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Una historia con olor a tabaco que busca no morir en el olvido

Piedecuesta es uno de los municipios del área metropolitana reconocido en Santander y en Colombia por la fabricación y venta de tabacos. Sin embargo, con el paso del tiempo, la tradición ha perdido importancia debido al incremento en el precio de los insumos y los bajos costos que pagan sus compradores.

Ernestina Poveda Lozano y José Becerra Bautista fabricantes de tabacos en Piedecuesta, quienes a pesar de sus 85 años de edad se resisten a dejar este oficio. / FOTO JOHANNA SANTOS B.

Santander es el departamento que posee la mayor producción de tabaco en Colombia con un 80 % de la demanda nacional, según la Cooperativa Tabacalera de Santander. El otro porcentaje se divide entre el Valle del Cauca, Tolima y la Costa Atlántica. En Piedecuesta más de 20 mil personas viven de este oficio, según cifras de la Secretaría General del municipio. Esto equivale más o menos a 1400 fabriquines –fábricas encargadas de armar, terminar y vender tabaco que no poseen marca propia– grandes y pequeños.

Los precios del tabaco ya no son tan favorables, puesto que este producto tiene un gravamen del 60 % para su comercialización, que prácticamente les deja una ganancia neta mínima. A lo anterior se suma la caída del bolívar venezolano, el principal país aliado en dicha comercialización, lo cual baja los precios del producto casi por el suelo y además, sube los costos de fabricación.

Estos aspectos han hecho que existan menos fabriquines grandes, como el que alguna vez tuvieron los protagonistas de esta historia, Ernestina Poveda Lozano y José Becerra Bautista, el cual llegó a tener más de 500 trabajadores. Ahora se reduce a unas cuantas máquinas y un promedio de 10 personas a cargo, entre torcedoras –mujeres que arman el tabaco, escogen la hoja y lo envuelven suavemente para tenerlos listos a la venta– y rolleros –quienes arman la base del tabaco con la capa que es la hoja del tabaco y la picadura–.

Las condiciones del negocio no permiten contratar más personal. Además, los esposos Becerra Poveda no poseen un lugar propio para montar un fabriquín, y tendrían que pagar arriendo, lo cual es imposible, y sumado a esto, “este oficio ya no se ama como antes y son pocos los trabajadores que hacen acabados buenos para exportación”. Finalmente, como en toda industria, el tabaco también tiene su monopolio, y solo un comerciante de este producto es el que se lleva los buenos convenios. Aunque Ernestina expresa que se podría poner a funcionar algo grande otra vez; pero ellos ya están cansados y con sus ochenta y tantos años encima, “ya están esperando la jubilación por parte de San Pedro”.

Trabajo duro
Paredes sucias, piso terroso, fuerte olor a tabaco y dos personajes “contadores de historias y habladores”, es la imagen que se puede encontrar en una de las casas del barrio Bariloche del municipio de Piedecuesta, en donde viven Ernestina Poveda Lozano y José Becerra Bautista, esposos desde hace 56 años. Entre los dos suman más de 160 años de vida y detrás de su piel arrugada se esconden un sinnúmero de historias enmarcadas por su oficio permanente como hacedores de tabaco, el cual los acompaña desde antes de casarse.

Han trabajado con cuanto productor de tabaco hay en el municipio y han viajado bastante para buscar la mejor materia prima, que es base importante para el desarrollo del producto. “Si la hoja está buena, se puede producir buen acabado y rinde más”, dice Ernestina. Por eso, no escatiman en pagar, a veces, diez veces más del valor de lo que le pedían años atrás por comprar la que mejor ven. Si antes el kilo de capa –hojas de tabaco secas– valía 2.000 pesos, hoy las compran a 16.000.

Es ella la que más conoce del negocio, según cuentan, pues ha trabajado con los tres tipos de tabaco: romo –sellado por una punta, lo que se conoce como puro–, reina –cortado por las dos puntas–, y panetela –cortado por las dos puntas y más delgados que la reina–. Sin embargo, cuando los dos empezaron el oficio, se decidieron por la panetela porque es más barata que el romo, ya que este costea más material y el producido también debe pagarse a mayor valor. La diferencia varía entre 50 y 60 mil pesos. Adicionalmente, en el municipio lo que más se produce es panetela.

Mientras Ernestina sirve el tinto de la mañana a su esposo, van hablando sobre cómo harán para pagarles la semana a las torcedoras, pues la semana anterior no hubo pago. Y es esta una de las cosas que más la atormentan, porque “cómo se le dice a una mujer que esta semana no hay paga, cuando uno sabe que ella tiene que mantener el hogar, y que eso es lo de comprar la comida para sus hijos en los próximos días”.

“Uno no se puede hacer el de la vista gorda”, insiste Ernestina, a lo que José responde: “Sí, pero como está la cosa con los tabacos, es imposible”. La situación está dura en el negocio. “El costo de vida ha aumentado; lo que se compraba con 10 millones de pesos, hoy vale 200 millones. O para no ir tan lejos; hace 20 años un millar de tabacos lo vendíamos a 1.500 pesos y la gente compraba, y hoy vale 120 mil pesos y ya las personas ni lo piensan, simplemente no lo compran. Y ni hablar del bulto que valía 150 mil pesos, y hoy hay que buscar quién pague un millón. Y como ya no se mueve el oficio como antes, no se encuentran compradores, por eso es que los fabriquines merman la producción”, dice José.

El pago a los empleados es solo uno de los tantos “detalles” que deben tenerse en cuenta si se quiere incursionar en el negocio tabacalero. Sin embargo, ambos reconocen que el oficio ya no se ejerce con la misma dedicación de años atrás, pues a los jóvenes no les entusiasma aprenderlo. “Los muchachos salen a buscar qué hacer y pretenden que van a ganar 4 millones en una semana y así no es. En el tabaco a una torcedora que le vaya bien, que le rinda, está ganando unos 60 mil semanales. Es que ya son otros cuartos de hora”, menciona Ernestina. Es decir, no alcanzan a ganar al mes ni la mitad de un salario mínimo.

El proceso de comercializar era óptimo en “los buenos tiempos”, como menciona Ernestina, hasta hace unos quince años. Cualquiera llegaba a comprar tabaco y se vendía rápido; ahora se comercializa con un solo cliente. Se depende de éste y viceversa, y antes de recibir el pago, se debe esperar a que dicho comprador venda la producción, lo cual puede tardar hasta un mes, tiempo en el que además la pareja debe hacer ajustes para no quedar mal con el pago a sus trabajadores.

Los tabacaleros piedecuestanos se niegan a dejar este oficio, pese a los grandes costos y los pocos ingresos que esto conlleva.
Los tabacaleros piedecuestanos se niegan a dejar este oficio, pese a los grandes costos y los pocos ingresos que esto conlleva.

Dedicación total
A Ernestina no le dura la ropa limpia más de una mañana. El día de la visita a su casa, vestía pantalones hasta las rodillas, una blusa blanca con transparencia, y su rostro estaba pálido debido a un fuerte dolor de cabeza que la atormentaba desde días atrás.

Algo similar ocurre con el vestuario de José, pero él siempre tiene una camisa limpia a la mano para “salir y hacer sus vueltas”. Ese día vestía un bluyín oscuro, un polo morado por fuera del pantalón, zapatos negros y su gorra, que no se quita sino para bañarse.

José y Ernestina no eran excéntricos en sus lujos, pues de niños y de jóvenes no los conocieron. No nacieron en familias adineradas de la zona; por el contrario, Ernestina cuenta que desde que tiene uso de razón ha trabajado. Por un lado ayudando a Ana, su mamá, en los oficios que desempeñaba o ayudando a criar a sus diez hermanos. Eran pobres, vivían en el campo y ella nunca conoció a su papá, solo supo que se llamaba Juan. No la tuvo fácil, pues recuerda que tuvo que soportar gritos, maltratos y humillaciones por parte de sus hermanos mayores y de su madre, que no sabían corregir ni educar de otra manera.

Es tal vez esto lo que impulsó a esta mujer a salir adelante y construir un futuro lejos de esos recuerdos. Al menos eso piensa Johanna, su nieta mayor, que describe a Ernestina como una mujer fuerte, luchadora, “recochera y muy amorosa”. Fue ella quien crio a Johanna como una hija, pues Gloria quedó embarazada cuando aún era adolescente, y con esto se le acabaron los lujos y la vida cómoda; tuvo que salir a trabajar para pagarse el estudio. Esto llevó a que la pequeña niña creciera con sus abuelos.

Johanna dice que sus abuelos siempre la acompañaron en su niñez y adolescencia y que han sido ellos quienes han “puesto el pecho” para todo. No solo con ella, sino también con su otra hermana. Por eso, admira la dedicación y el esfuerzo tan grande que José y Ernestina han tenido durante su vida. Recuerda que desde siempre ella ha crecido en el negocio del tabaco, no directamente involucrada, puesto que sus abuelos querían para ella otro futuro; pero sí a través de ellos.

Después de su tinto mañanero y de hablar del día y cosas varias, José y Ernestina vuelven a su jornada laboral. Recuerdan que el tabaco también les ha dado momentos desafortunados, como el día en el que la máquina trituradora alcanzó la mano de Chabelo y finalmente la perdió. “José quedó atolondrado”, dice su esposa. “Echándole la culpa al oficio, lo primero que se le ocurrió hacer fue ir y regalar la casa donde vivíamos. Y es que la regaló, porque una casa grande que ocupa toda la manzana y donde ahora sacaron 10 casas, negocios, parqueaderos y todavía queda la mitad, cuánto no podría valer. La vendió en una ‘chichigua’ y a mí no me preguntó”, dice la anciana aún con rabia, dolor y desilusión.

Menciona que, si eso no hubiera sido así, ella no tendría que seguir trabajando ya con sus 86 años encima. Y que hubiera podido dejarles “alguito” a su hija y nietos para que tuvieran un techo seguro.

En una época también hubo abundancia. Años atrás la pareja pudo gozar de la rentabilidad del negocio tabacalero. Les dio para tener varias casas, carros, motos, viajar y darle a Gloria, su única hija, una buena infancia y una adolescencia llena de comodidades.

Tradición
Ernestina no se queja de lo que ha sido su vida. Ella agradece a Dios porque le dio la libertad de manejar su negocio, de no depender de nadie y de acostarse tranquila porque cree, según ella, que hizo las cosas bien.

No es una labor fácil porque los gobiernos locales no se han apropiado del tema. Además, el fenómeno de El Niño, la llegada al país de cigarrillos de contrabando provenientes de Paraguay, Uruguay y Panamá, así como la reducción de las hectáreas para la siempre en todo el país, acrecientan la crisis no solo de los cultivadores sino de los fabricantes y vendedores de este producto.

Como dice Ernestina, “lo único seguro es la muerte”, esa misma que lleva esperando tantos años, porque ya está cansada de seguir y seguir, según ella, lleva escondiéndose de San Pedro mucho tiempo. Lleva más de 10 años con un problema en los ojos que la tienen al borde de la ceguera. Las cataratas le están nublando la visión, y como siempre ha sido ella, no quería comentar nada para que nadie cargara con sus dolencias; pero una fuerte caída prendió las alarmas de su hija, quien la llevó al médico y éste les dijo que Er- nestina tenía que ser operada.

José también ha padecido con su salud en varias ocasiones. Tiene un marcapasos desde el 2002, y años antes sufrió dos infartos, que por fortuna –menciona–, no le dejaron secuelas. “Porque se esté bien o se esté mal hay que seguir adelante hasta que la muerte nos llame”, dice entre risas.

Este par de abuelos, como de cariño les dicen sus nietos, son admirables. Han podido levantarse de las pequeñas derrotas que han tenido. No se consideran fracasa- dos por no estudiar. No son los ganadores de algún premio por su esfuerzo y valor ante la vida, pero son los ganadores absolutos en los corazones de su familia, a la que aman, y sin dudarlo volverían a tener.

Por Johanna Santos B.
msantos@unab.edu.co

Universidad Autónoma de Bucaramanga

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