos jefes, ni mucho menos pedir permisos (por lo menos tres días, según ella calcula) para haber conseguido un abogado y poner en manos de la justicia su situación.
Y en medio de todo lo que ha pasado y hecho, comenta que lo más difícil de su vida ha sido criar a sus hijos. No lo piensa mucho para dar esa respuesta. Si se le pregunta por el dinero que ganó en esos años de trabajo, si acaso fue suficiente, dice: “¿Suficiente?… ¡Ni las gracias dieron!”.
Por María Fernanda Palencia A.
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